La novedad pelandrujófila busca desesperadamente escapar de su intrascendencia de comedia romántica elemental, de fórmula y bajamente mercantil, o por lo menos heteróclitas o excéntricas, todas ellas en principio graciosas aunque su realización diste mucho de serlo, por medio de situaciones anómalas y notaciones insólitas, híbridas de cine y TV (¿enésimas versiones revolcadas de los teleculebrones colombianos Betty la fea y Sin tetas no hay paraíso?), previsibles, planas, de humor básico y sin idea del ritmo, como el multicolor travesti hirsuto Doña Galaxia que se aloca en su prologal culto promotor ambiguo de las virtudes visuales de Diego, como la falta de reacción sufriente de la archifallida Vivi consolándose sola al lado de su dogo faldero Ramoncito que ladra oportunamente bajo pedido con sólo pensarlo (“Por lo menos yo sí tengo perro que me ladre, ¿no?”), como los peinados estrambóticos de las modelos al estilacho Novia de Frankenstein que parecen haber contagiado al mismísimo criminal acosado por la ley, como la actitud condescendiente de la inescalable Regina aún dormidísima pero aceptando prestarle su cuerpo inamovible con la almohada sobre la cara inerte (pero “Rapidito”) a un Diego que por desdicha amaneció temprano en exceso y aquejado de una cruda cachonda, como los recurrentes sueños traumáticos del guapo ahogándose en el mar que de súbito empiezan a ser compartidos también por Vivi en sus inquietantes pesadillas, como el título mismo del film que resulta reminiscente de las comedias de albures con nalguita de los años ochenta-noventa del siglo pasado y jamás se esfuerza por justificarse en lo mínimo (apenas hay una alusión de Regina a que se le caen sus bubis operadas si se quita el brasier), como el elogio tácito a la capacidad maquinadora de la heroína común posRenée Zellweger (en la saga iniciada por El diario de Bridget Jones de Sharon Maguire en 2001) ante ese jefe medio playboy millonetas medio TVestrella que debe aprender a vivir como un ser normal al renovado estilo seudosociologizante de Nosotros los nobles (Gary Alazraki, 2012), et al.
La novedad pelandrujófila sólo urde, disemina y colecciona gags en términos de fortuna / desgracia, a punto del estallido inminente de todos tan temido, sea el gag del jaboncito aplazador de la violenta fatalidad al ingresar a la prisión o el gag del acoso erótico-pendenciero al aterrado heroecito en plena regadera carcelaria que culmina en la amable petición del depósito solidario de un manojo de cartas “ya que estás por salir”, sea el monumental gag-dispositivo de torpeza de la heroína al tropezarse por nerviosismo con un cable que dispara los juegos pirotécnicos que habrían de coronar el desfile de Fachon models (sin el leve talento satírico del Ricardo Montero de 2014) que ahora servirán para arrasarla, sean las selfies insinuante / reveladora / insistentemente ridículas que de inmediato se suben a la red, o sean todas las tentativas invariablemente catastróficas de la pobre tipa inefable por encender el bóiler y que incluso se anuncian con letrero de a solas o con novio (para remitir sin duda a la inútil Treintona, soltera y fantástica de Salvador Chava Cartas, 2016), descarrilando así los infalibles mecanismos cada gag en sí.
Y la novedad pelandrujófila pretende finalmente por medio de un último gag, tan sorpresivo como se pueda, convertir a la película y a su sentido en lo que no es, nunca fue y que por desestructuración narrativa (o por obra sin gracia de cancioncitas melosas e intentando superficial y oportunistamente insertarse en una avanzada corriente de pensamiento de moda que no le corresponde) jamás será: la historia del empoderamiento de una mujer rompestereotipos infrafemeninos gracias al paradójico triunfo de su amor romántico, vuelta de tuerca arbitraria si las hay, porque luego de trepar inmotivadamente el protagonista por la fachada de un edificio a la Harold Lloyd de los pobres, aparecerá por allí, muy quitada de la pena, una Vivi ilesa que aceptará por sorpresa y con gusto, como era de suponerse, el amoroso beso reconciliador del pobrediablo Diego anodino, aunque sólo sea para dejarlo en seguida plantado, ya que gracias a su amor ha descubierto que lo más importante es luchar personalmente y como persona autónoma por los sueños individuales, y luego reaparecer, acaso poseída por el truculento espíritu insurreccional de su padre (en revuelta contra la caricaturesca esposa mientamadres): glamorosa, inusitadamente guapa, despampanante y seductora en flamígero atuendo negro, partiendo plaza en la avenida y ligándose sin dificultad, a las primeras de cambio, al primer chico guapo barboncillo con que se topa y que se agachaba a recoger la nota elegantemente dejada resbalar.
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