Argentina y sus clases medias. Sergio Visacovsky. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sergio Visacovsky
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Зарубежная деловая литература
Год издания: 0
isbn: 9789876919531
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4205, Archivo del Departamento Judicial de Mar del Plata; citada por Pérez, 2016).1 En ella, sostuvo que sospechaba de la empleada doméstica que trabajaba en su casa, Angélica Ortega. Tras tomar la denuncia, el oficial y uno de sus compañeros se trasladaron al domicilio de Irene y llevaron a Angélica a la comisaría. Interrogada por las prendas en cuestión, Angélica confesó haberlas tomado, según consta en la causa:

      Una combinación de nylon color rosa con encaje del mismo color. – Una botella de Cognac marca “TERRY” empesada. – Un pañuelo de seda floreado grande. – Uno idem estampado con bordes color marrón. – Un mate de loza con adornos floreado. – Dos fundas color blancas de dos plazas. – Una bombilla de metal blanco. – Dos pañuelos de mano color blancos de hilo. – Una tijera de cortar género. – Un paquete de the de un cuarto kilo marca “Starboard Tea”. – Una bombacha de mujer color blanca de nylon. – Una lapicera color verde y negro con capucho de metal blanco marca “RIVER”. – Una tasa de losa. – Un plato de losa. – Una cucharita de cafe. – Un corte de pluma de metal dorado. – Cuatro cajitas de asafran. – Un cepillo de limpiar discos. – Una sábana de una plaza color banca. – Un repasador. – Una revista de modelos. – Un libro de versos de nominado “Sus mejores Tangos” de Carlos Gardel. – Dos recortes de género, colores rojo y uno amarillo. – Un par de aros de oro con una piedra color colorada aplicada en los mismos con estuche color marrón.

      Tras ser reconocidos por Irene, los bienes le fueron devueltos. Como en este caso, las trabajadoras que confesaban y devolvían los objetos hurtados solían dar cuenta de que los habían tomado de casa de sus empleadores para usarlos, no para venderlos. Estos objetos tenían un valor simbólico, más allá de su valor de uso o de cambio: como muestra la declaración de Angélica transcripta anteriormente, tenerlos y usarlos implicaba desestabilizar las jerarquías sociales establecidas, mostrando que las trabajadoras podían verse igual a sus empleadoras y que, de hecho, más allá de lo legalmente establecido, era justo que lo hiciesen.

      Ahora bien, ¿por qué estos hurtos llegaron a la justicia penal? De acuerdo con Jurema Brites (2004), este tipo de hurtos, menos frecuentes de lo que los empleadores suponen, son, de todos modos, aún más raramente denunciados. A partir de un análisis etnográfico realizado en el Brasil contemporáneo, Brites observó que, ante la falta de algún objeto, lo que los empleadores suelen hacer es señalar su ausencia a las trabajadoras sin acusarlas directamente, dándoles así un tiempo para que los restituyan simulando que estaban perdidos. En otros casos, el descubrimiento de un hurto da lugar a la ruptura de la relación laboral. Lo que es poco frecuente es que lleguen a la policía y, aún menos, a la justicia penal. El escaso valor monetario de muchos de los bienes que aparecen en los casos que trabajé y lo engorroso que resultaba hacer una denuncia y comparecer en un juicio me llevaron a preguntarme por las motivaciones de los empleadores que de hecho iniciaron acciones legales contra sus empleadas.

      Según Natalia Milanesio, el acceso al consumo masivo de los trabajadores y la emergencia de la figura del consumidor obrero durante el peronismo dieron lugar a nuevas ansiedades entre la clase media. De acuerdo con su lectura, la imagen de la empleada doméstica que vestía el mismo tipo de prendas que su empleadora se había convertido en “el ejemplo más común de la creciente igualdad social durante el peronismo”, y el vestido expresaba una progresiva homogeneización del consumo que “dificultó la expresión inequívoca de la diferencia de clase y el establecimiento de divisiones claras entre los distintos sectores sociales” (Milanesio, 2014: 143). Las denuncias del hurto de prendas de vestir resultan comprensibles en ese escenario, en el que lo que estaba en juego trascendía el valor económico de los bienes en cuestión. La denuncia en la policía podía ser una forma de disputar la legitimidad del acceso de las trabajadoras a objetos que otrora resultaban clave para la definición del estatus social de los empleadores, reafirmando la inferioridad tanto social como moral de las trabajadoras.

      Lo que estos hurtos evidencian, y la confesión de Angélica vuelve manifiesto, es que lo que estaba en cuestión era la deferencia esperada de las trabajadoras. Como han mostrado distintos análisis (Rollins, 1985; Romero, 2002; Gorbán y Tizziani, 2014), la deferencia es uno de los elementos centrales de las relaciones establecidas en el servicio doméstico. Parte del trabajo de las empleadas domésticas consiste en representar un papel. Independientemente de la imagen que tengan de sí mismas, frente a sus empleadores deben ubicarse en una posición de inferioridad social. El sentido de superioridad construido en esta relación fue particularmente importante para los empleadores de clase media en las décadas que siguieron a las transformaciones sociales iniciadas durante el primer peronismo, cuando otros elementos que anteriormente habían garantizado su estatus (como el consumo de ciertos bienes) se habían vuelto también accesibles para los trabajadores.

      Las propias relaciones de servicio doméstico estaban experimentando fuertes cambios. Desde principios de siglo XX, había crecido el empleo con retiro y por horas, en detrimento del empleo “con cama”, había crecido el número de trabajadoras que eran migrantes internas desplazando a las provenientes de ultramar, y las ocupaciones más especializadas –y masculinizadas– habían dejado de ser consideradas parte del sector –al menos en términos legales– (Cárdenas, 1986). La sanción del decreto-ley 326 en 1956 constituyó otro hito relevante. Pese a que las protecciones que garantizaba eran limitadas, dicho decreto constituyó un primer régimen legal en el que las trabajadoras domésticas podían ampararse (Pérez, Cutuli y Garazi, 2018).

      Las disputas por esos bienes eran más intensas cuando, como en muchos de los expedientes aquí analizados, los empleadores y las empleadas tenían un origen social no tan lejano. En el caso mencionado con anterioridad, ambas habían migrado a Mar del Plata desde localidades más pequeñas: la empleadora, Irene de García, que tenía treinta años y estaba casada, había nacido en Balcarce, una localidad ubicada a 74 kilómetros de Mar del Plata; Angélica Ortega, la trabajadora, tenía treinta y dos años y estaba soltera, había nacido en Monteros, a 53 kilómetros de San Miguel de Tucumán. Esta no era una situación excepcional en Mar del Plata, donde la afluencia de migrantes había sido muy intensa. Si en 1947 el partido de General Pueyrredón –del que Mar del Plata es cabecera– contaba con casi 124.000 habitantes, en 1960 llegaría a los 225.000 y en 1980, a los 434.000. La magnitud de este crecimiento se explica por el flujo migratorio hacia la ciudad: entre 1895 y 1947 se trató sobre todo de migrantes extranjeros; entre 1947 y 1960, de migrantes de localidades pequeñas y zonas rurales del país (Núñez, 2000).

      En este escenario, no era necesario poseer un patrimonio muy importante para lograr establecer diferencias con quienes habían llegado a Mar del Plata más recientemente, ubicándose en sectores urbanos más periféricos, pero también aceptando peores empleos que aquellos que residían en la ciudad desde hacía más tiempo y habían logrado acumular ya algún tipo de capital, no solo económico, sino también social. En este sentido, podemos señalar que, en septiembre de 1959, al momento de la denuncia a partir de la que se iniciara el proceso por hurto, Irene vivía en una casa de tres dormitorios, cocina, baño y comedor, a la que se accedía por el local (un negocio de despensa y bar) que ella misma atendía. La casa estaba ubicada en el centro de la ciudad, en la esquina de Córdoba y Colón. Angélica