Natalia Milanesio (2014: 10) ha señalado que durante el peronismo surgió “el consumidor obrero como una fuerza social única que transformó la Argentina moderna”. La autora sostiene la hipótesis de que, aunque los sectores de menos ingresos participaban del mercado de consumo previamente, fue recién durante el peronismo cuando su participación se volvió masiva, dando lugar al consumidor obrero como “actor histórico dotado de una enorme visibilidad cultural y social y de una influencia económica y política sin precedentes”. A partir del análisis de entrevistas, Milanesio señala que los trabajadores vivieron el acceso a nuevos bienes menos como una forma de ascenso social (o de emulación de las clases medias) que como un proceso que reforzó su identidad obrera.
Ahora bien, de un modo similar al observado con relación al acceso a la vivienda propia, las desigualdades en el consumo, y en particular en el de artefactos domésticos, fueron significativas. De acuerdo con Adriana Marshall (1981), los obreros solo se incorporaron masivamente al mercado de algunos bienes durables (como heladeras y televisores) entre 1963 y 1969. Por otra parte, el consumo de estos artefactos fue muy desigual en términos regionales. De acuerdo con el Censo Nacional de Vivienda de 1960 del Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), mientras en 1960 el 42% de las viviendas de la provincia de Buenos Aires poseía una heladera eléctrica, solo el 13% de los hogares en la provincia de Catamarca tenía una (Pérez, 2012b).
Dichas desigualdades fueron clave en las vías a partir de las que distintos sujetos construyeron su identidad de clase. A diferencia de lo observado por Milanesio, en mi investigación encontré que el consumo de estos bienes estuvo marcado por búsquedas de distinción de sujetos de distintos sectores sociales que tomaban la domesticidad de clase media como modelo. Es posible que esta diferencia en términos interpretativos derive, al menos en parte, del tipo de consumo en el que se centraron nuestros estudios y en los espacios que analizamos. Milanesio abordó las experiencias de consumo de distintos bienes (vestimenta, calzado, alimentos, etc.) de trabajadores rosarinos. En cambio, mi trabajo se centró en el consumo de artefactos vinculados al trabajo y al entretenimiento domésticos en hogares marplatenses.
Rosario y Mar del Plata son ciudades con perfiles marcadamente distintos: si la primera es una ciudad que creció al calor del desarrollo industrial y de la actividad de un puerto comercial nodal a la región del litoral, Mar del Plata tuvo una estructura productiva marcada por la importancia del turismo estival protagonizado eminentemente por la clase media porteña. Su presencia en la ciudad acercó a los marplatenses sus consumos y modos de habitar por distintas vías. Además de los posibles espacios de sociabilidad compartidos, constructores, albañiles y empleadas domésticas que quizás no los frecuentaran podían entrar en contacto con los estilos de vida de los turistas a partir de su trabajo. La emulación del estilo de vida de la clase media porteña podía resultar clave en las estrategias de distinción de marplatenses provenientes de distintos sectores sociales, aunque supusiera, como veremos, adaptaciones, apropiaciones y resignificaciones.
Por otro lado, los artefactos domésticos no solo eran bienes menos accesibles en términos económicos, sino que además se promocionaban como bienes de estatus (Owensby, 1999; O’Dougherty, 2002). Como puede verse en la publicidad reproducida en la imagen 1, la figura de la empleada doméstica y el concepto de “eléctricos servidores” eran utilizados para presentarlos como promesas de distinción para quienes buscaban no solo alcanzar un nuevo estándar de confort sino materializar su bienestar en objetos visibles (y mostrables), confirmando así su lugar en las jerarquías sociales (Pérez 2013).
Imagen 1. Para Ti, 28 de abril de 1953 (tomada de Pérez, 2013).
En mi investigación, observé que la compra de los nuevos artefactos domésticos motivaba numerosas visitas (en palabras de Perla, “todo el mundo venía a ver lo que te habías comprado”). Es más, los artefactos solían ubicarse en lugares visibles y destacados con distintos elementos decorativos. En la imagen 2, podemos ver el papel protagónico de una heladera en dos fotografías tomadas en el festejo de una primera comunión. La heladera no solo está en un lugar central en estas fotos, sino que se encontraba ubicada en el comedor de la casa familiar, el espacio destinado a recibir, y decorada por un florero, en un gesto que recuerda lo que Jean Baudrillard (1999: 21) identificara como una estrategia de redundancia, es decir, “la envoltura teatral y barroca de la propiedad doméstica […], no solo poseer, sino subrayar dos veces, tres veces, lo que se posee”.
Imagen 2. Fotografía familiar, 1963, aproximadamente.
Cortesía de una entrevistada (tomada de Pérez, 2012b).
Quienes tuvieron acceso a este tipo de bienes más tempranamente no tenían la misma necesidad de mostrarlos. También para ellos la respetabilidad familiar podía estar asociada a la posibilidad de exhibir los elementos centrales de la domesticidad de clase media, pero posiblemente lo hiciesen con otros criterios estéticos, más cercanos a los retratados en Casas y Jardines o Claudia, revistas dirigidas a (aunque no exclusivamente leídas por) un público de mayor poder adquisitivo, donde se recomendaba esconder, o al menos disimular, la presencia de estos nuevos artefactos. Como podemos ver en la siguiente cita, la respetabilidad familiar dependía no solo de poseer ciertos bienes, como una vivienda propia y artefactos domésticos, sino del tipo del cuidado que se les daba, de la posibilidad de presentar una casa limpia y ordenada a quienes pudieran visitar el hogar. La distinción no solo devenía de los bienes que se poseían, sino también de la forma en la que se realizaban las tareas del hogar.
Al piso de parquet se pasaba primero una viruta gruesa, todo a mano, yo recuerdo que te ponías una viruta en un pie y con un pie ibas rasqueteando en el sentido de las maderas. Las maderas estaban puestas como espigas, primero en un sentido y después en el otro. Después de eso, salía cualquier cantidad de… de polvillo. Eso se barría, se limpiaba y después se le pasaba cera. Al otro día se le pasaba cera, se le volvía a pasar, y después cuando ya estaba seco se le pasaba un trapo seco, porque después vino la lustradora. Que ya fue también otro adelanto […] El encuentro de ellas (las mujeres de la generación de su madre) era la visita. A las tres, tres y media de la tarde, la visita. Hasta las cinco y media, seis. La visita no se anunciaba porque no había teléfonos, o había pocos. O sea que la visita te caía de sorpresa, cosa que ahora eso no se estila. “Vas a estar, te llamo”. Antes vos ibas a una casa porque sabías que el ama de casa estaba. Quién iba a salir, salvo que tuvieras que ir al médico […] me acuerdo un día que vino una tía que era recharlatana, entonces mi mamá me hizo una seña y yo de atrás ordené el baño, puse toallas, qué sé yo… porque era eso, el qué dirán. “Te imaginás que si llega a venir la tía Carmen y nos ve que…” […] Se cuidaba mucho ese detalle porque era como un fracaso de la mujer, ¿no? (Entrevista a Perla, Mar del Plata, septiembre de 2009; citada por Pérez, 2012a)
Ahora bien, si ese cuidado dependía en última instancia de las amas de casa, su ejecución no siempre quedaba a su cargo. Tener una casa propia, adecuada a ciertos estándares de confort, orden y limpieza, era clave en la confirmación del estatus y la identidad de clase, pero en tiempos en que las jerarquías sociales estaban siendo disputadas, para muchos esto era insuficiente. Amén de la adquisición de “eléctricos servidores”, la presencia de una empleada doméstica en el hogar –para quienes podían solventarlo– podía ser pensada como garantía del lugar ocupado en ellas. Como veremos, sin embargo, también podía dar lugar a nuevas tensiones que desestabilizaban la posición de quienes las empleaban.
Empleadas domésticas, jerarquías sociales y consumos impropios