Este ser el día del Gran Dios y otros relatos Impresionantes sobre el sábado. Stanley Maxwell. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Stanley Maxwell
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789877983579
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diablos es un adventista del séptimo día?

      –Los adventistas del séptimo día asistimos a la iglesia los sábados en vez de los domingos, porque seguimos las enseñanzas de la Biblia –explicó el soldado.

      –Nunca escuché un disparate como ese –explotó el oficial–. ¿Acaba de inventar esa tontería sin sentido?

      –No, señor. –el soldado hizo el saludo nuevamente–. Es la verdad, señor.

      –No sé si debería reírme o llorar.

      –¡No, señor! Quiero decir: ¡Sí, señor! –la cabeza del soldado giró tratando de no hacer enojar a su oficial comandante.

      –¡Permiso denegado!

      Tomando los lentes de arriba del escritorio, el oficial se los puso con violencia, se irguió cuan largo era y miró despectivamente a Pieter.

      –Hay que mantener la autoridad, ¿verdad? ¡Sí, por supuesto! Está en el ejército ahora, soldado. Haga como le digo. Ahora los dos sabemos cuál es el lugar del otro. ¡Debe reportarse a sus tareas, muchacho! Y si no se reporta mañana, lo enviaré a la cárcel y estará aislado sin comida, el mismo castigo que les damos a esos infames judíos que tienen las agallas de pedir una dieta especial. Permanecerá en la cárcel hasta que decida obede­cer órdenes. ¿Lo entendió, soldado?

      –¡Entendido, señor! –Pieter saludó y entrechocó sus talones otra vez.

      –Debe mantenerse la autoridad.

      –¡Sí, señor!

      –Cada cosa tiene su lugar. Y cada uno conoce su lugar. ¡Espero que esté en su lugar!

      –¡Sí, señor!

      –¡Puede retirarse!

      Obedientemente, Pieter giró sobre sus tacones y marchó fuera de la habitación.

      Al día siguiente, Pieter no se presentó a sus tareas. Su oficial comandante lo encontró en su barraca leyendo la Biblia.

      –No estaba en su lugar esta mañana y parece que ha olvidado su lugar. ¡Y no respeta mi autoridad!

      Levantando su vista de la Biblia, Pieter respondió:

      –Yo respeto su autoridad, señor.

      –¿Qué le dije sobre presentarse a sus tareas hoy? ¿Pensó que no hablaba en serio?

      –¡Oh, no, señor!

      –Entonces, ¿por qué desobedeció una orden directa? –preguntó el oficial comandante.

      –Porque yo creo que Dios quiere que lo adoremos en su santo día. Como dijo el apóstol Pedro a los sacerdotes: “Debo obedecer a Dios antes que a los hombres”.

      –¡Arréstenlo! –gritó el oficial comandante.

      Inmediatamente, Pieter fue esposado, lo llevaron al otro lado del regimiento y lo echaron ceremoniosamente en una celda de la cárcel. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Pieter descubrió que su celda era realmente pequeña y tenía una sola ventana con rejas ubicada inconvenientemente cerca del techo. Había sido ubicada a propósito allí, para que nadie pudiera escalar hasta ella. La pequeña cantidad de luz que caía sobre el piso de piedra se veía a rayas por la sombra de las rejas. La ventana era tan pequeña que nadie podría pasar por ella. Solo un pequeño animal podría pasar entre las rejas.

      Pieter permaneció en la celda durante una semana sin comida. Una vez al día, el carcelero le pasaba una pequeña cantidad de agua a través de una puertita. Naturalmente, el estómago del soldado chillaba y se quejaba, pero él no podía hacer nada.

      Luego de una semana, el oficial comandante entró a la celda.

      –Bien, veo que ha perdido algo de peso. ¿Tiene hambre?

      El soldado admitió que tenía hambre y solicitó comida.

      Con frialdad, el oficial comandante contestó:

      –¿Va a obedecer mis órdenes?

      –Señor, si lo que quiere decir es si voy a quebrantar el sábado, la respuesta es: ¡No, señor! Esa es una orden que no puedo obedecer.

      La cara del comandante enrojeció de ira.

      –Entonces, seguirá sin comida.

      Agitado, caminó por la celda gritando:

      –La autoridad debe respetarse. Un lugar para todo y todo en su lugar. ¿Verdad? ¡Verdad!

      Inclinándose, levantó el mentón de Pieter y lo miró a los ojos.

      –Cuando tenga suficiente hambre, aprenderá que estoy hablando en serio. Entonces obedecerá mis órdenes.

      Irguiéndose cuan largo era, el oficial salió apresuradamente de la celda, golpeando la puerta detrás de sí. Las llaves chocaron con estrépito mientras el comandante encerraba a Pieter.

      Sintiéndose solo en su celda, el tiempo parecía no transcurrir más. Cerca de las cuatro y media o cinco de la tarde, se sintió débil por el hambre. Se arrodilló en el piso, juntó sus manos, cerró sus ojos y oró:

      –Oh, Señor, tú prometiste que mi pan y mi agua estarían asegurados. La semana pasada, cada día, me diste agua. Gracias. Lo único que falta es el pan. Hoy reclamo el resto de tu promesa. Por favor, que mi pan y mi agua estén asegurados.

      Mientras oraba, algo se apretujó contra su pierna. Terminando su oración, el soldado abrió sus ojos y vio en el piso frente a él un trozo de pan.

      Lo recogió y lo comió con hambre, y luego oró nuevamente, agradeciendo a Dios por contestar su oración en forma tan rápida y milagrosa.

      Al día siguiente tenía hambre nuevamente más o menos a la misma hora. Otra vez se arrodilló, cerró sus ojos, cruzó sus manos y oró por comida. Otra vez sintió algo que se apretujó contra él. Cuando abrió sus ojos, otra vez vio un trozo de pan en el piso, que devoró con hambre.

      Esto sucedió una y otra vez, día tras día, durante dos semanas.

      Entonces, la puerta de la celda se abrió y el oficial comandante entró.

      –Veo que no está demacrado por perder peso –dijo el oficial–. ¿Cómo puede ser?

      –He comido todos los días, señor –respondió Pieter respetuosamente.

      –¿Quién ha estado alimentándolo? –demandó el oficial.

      –¡Yo pensé que era usted, señor!

      –¡Yo no fui! –gritó el comandante y la vena de su cuello comenzó a abultarse otra vez–. ¡Con seguridad que no fui yo!

      – Si usted no fue, señor, entonces seguro que fue Dios, señor. Cada día, señor, más o menos a la misma hora, encontré un trozo de pan en el piso.

      –¿Un trozo de pan en el piso? –la voz del comandante mostraba incredulidad.

      –Correcto, señor.

      –¿Quién lo está alimentando con ese pan?

      –No lo sé, señor.

      –¿Cómo que no lo sabe?

      –Pensé que usted me estaba alimentando, pero estaba equivocado, señor. Ahora no sé quién fue, pero alguien me alimentó.

      –Diga lo que sabe.

      –¿Me promete no enojarse, señor?

      –No me enojaré.

      El comandante le regaló su mejor sonrisa, aunque un extremo de su boca se alzaba más que el otro. En un tono contenido y paciente, añadió:

      –Necesito saber quién es el que lo alimenta.

      –Bien, señor. Cada día oro por comida, y mientras estoy orando algo se apretuja contra mi pierna y, cuando