En cada una de mis vacaciones visitaba los hogares de mis hermanos simplemente para disfrutar de la compañía de mis sobrinos y sobrinas. En esta tierna edad, la vida era dulce. Cada vacación era una celebración. Hice un hábito de pasar tiempo con mis hermanos luego de terminar las tareas que mi madre me asignaba: a veces en la casa de ellos, y a veces en la mía. Cada vez que nos visitábamos nos quedábamos afuera de la casa por la noche, disfrutando de la luna llena o del cielo tachonado de estrellas.
A menudo intercambiábamos historias africanas que nuestros padres nos habían contado para enseñarnos valores culturales y bíblicos. Nos gustaba competir en el arte de contar historias, turnándonos. La vida era feliz, y el amor era un tema innegable en nuestro hogar.
Sin embargo, mientras crecía, aunque estaba muy contento con el amor familiar, podía notar una necesidad de mejora en nuestro ambiente. Mi familia estaba relativamente cómoda en cuanto a posesiones materiales. Mis padres podían suplir las necesidades de la familia, y no nos faltaban alimentos ni ropa. Pero los estándares de vida en Kibuye eran tan bajos que para las personas comunes era difícil comprar siquiera una bicicleta. Nosotros estábamos satisfechos con nuestra humilde forma de vida, pero al crecer y visitar ciudades vecinas vi una forma de vida diferente. Pronto sentí la necesidad de llevar a mi familia a un nivel más elevado.
En este espíritu, y por amor a mi familia, decidí estudiar diligentemente y trabajar duro para un día poder realizar un cambio en la vida de mis familiares. Como la mayoría de los niños, recuerdo hablar a menudo sobre mis sueños y prometerle a mi madre que un día proveería para las necesidades de nuestra familia y les daría una vida más feliz.
Mi madre era de naturaleza bondadosa, pero también fue muy estricta conmigo. Era tan estricta que durante mi niñez muchas veces pensé que sus reglas eran demasiado pesadas. Sin embargo, de grande entendí que fue la mejor madre que podría haber querido en mi vida.
Cuando venían invitados a visitarnos, o mis hermanas volvían, lo que ocurría a menudo, ella hablaba de cuánto me amaba y cuán bueno era. Yo sabía que siempre tenía algo positivo que decir sobre mí, y eso me hacía sentir genial.
Sin embargo, su expresión facial inspiraba temor cuando yo sabía que había hecho algo desagradable o contrario a las reglas familiares. Mirando a sus ojos en esos momentos aprendí la diferencia entre el bien y el mal, la virtud y el vicio. Las consecuencias de no hacer lo correcto me dieron una vislumbre de cuánto odia Dios el pecado. De la misma manera, su gozo y sus cumplidos públicos cuando hacía las cosas bien me enseñaron cómo Dios piensa en nosotros cuando nos estamos comportando acorde a su voluntad.
Como otras madres, ella nos educó en el hogar. Mi madre anhelaba ver mi futuro, y a menudo lo decía. Anhelaba verme terminar mis estudios y llegar a ser el hombre que había imaginado que sería; a quien había animado y aconsejado en todas las áreas de la vida. Desafortunadamente, como a veces ocurre en esta vida, no vivió lo suficiente para ver los frutos de su labor. Ella falleció antes de que yo terminara el colegio secundario por una enfermedad estomacal no tratada, que probablemente fuera cáncer no diagnosticado.
Las lecciones que aprendí de mi familia me ayudaron a, desde niño, sentir un profundo amor por Dios y a reconocer la importancia de la obediencia. Recuerdo haberle entregado mi vida a Jesús cuando estaba en tercer grado, a los nueve años. Nuestra iglesia estaba cerca de casa, y eso me permitía asistir a cada servicio de adoración. Siempre me sentaba en el primer banco, y cada vez que se hacía un llamado respondía con entusiasmo a la invitación del pastor de realizar un compromiso con Dios.
La iglesia marcó una diferencia significativa en mi vida. Disfrutaba de cada servicio de adoración, y en esos primeros años cada sermón dejaba un impacto tremendo en mi mente. Todavía recuerdo pastores específicos y los sermones y las ilustraciones que utilizaron.
Algunos de los momentos más conmovedores en mi vida espiritual durante mi niñez fueron los momentos de oración. Nuestra iglesia tenía tambores, que en esos días se usaban para recordarles a los miembros de iglesia que era la hora de la oración. Había miembros de iglesia que sabían fabricar tambores, y cada iglesia generalmente tenía cinco o seis tambores listos para utilizarse. El ritmo de los tambores haciendo eco en las montañas precedía cada servicio de adoración, invitándonos a congregarnos para adorar.
Las semanas de oración eran uno de los momentos más importantes que teníamos. Como yo vivía cerca de la iglesia, a menudo me levantaba más temprano que todos, y comenzaba a tocar el tambor varias horas antes del amanecer. Hacía esto para despertar a todos en el poblado para que vinieran a la iglesia, que era el centro de la vida espiritual y social de los adventistas del séptimo día. A veces tocábamos los tambores por horas. Esas interpretaciones no tenían nada que ver con bailes, pero la combinación de ritmos era hermosa y atraía a jóvenes y adultos a adorar.
Todo estaba a punto de cambiar, pero algo permanecería para marcar mi herencia pasada y determinar mi futura vida espiritual. Entre mis siete hermanos, tenía una hermana que parecía amar a Dios más que los demás. Ella había leído la Biblia de tapa a tapa en su juventud y había subrayado todos sus versículos preferidos. Cuando se casó, distribuyó regalos a todos los miembros de la familia. Todos recibieron regalos, y como yo percibía que me amaba a mí más que a todos, pensé que ciertamente merecía un regalo. Cuando pareció que había repartido todo, me pregunté qué me daría a mí. Me sentí un poco enojado con ella, porque parecía que me había olvidado.
Pensé que no había más cosas materiales que ella pudiera darme; pero en realidad había guardado una sorpresa. Una mañana se acercó a mí y me dijo que el regalo que había apartado para mí era una Biblia. No era una Biblia nueva; era su antigua Biblia, llena de versículos y promesas subrayados. Como yo no tenía una Biblia propia, la acepté con un poco de resentimiento. ¡No era lo que yo había esperado! Ciertamente fue una sorpresa. No fue hasta tiempo después que me di cuenta de que fue uno de los mejores regalos que podría haber recibido.
Desde ese momento, cuando no estaba en clases, estaba leyendo mi Biblia. Hasta varios años después, no supe qué haría esto en mí. En ese momento de mi vida, lo leía como si fuera una tarea.
Al avanzar en la lectura de esa Biblia, la parte que más me atrajo fue el libro de Proverbios. Recuerdo haber leído en este libro de qué se trata la sabiduría. Cada vez que leía pasajes e historias de la Biblia sentía que me estaban hablando directamente a mí. La historia de la fidelidad de Elías me conmovió muchísimo. A menudo oraba pidiéndole a Dios que me ayudara a ser tan sabio como él quería que yo fuese, y que pudiera permanecer fiel como Elías en el monte Carmelo.
1 Hoy, el nombre Kibuye como provincia ha cambiado, y se conoce como Karongi.
Capítulo 2
Preparado para la crisis
“El Señor recorre con su mirada toda la tierra, y está listo para ayudar a quienes le son fieles”
(2 Crónicas 16:9).
Cuando algo terrible está por suceder, Dios alerta a su pueblo. Los ayuda a conocer qué puede ocurrirles y los guía en la preparación necesaria, que les permite permanecer firmes en días difíciles. Esta preparación no siempre ocurre de forma positiva, o al menos no en la manera que lo podríamos desear. A veces Dios nos lleva por circunstancias difíciles para prepararnos para otras más desafiantes. Cuando llega el momento, logras permanecer firme ante una crisis terrible, como un soldado entrenado, por haberse acostumbrado a caminar con Dios.
Luego de terminar el colegio primario, no podía continuar mis estudios en Ruanda. El Gobierno usaba un sistema de cupos para determinar quién podía continuar con su educación. Los grupos regionales y étnicos a los que pertenecieras también afectaban las posibilidades de entrar. Muchos jóvenes calificados tuvieron que renunciar a una educación superior por esta razón.
Yo sabía que no me sería fácil acceder al colegio secundario. El Gobierno dirigía la mayoría de las escuelas; y la discriminación social y étnica era una práctica común. Mi hermana, quien me había