Durante este periodo, había una estación radial que estaba difundiendo propaganda de odio. Se les decía a los hutus no solo que odien a sus vecinos tutsis, sino también que los consideren enemigos y personas peligrosas. Estos mensajes de odio llenaban las ondas de radio. La radio pasaba canciones revolucionarias todo el día y toda la noche. Movimientos políticos basados en esos mensajes de odio reclutaban jóvenes. Tentaban a quienes se negaban inicialmente a unirse a las pandillas con incentivos como trabajos, licencias para conducir y dinero. Esos movimientos a menudo invitaban por radio a los jóvenes a reuniones urgentes, mayormente por la noche.
Mientras esto ocurría, cristianos en grupos pequeños discutían sobre la participación política. Se desanimaba el partidismo. Por el momento, el problema estaba en el nivel del reclutamiento. Se estaban haciendo grandes esfuerzos para reclutar a los jóvenes, ya que los asesinatos involucraban solo a los grupos entrenados. Tales actividades todavía eran consideradas crímenes, al menos para las personas comunes.
En la iglesia no parecía haber un problema aparente entre hutus y tutsis. Adoraban lado a lado. Los vecinos compartían lo que tenían, y todavía se celebraban casamientos entre hutus y tutsis. Pero ante los informes generalizados de asesinatos, surgió el temor. Las personas trataban de mudarse fuera de la ciudades por miedo a la milicia, que a menudo aparecía de noche y asesinaba a familias enteras.
Durante este tiempo yo viajé por todo el país, predicando en varias iglesias y dirigiendo programas evangelizadores. También asistía a reuniones de oración en grupos pequeños, en los que miembros de iglesia se reunían un día a la semana para orar por su bienestar espiritual y por la protección de Dios. Sentíamos que estábamos viviendo en el tiempo del fin, y nadie sabía lo que ocurriría. Los asesinatos continuaban, pero creíamos que Jesús pronto regresaría. Miles y miles de personas estaban orando, mientras que otras estaban siendo entrenadas para asesinar a sus vecinos.
A finales de marzo de 1994 yo acababa de terminar una campaña de evangelismo en el Lycee de Kicukiro, un colegio en Kigali, donde había obtenido un trabajo enseñando a principios de 1993. Otro profesor había decidido hacerse cristiano y fue bautizado junto con 24 alumnos.
Nunca olvidaré a Charles. Era uno de los jóvenes a quienes le había predicado. Otros habían sido bautizados, pero Charles no, porque su padre se negó a darle permiso para hacerlo. Recuerdo haber hablado con él antes del servicio bautismal, mientras él lloraba incontrolablemente. Su padre simplemente no quería que fuera bautizado, y todos los esfuerzos de su madre por hacerlo entrar en razón fueron en vano. Le pedí a Charles que tomara una decisión difícil: le dije que tenía que decidir entre obedecer a su padre o a Dios. Este era su dilema. Volvió a su casa y trató una vez más de convencer a su padre, pero fue inútil. Charles no se bautizó, y nunca volvería a tener la oportunidad de tomar esta decisión por el bautismo.
Luego de la campaña evangelizadora en el Lycee de Kicukiro, comenzaban las vacaciones por Pascua, y los colegios cerraron. Muchos jóvenes se estaban reuniendo para orar. Me invitaron dos veces esa semana, antes del genocidio, a hablar en reuniones de ese tipo. El martes consagramos el día completo a la oración en la casa de un miembro de iglesia. Tuve la oportunidad de fortalecer a los jóvenes que temían su posible próxima muerte.
Durante nuestra reunión, muchos informaron que había habido algunos ataques en sus vecindarios y que no iban a volver a sus casas esa noche. Luego de conversar un poco sobre eso, oramos pidiendo protección al enfrentar un futuro que se volvía más y más incierto. Luego del día de oración, nos sentimos convencidos de que Dios nos salvaría la vida sin importar lo que ocurriera. También afirmamos en nuestro corazón que, si algo pasaba, el problema más serio que enfrentábamos era no estar listos para la vida eterna.
El miércoles tenía otro compromiso con un grupo pequeño de miembros de iglesia. Ellos tenían preocupaciones similares sobre la agudización de la situación política. Les di algunas palabras de aliento, y concluí nuestra reunión con una oración pidiendo que prevaleciera la voluntad de Dios ante la crisis que se agravaba.
2 “Institut Technique Industriel de Goma”, el nombre de uno de los colegios secundarios en la ciudad de Goma.
Capítulo 4
Declaración de identidad
“Dios es nuestro amparo y nuestra fortaleza,
nuestra ayuda segura en momentos de angustia.
Por eso, no temeremos aunque se desmorone la tierra
y las montañas se hundan en el fondo del mar;
aunque rujan y se encrespen sus aguas,
y ante su furia retiemblen los montes”
(Salmo 46:1-3).
El 6 de abril de 1994, al caer la tarde comenzó la calamidad para Ruanda. Yo había estado orando con un grupo de amigos a lo largo del día. Al regresar a casa, pasé por la casa del primer anciano de mi iglesia para hacerle unas preguntas sobre cuestiones de nuestra iglesia. Para mi asombro, luego de unos pocos minutos de conversación, él tuvo una inusual sensación de peligro y me pidió que me fuera a mi casa inmediatamente.
Salió conmigo hasta la cerca que rodeaba su casa, y vimos algo que parecía una enorme estrella fugaz camino a la parte oriental de la ciudad. Duró mucho más que una estrella fugaz normal. En realidad, era el avión que llevaba a Juvénal Habyarimana, el presidente de Ruanda, y a Cuprien Ntaryamira, el presidente de Burundi. Acababan de derribar ese avión. Los dos presidentes venían de la capital de Tanzania, Dar es Salaam, de una cumbre de poder compartido entre el gobierno de Ruanda y el Frente Patriótico Ruandés.
Apenas llegué a casa escuché un anuncio público en la radio nacional que decía que nadie debía salir de su casa hasta un nuevo aviso por parte de las autoridades civiles adecuadas. Pasamos toda la noche en oración, pensando que la situación pronto volvería a la normalidad. Mientras tanto, se estaban intensificando los disparos por la ciudad. El ejército gubernamental y la milicia estaban visitando y revisando cada hogar, buscando matar tutsis.
La mañana del 9 de abril de 1994 les era imposible a todos en la ciudad de Kigali asistir a la iglesia, porque se estaba matando gente por todas partes, y la milicia había bloqueado cada calle. En lugar de arriesgarnos a caminar hasta nuestra iglesia, como a dos kilómetros de distancia, invité a mis vecinos a casa para una reunión de oración. Todos teníamos miedo de lo que estaba ocurriendo. Vinieron algunas personas, y para las 9 habíamos comenzado la reunión.
Para nuestra meditación, elegí un capítulo titulado “El tiempo de angustia” del libro El conflicto de los siglos, de Elena de White. Pensé que era un tema relevante, teniendo en cuenta las atrocidades que estaban ocurriendo en nuestro país. Yo estaba dirigiendo la reunión de oración; y mi propósito era llevar la atención del grupo temeroso a la promesa de Dios de que está con su pueblo aun durante las pruebas más severas. Refiriéndome a la experiencia de Jacob, que luchó con el Ángel hasta que lo bendijo,3 sugerí que lucháramos con Dios en oración. Les recordé que él sería nuestro escudo en un tiempo de prueba semejante.
Mientras estaba leyendo y relacionando los pasajes con nuestra experiencia actual, hubo una repentina interrupción. Seis soldados armados de la milicia irrumpieron en la entrada de mi casa y tocaron la puerta con fuerza, gritando con enojo. Podía verlos a través del vidrio de la puerta del frente. Como no había otra salida, mi ayudante en la casa les abrió la puerta mientras ellos seguían gritando y amenazando con disparar. Nos pidieron a todos que permaneciéramos sentados mientras ellos nos rodeaban.
–¡Saquen sus identificaciones! –nos ordenó uno, que parecía ser el cabecilla del grupo.
En nuestro grupo había algunos tutsis y otros que no lo eran. Los tutsis habían desechado sus identificaciones porque demostraban quiénes