La novedad machoposesiva se dedica a burlarse bonito y barato del comportamiento del mexicanito acomplejado en el extranjero, aquel Eligio que eligió y reeligió existir como un elogio viviente a la bestialidad machista y tiene en su haber el orgullo imbatible de que un taxista estadunidense haya exclamado con extrañeza al saberlo mexicano: “¡No lo parece!”, haciendo su vivisección mental en forma detalladísima y matizada al límite, hasta donde le es posible, mucho más que en el libro original, de manera consciente e hiperconsciente, irónica y despiadada ante ese energuménico monumento al egocentrismo chaparro y a la compulsión rabiosa sin mácula de autocrítica argüible, como nunca antes en el cine nacional, con ahínco y hasta con saña, y sin embargo, aun en contra de los designios de la película y de la postura moral del propio realizador, el enfático actor pegado a una descomunal sonrisa y otrora aspirante a director efímero Gael García Bernal disfruta hasta lo indecible situando al personaje del chaparro Eligio en la más abrupta y contagiosa ambivalencia, aunque jamás en el “entre”: ¿es heroico o pobrediablo cuando sacrifica su autito para poder viajar al extranjero?, ¿es simpático o cretino cuando pretende hacerse chistoso con los vistas aduanales gringos que acabarán sometiéndolo en un privado a una humillante-dolorosa-exhaustiva revisión anal?, ¿es impulsivo o ridículo cuando se da a la fuga pretendiendo escaparse de pagar los 85 dólares del taxi del aeropuerto?, ¿es ingenioso o cobarde cuando logra sepultarse bajo la hojarasca de los matorrales de un jardín como camuflaje contra sus perseguidores?, ¿es curioso o masoquista cuando interroga abrumadoramente a su esposa para que le diga de qué tamaño la tiene su amante?, ¿es temerario o masoquista iluso cuando desafía la violencia física de su casi indiferente rival en amores?, ¿es visceral o impetuoso a cada instante, y así sucesivamente?, ¿es el perfecto machín aquejado por una insuficiencia del ser o una caricatura estereotipada de sí mismo para los fines concertados de una sátira con pretensiones, porque “Gael encarna de forma brillante las dos caras de la misma narcisista moneda: es el pícaro y atrayente macho conquistador, descendiente directo del Pedro Infante de Los tres García (Rodríguez, 1946) y, al mismo tiempo, es el chantajista, mezquino, pobre-diablo y jarrito-de-Tlaquepaque que es su primo, el acomplejado Abel Salazar de la misma cinta”, ya que siempre “más allá de su barniz hípster y su fluido bilingüismo, el Eligio de Gael sigue arrastrando –peor aún: presumiendo– los peores tics de la psique nacional” (Ernesto Diezmartínez en cinevertigo.blogspot.mx, el 22 de agosto de 2016)?, ¿es Rudo y Cursi alternativamente y hasta con distancia crítica: “Te quiero hasta la ignominia, como dice la canción”?, ¿es el absoluto personal del mexicano primordial, ineluctablemente perseguido y frustrado tanto en sus efímeros deseos brumosos como en sus degenerados / regenerados satisfactores más efímeros y brumosos aún?, ¿o se trata de una quintaesencia a la vez estudio / radiografía / diagnóstico / demolición / vivisección / disección de un neomachismo que ha conseguido pasar de la tecnología primitiva (“¡Cavernícola!”) del remoto 1982 agustiniano a los años internetos, sin mínimamente inmutarse ni perder plumita alguna de su soberbia de pavo real y de pavor real?
La novedad machoposesiva destaca más que nada por sostenidos aciertos expresivos como una especie de tersura alocada en el tejido borboteante del relato, por sus descripciones sintéticas y por su fotografía pulsional de repente con certera cámara en mano de Antonio Calvache, por el ritmazo del montaje de Aleshka Ferrero que no decae ni cuando el relato se torna deliberadamente lento o tristonamente contemplativo para describir la aletargada inacción del héroe con tan contrastante éxito instantáneo en el gregarismo de los bares para becables escritores internacionales (la otra veta satírica que apenas logra rozar el film), por un hábil efectismo tecnológico que no retrocede ni ante los compactantes intercortes-saltos al interior de planos muy bien dosificados en el transcurso de la narración sumaria, por sus desteñidas locaciones en Winnipeg disfrazada de Iowa City, por su caprichosa música al borde de la esquizofrenia acústica de Víctor Hernández Stumpfhauser, por su justísima dirección de arte de Eugenio Caballero, por el parco manejo de la presencia incantatoria un tanto marginal de la hispana Verónica Echegui que se desmembra entre una fragilidad huidiza y una inabarcable otredad casi abstracta (incluso o sobre todo en sus desnudos glamorosamente antiglamorosos), por su selección de idiosincrásicas canciones mexicanas de épocas varias en combinación con baladas de fondo sólo para seducciones / lloriqueos / reconciliaciones / cogidas dulzonas, por detalles significativos como suponer que las ventanas de las habitaciones están canceladas para evitar que alguien se suicide o el descubrimiento súbito del paisaje nevado como cambio de temperamental estado de ánimo, y por las bienvenidas o conmovedoras frases efectistas en efecto electrizantes del último texto atribuido a la transferida autoría de una Susana que lo lee en la tribuna académica (“Y después hicieron el amor con rabia, desesperados, como