Era el 25 de abril de 1943. Al día siguiente fue inhumado en la necrópolis de La Alameda, en Pinar del Río, la ciudad más occidental de Cuba, donde había nacido el 22 de febrero de 1920. El doctor Ñico Alonso, un amigo suyo de la infancia y quien vivió casi 90 años, recordaba el sepelio como “algo grande”.
“De los balcones le lanzaban flores al féretro. Los presentes no cupieron en el cementerio. Fueron toda la Escuela Normal y el Instituto de Pinar del Río. Todo el mundo lloraba. Fue un duelo provincial.”
Pero ya nadie visitaba la tumba de Pedro Junco. A unos metros de distancia sepultamos a mi madre el 17 de marzo de 1998. Desde entonces, no transcurrió un domingo, o un día señalado, sin que sus cinco hijos, su esposo, cuatro nietos o sus tres yernos le lleváramos flores y pasáramos luego a mostrar nuestros respetos ante el nicho donde reposaban los restos del autor de la mejor canción de Cuba. Pero jamás nos encontramos a nadie.
En una ocasión, estudiantes de varias escuelas despedían a una chica y su novio, los dos de 20 años, fallecidos en un accidente de tránsito, y uno podía darse una idea de cómo habría sido el entierro de Pedro Junco, según la descripción que hacía Ñico Alonso.
Después de tantos años viviendo en México, escuchando despedir a los muertos con “Las golondrinas” o la canción que les gustaba en vida, pensé que la historia tronchada de aquellos chicos merecía un coro gigante de “Nosotros”. Pero no fue así. Acabó el funeral y los dolientes se encaminaron a la salida del camposanto. Como México ya iba siempre conmigo, recordé a los muchos y perennes visitantes a la losa de Pedro Infante en el Panteón Jardín: perseguí con la mirada a los afligidos, pero ninguno se acercó a la tumba de Pedro Junco, que estaba en un mausoleo marcado con el número 197 en la puerta de cristal enrejado. En la base de la bóveda principal se leía: “Pedro Junco y familia, 1949”. Fue construido seis años después de la muerte del compositor.
El recinto, que guardaba lápidas y jardineras de mármol de Carrara, recordaba cierta prosperidad económica de la familia en la Cuba anterior al comunismo: Junco García, el padre, había sido el gerente de la Ford en Pinar del Río. Pero ahora sus paredes grises mostraban una decadencia de mampostería desconchada y pintura desvaída, al igual que los sepulcros humildes que la rodeaban, apretujados bajo el sol y rodeados de maleza y de hierbajos del color de la ceniza.
Estaban destrozados los cristales azules de sus dos venta- nales, cruzados ambos, a manera de protección, con tablas de cajas de legumbres claveteadas a la carrera, a la manera cubana de asegurar puertas y ventanas cuando en septiembre y octubre se les vienen encima los huracanes. En cada una de sus cuatro esquinas malvivía una palmera de tres o cuatro metros de altura y tronco delgado.
Dentro, junto a la pared oriental, había tres sillas blancas cojas y polvorientas sobre un piso de escombros esparcidos, cerca de la tapia que guardaba los restos del compositor y sobre la cual se encontraba una placa de mármol que decía: “Pedrito tu recuerdo en nuestros corazones es una flor que nunca ha de secarse. Tus amigos. 23-6-43”.
Y tenía incrustada, en un óvalo de cristal, la foto clásica de medio cuerpo de Pedro Junco, ligeramente ladeado, con los brazos cruzados por debajo del pecho y un anillo en el dedo anular izquierdo, que le fue tomada dos meses antes de morir: se ve serio, el cabello peinado hacia atrás; de traje y corbata color carmelita oscuro.
Su amigo Amadito Martínez lo recordaría siempre vestido de carmelita, pantalones sin pliegues, camisa de mangas largas y zapatos casuales, con la cara rosada, el bigote y el cabello castaño oscuro untado en gomina, porque lo tenía muy lacio.
Debemos separarnos
Pedro Junco mataba el tiempo con sus amigos a la entrada del Instituto de Segunda Enseñanza, y su mirada se precipitó detrás de la negrura de unos cabellos sueltos: los de María Victoria Mora, quien estaba en la flor de sus 15 años y tenía cuerpo del tipo que los cubanos de entonces llamaban “botellita de Coca-Cola”.
“Mira que muchacha más bonita”, hizo ver el compositor a Amadito, a quien heredaría los manuscritos de sus 36 canciones y 21 poesías y que conservaba, a sus más de 80 años, en su casa de Pinar del Río.
“Es la hermana de Giraldo y de Modesto”, advirtió Amadito y le presentó a la chica.
“Poco a poco todos se fueron separando y ellos dos se quedaron solos conversando. Pronto se llevaron bien. Tenían gustos afines y cierto intelecto muy cuidado de la época”, recordaría Amadito medio siglo más tarde.
Ella vivía en un convento de monjas, el Inmaculado Corazón de María, y provenía de una rica familia de cosecheros de tabaco, dueños de la finca El Gacho, en el pueblo de San Juan y Martínez, la tierra de los mejores habanos del mundo: Montecristo, Partagás, H.Upman, Romeo y Julieta, La Flor de Cano, Sancho Panza, Fonseca, Ramón Allones, Rey del Mundo y, desde 1966, Cohíba.
Era una chica refinada y culta que llegó a obtener el premio de la Sociedad Colombista Panamericana por su trabajo “Las campañas de Antonio Maceo en la historia militar de América”.
Pero fue un amor que nació desgraciado: desde 1939 el bacilo de Koch vivía en la sangre de Pedro Junco, aun cuando Ñico Alonso seguía insistiendo, 50 años después: “Concebías una afección en otra persona, menos en Pedrito. Pesaba 180 libras, medía seis pies y tenía la piel rosada, los labios como fresas, un aspecto sano, buena dentadura, nadaba mucho”.
Junco registró así en su diario el encuentro con la tuberculosis:
31 de marzo: … por la noche estudiando Historia Universal hasta las 3 de la mañana, me lastimé la garganta. Eché sangre.
3 de abril: … Sergio, cuando fui a verlo otra vez porque había vuelto a echar sangre por la boca, me mandó que fuera al día siguiente a la Quinta, para hacerme una radiografía.
Pinar del Río tenía entonces 14 mil habitantes y era, lo seguiría siendo siempre, una ciudad amodorrada, de aires aldeanos. Las infidencias tardaban muy poco en conocerse, pero los pinareños demoraron dos años en saber de la enfermedad fatal del personaje más popular de una de las familias más conocidas de la localidad.
Pepe el Ciego, un negro rumbero que tocaba la tumbadora en serenatas que daba Pedro Junco, lo había visto un día en una clínica.
“Pensé que iba a buscar una medicina para alguien y resultó que era para él. Jamás me dijo que estaba enfermo. Nadie lo sabía”, evocaría poco antes de morir, con más de 80 años.
Pedro Junco se embrolló en varios amores en los dos años que le faltaban para morirse. En su diario íntimo, que había empezado a llevar el día que cumplió 19 años (22 de febrero de 1939), escribió el nombre de ocho novias que tuvo en ese tiempo, una de ellas una mexicana casada, trapecista del circo Montalvo y en quien se inspiró para escribir el bolero “Por ti”.
Fue por aquellos días que le dedicó a María Victoria “Soy como soy”, su única canción alegre.
Soy como soy y no como tú
quieras
qué culpa tengo yo de ser así
si vas a quererme, quiéreme
y no intentes hacerme como te
venga bien a ti
no trates de cambiar mi vida
yo a ti te quiero
lo juro