Había llegado temprano para echar una ojeada a los refugios antiaéreos construidos por el ejército en la escuela para enfrentar los “inminentes” bombardeos estadunidenses mencionados a diario y que durante 50 años jamás se produjeron. Los agujeros —edificados con hormigón armado a prueba de balas— ya estaban atestados de mierda, encharcados de orines y salpicados de preservativos arrugados, pues los alumnos los usaban como baños y espacio íntimo para hacer el amor.
Los maestros competían para ser los primeros en requisar las trincheras, pues en ocasiones encontraban algo útil: un pañuelo de tela, algún cortauñas o condones sin usar, pero el principal objetivo de la búsqueda eran billetes y monedas caídos de los bolsillos en el apuro de los deseos y que, a veces, sumaban 30 o 40 centavos de pesos convertibles cubanos (cuc), una buena cantidad, pues con eso se podía comprar un litro de aceite a alguno de los cocineros de la escuela, quienes solían hurtar —en operación hormiga— parte de los productos con los que el gobierno intentaba garantizar la alimentación del alumnado.
El maestro ganaba 621 pesos al mes —21 cuc al cambio oficial— para mantener a sus dos hijos adolescentes, su esposa y su suegro, ambos jubilados por enfermedad. Así que era importante adelantarse a los otros en el cateo de los refugios. Y también conseguir el aceite con los cocineros, porque con ellos le salía en 20 pesos (1 cuc), mientras en las tiendas del Estado costaba 2.30 cuc. Además, le correspondía un cuarto de litro cada mes a través de la libreta de “control de ventas para productos alimenticios”, nombre oficial de la cartilla de racionamiento, que funcionaba desde el 12 de marzo de 1962 por iniciativa del Che Guevara.
El maestro andaba con cautela al comprar algo robado, pues los tribunales habían apretado las tuercas tras el pillaje y el contrabando que siguieron al paso de los huracanes Ike y Gustav, que —para colmo de la proverbial superstición cubana— en una semana atravesaron la isla en forma de cruz, dejando sin hogar a un cuarto de millón de personas, ahogando a medio millón de gallinas y reduciendo a lodo casi 100 mil hectáreas de cultivos de plátanos, café, tabaco y caña de azúcar.
La ayuda internacional fluyó tanto que el gobierno cubano sintió un estremecimiento de pudor y, en un gesto muy suyo de internacionalismo proletario, desvió a la igualmente devastada isla de Haití un barco cargado de latas de sardinas que le había mandado Venezuela, país con el que las relaciones eran de una excelencia tal que el presidente venezolano, Hugo Chávez, había expresado: “en el fondo somos un solo gobierno”; y Carlos Lage, el luego purgado vicepresidente cubano: “Cuba tiene dos presidentes: Fidel y Chávez”.
En la población existía molestia porque las autoridades vendían los productos donados por la solidaridad internacional, aun cuando lo hicieran a los precios subsidiados de la cartilla de racionamiento, como las latas de conserva de carne de res uruguaya Oderich e italiana Bill Bee, y la sal chilena Doña Eulalia y la colombiana Refisal, incluidas en los mandados de las fiestas de año nuevo.
El maestro estaba asustado. El Tribunal Popular de la provincia de Holguín acababa de condenar a cuatro años de reclusión a 25 personas bajo el cargo de “presunta peligrosidad predelictiva”. Según los jueces, los enjuiciados “no habían cometido delitos, pero por su proceder antisocial podían llegar a cometerlos en cualquier oportunidad”.
Le fue bien en los refugios: halló un billete de 20 pesos cubanos, casi un cuc. Más tarde podía buscar a alguno de los alumnos que preferían vender los jabones de baño que les aseguraba el internado para su aseo personal. En las tiendas estatales costaban 60 pesos (55 centavos de cuc). Eran unos buenos jaboncitos cubanos de 125 gramos. “Four Season, que limpia y suaviza tu piel”, decía el empaque.
El maestro no solía comprarle a cualquier alumno, y había perdido a su mejor proveedor, un chico a quien le fascinaban el rock y la música en inglés al que expulsaron de la escuela por haber cometido una indisciplina grave: aparecerse un día con el rostro del Che Guevara tatuado en la base del cuello, un poco detrás de la oreja izquierda. En Cuba, el tatuaje era considerado una costumbre de presidiarios, de lumpen y de marginales.
“Total” —había pensado el maestro— “quizá no tiene nada de malo. Maradona, el futbolista, tiene un Che enorme tatuado en un brazo y el mismo Fidel Castro lo aprecia y lo ha elogiado en la televisión. Hasta lo internó en el mejor hospital de Cuba para que se curara de su adicción a la cocaína”.
Una de sus exalumnas también tenía tatuada una imagen del Che, sólo que en medio de la espalda, por lo que no se veía a simple vista. La muchacha había sido seleccionada para estudiar ingeniería informática en un famoso centro universitario de élite instalado en el antiguo cuartel general de la inteligencia soviética, en las afueras de La Habana.
Hija de un médico y una enfermera, la chica compartía cuarto con otras compañeras y guardaba siete cubos de agua para bañarse toda la semana porque el abasto a veces resultaba insuficiente. Y, como era de provincias y los boletos de autobús se debían apartar con dos meses de antelación, cuando visitaba a sus padres mejor lo hacía en autostop, perdiendo ocho o nueve horas en la carretera.
La chica solía visitar su antigua escuela acompañada de su novio, un técnico en computación mexicano que integraba en su país una organización de solidaridad con Cuba. En una ocasión, ella se lo presentó al maestro y a éste le impresionaron los conocimientos del joven acerca de la Revolución cubana, cuánto amaba a la isla y las convicciones comunistas que mostraba. Aunque se sorprendió mucho más cuando el mexicano le dijo que las autoridades cubanas le habían ofrecido trabajar en un instituto universitario de La Habana, pero que había rechazado el puesto.
—¿Por qué no aceptaste, muchacho? —le preguntó el maestro.
—Porque no me imagino usando periódicos en lugar de papel de baño.
—¿Sólo por eso? —volvió a indagar el maestro.
—Y porque aquí no hay croquetas para mi gato.
Como fuera, el maestro sentía remordimientos por no haber defendido al joven expulsado por llevar el tatuaje guevariano. Era incluso un estudiante destacado. Pero el maestro tenía hogar que mantener y quería que el gobierno lo incluyera algún día en los convenios de colaboración con Venezuela, Bolivia, Honduras o México, desde donde sus colegas enviaban a casa electrodomésticos, dinero, ropa, zapatos, computadoras y hasta juegos de Nintendo y teléfonos celulares, lo cual era difícil de encontrar en Cuba si no era a precio de oro. Así que se esforzó por no manchar su expediente de cumplimientos con las tareas revolucionarias y dio un paso al frente cuando pidieron voluntarios para trabajar en los preuniversitarios en el campo de Provincia Habana, que carecían de profesores porque miles de ellos ya no querían impartir clases debido a los bajos salarios que percibían y porque les iba mejor como porteros de hoteles o criando cerdos para vender.
La ciudad de La Habana encaraba entonces un déficit de ocho mil 576 maestros de primaria y secundaria básica, y debía recurrir a profesores de otras provincias, según el periódico Granma. A la par, el gobierno activaba una ley para mejorar los salarios del magisterio y cursos de emergencia para formar educadores, en tanto la Unión de Jóvenes Comunistas criticaba a los desertores por sus “posturas de ausencia de compromiso y de conciencia de la coyuntura histórica”.
Así partió para un preuniversitario ubicado en la localidad de Ceiba del Agua, que albergaba a jóvenes del barrio capitalino El Cerro. A su llegada, y la de colegas procedentes de casi todo el país, había una directora, un administrador y dos docentes para atender a 500 escolares, quienes dormían hasta mediodía y sólo se dedicaban a gorronear, robarse las pertenencias unos a otros y a ligar. Pero se disciplinaron moderadamente y el plantel adquirió cierto orden.
Costó trabajo. En una ocasión desapareció un cordón grueso de cobre que transmitía luz a una lámpara eléctrica en el comedor de la escuela, y a los pocos días se armó una riña multitudinaria en uno de los albergues de varones, con saldo de varios estudiantes heridos por arma blanca: algunos de ellos habían