Luego de algunos minutos, el comandante dijo con tono acusador:
–¿Por qué estabas huyendo, si no eres cómplice y te consideras inocente? Ponte de pie y vuelve a tu casa.
–No huiré de nuevo –dije, mientras me ponía en pie y regresaba a mi casa con Paul y Jules. Mis potenciales asesinos no lo podían creer.
Cerramos la puerta detrás de nosotros, caímos de rodillas y agradecimos a Dios. Lo alabamos por preservar nuestras vidas una vez más.
Como a las 15, el mismo comandante de la milicia volvió. Yo asumí que estaba en otra misión de matanza, hacia un destino que solo él y sus compañeros conocían. Pero esta vez su actitud era favorable para conmigo. Era como un amigo, y llamó a la puerta sin entrar en la casa:
–Murokore (devoto), ¿estás aquí? No estás escondiendo a ningún tutsi aquí, ¿cierto?
–Estoy aquí –respondí.
Allí estábamos, aparentemente sin defensa; pero Dios había construido un muro de protección alrededor de mi casa. Los asesinos ahora salteaban mi casa, sin herirnos, mientras revisaban nuestro vecindario buscando tutsis para matar. Estaban matando a miles de personas en Kigali. La amenaza no había pasado, ni siquiera para mí. Mis amigos y yo aprovechamos la oportunidad de ese corto período de paz para agradecer a Dios por protegernos, y oramos pidiendo que regresara la calma a nuestro país turbulento.
Yo no era el único a quien algunos hombres de la milicia habían apodado “Murokore”. Recuerdo a un tutsi, otro miembro de iglesia muy conocido en su vecindario por su amabilidad. Cuando comenzó el genocidio, la milicia se negó a tocarlo a él ni a su familia. Todos los hombres a quienes se les ordenó que lo mataran recordaron su bondad y no le quitaron la vida. En cierto momento, dos tutsis, un niño de nueve años y una nena de siete, acudieron a su casa buscando refugio luego de que los hombres de la milicia habían asesinado a sus padres. Él les abrió la puerta. La milicia los persiguió hasta la casa de ese hombre. Pero cuando llegaron, le preguntaron como el comandante de la milicia me había cuestionado a mí:
–Murokore, ¿estás escondiendo a algún tutsi?
–No –respondió él.
–Todo este tiempo pensamos que eras un santo, pero ahora estás mintiendo. ¡Vimos a los dos niños entrar a tu casa! –afirmaron los asesinos.
El hombre admitió la verdad y explicó cuánto sentía haber mentido. Trató de razonar con ellos, insistiendo en que si ellos mismos hubieran buscado refugio en su casa, él los hubiera escondido de la misma forma en que había escondido a esos niños. Este hombre rogó en vano por sus vidas. Los asesinos le dijeron que si no les hubiera mentido, les habrían perdonado la vida a los niños. La mentira del hombre “santo” los había decepcionado, dijeron; y como castigo, mataron al niño y solo dejaron a la niña con vida.
3 Elena de White, El conflicto de los siglos (Buenos Aires: ACES, 2015), p. 675.
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