La novedad infiel confía en la delicia per se de las súbitas salidas del clóset, ahora, a estas alturas desinhibidas, demostrando de paso, por enésima vez, que Las apariencias engañan (Hermosillo, 1977) y situándose a contrario de esa defensa a brazo partido del clóset que era la exitosa en su sexoscurantista tiempo Doña Herlinda y su hijo (Hermosillo, 1984), disfrutando las posibilidades de un juego a las escondidas y fingimientos de la cuarteta compuesta por paciente masoquista de camisa floreada, mujer fálico-sádica de tentadora blusa blanca, curiosón psicoanalista-voyerista ambiguo, y ese cínico objetote sexual de todos y autoasumido como tal, por encima de un simple “¿Pretendes formalizar un trío?”, porque “Me gusta mi libertad”, con descaro suficiente para meter en crisis al conjunto y ponerse a psicoanalizar al mismísimo facultativo (“¿Tú eres casado?”).
La novedad infiel se asume como un objeto derivativo de cinefilia pura, anacrónica, vetusta, muy al gusto de la vieja generación-especie echeverrista en vías de extinción, pero vivazmente estacionada en los años sesenta para dar todavía inapreciables coletazos y zarpazos fuera de su época, cuando Laura invoca a La felicidad de Agnès Varda (1964) cual paradigma de la aceptación de la infidelidad ajena como algo natural y sin remordimientos, o cuando el violento final trágico de El rito (1969) de Ingmar Bergman (¿qué no era Birdman?) comparece para afirmar que la voz represora muere en un instante o de un infarto, porque “Woody Allen también admiraba a El Rito de Bergman”, o séase que, de la armoniosa utopía idílico-amorosa con dos chavas (la Felicidad según Varda) a la inarmónica negrura zozobrante del Rito psicologista que mata (la Infiernalidad según Bergman), y de ahí a la irresistible hegemonía de un nuevo amante-Teorema pasoliniano para la gimnasia de diván (la InFielicidad según Hermosillo), sólo hay un cortísimo trecho, hecho nudo digno de Ronald Laing para paliar la falta de sabiduría en un envejecimiento que se sueña shakespeariano, al interior de una cinefilia revalidada como estética de lo prestigioso ajeno, medio megalómana (“Varda, Bergman, Pasolini, Woody Alien y yo pensamos que...; híjoles qué club tan exclusivo”) y medio chafona estancada.
Y la novedad infiel demuestra al fin que ¡por fin! Hermosillo ha tenido el septuagenario valor de filmar un abierto chiste gay, un monumental chiste homosexual, como todos los suyos (principalmente los velados recién aludidos) a la búsqueda de cómplices y aliados incondicionales, un chiste al mismo nivel que el colosal pedo-imagen de lo divino con que culminaba aquella gigantesca irrisión irónica del camionero de Ruta Camus (Homero Gibrán Bazán, 2005), un chiste que se prepara y se traiciona en cada larga escena, un chiste que verbaliza hacia la cámara el psicoanalista de apellido polaco sacarinosamente traducido al castellano “¿Y ustedes en mi lugar, qué harían?”, un chiste de cara al falo ofrecido que aparece erecto en la pantalla dividida junto al rostro titubeante del socavado psicoanalista Azúcar en montón de glucosa desplomado, para cerrar enviando un hábil deseante escopetazo / escupitajo a quien le toque, o le alcance, en esta póstuma “creación colectiva”.
La novedad intercambiadora
En Rumbos paralelos, ostentando como subtítulo Amor de mamá (Balero Films - Chacharitas Studios - Eficine 226 / 189, 100 minutos, 2016), sentimentalón largometraje ficcional número 20 del otrora exitoso excuequero capitalino de 62 años Rafael Montero (El costo de la vida, 1988; Cilantro y perejil, 1998; Corazones rotos, 2001; Fachon Models, 2014), con guion original de la videoactriz Sharon Kleinburg (quien se reserva aquí un incidental papelito de enfermera amable), la treintona madre soltera con exóticos ojos azules y acomodada dueña de un magnífico espectáculo actoral combinado con títeres Gabriela Mendoza Gaby (Ludwika Paleta enfáticamente insóplida) se apoya sobre su nuevo galán barboncillo omnicomprensivo Francesco (Arturo Barba) para celebrar en grande y por sorpresa el décimo cumpleaños de su cariñoso hijito actor por herencia Fernando Fer (Julián Fidalgo), mientras en otro rumbo de la ciudad el sufrido matrimonio clasemediero compuesto por los comedidos padres Silvia (Iliana Fox) y el asimismo barbón Armando Saucedo (Michel Brown) presencia el desmayo de su encantador niño pianista aquejado de una crónica deficiencia renal terrible Diego (Santiago Torres) durante el soplado de velas de su decenal pastel onomástico, sin sospechar siquiera, ni una ni otra microfamilias, que los dos niños han nacido el mismo 22 de septiembre de 2005 en el mismo hospital y que, tal como ahora lo admite en medio de un alud de disculpas medio sinceras medio reparadoras en lo monetario su atribulado director (Juan Ignacio Aranda), fueron intercambiados por un involuntario error pedestre, un reconocimiento que al parecer llega demasiado tarde, pues la especialista nefróloga Zúñiga (Diana Lein ciertamente doctoral) ha dictaminado que Diego requiere de un urgente trasplante de riñón y que los donadores ideales son sus genuinos progenitores biológicos de acuerdo con los exámenes de ADN, es decir (“Ninguno de ustedes está biológicamente relacionado con el niño”), una Gaby de inmediato a la defensiva, pero que al calmarse se descubre inelegible para donar el órgano porque sufrió de una hepatitis sin darse cuenta, o el célebre actor soberbio de regia hacienda Ricardo (Mauricio Valle) que hace sin proponérselo el mal tercio en ese certamen de galanes barbudos y nada quiere saber de la mujer que rompió con él sin decirle que estaba embarazada, pero que a la muy larga acabará compadeciéndose de su hijito carnal.
La novedad intercambiadora logra que todo pueda suceder luego de que los niños Fer y Diego hayan hecho buenas migas de inmediato, luego de que fracasen todos los intentos en suspenso para conseguir un riñón alternativo, luego de que los decepcionados Silvia y Armando se aceleren recurriendo a una tosca abogada (Pilar Ixquic Mata) para demandar en los tribunales la custodia de su hijo genuino, luego de que una jueza (Pilar Boliver) aplique la Ley en toda su dura inhumanidad para dictaminar que los niños deben ser recuperados por sus verdaderos progenitores (“La ley protege a los padres biológicos” hasta lo indeseable), luego de que Diego sea internado a causa de una crisis bárbara acaso terminal y que al salir de ella desconecte sus aparatos quirúrgicos para suicidarse cuanto antes, después de que Fer demuestre ser un estupendo actorcito pero aún mejor goleador en un semiprofesional campo de futbol infantil, y así, creyendo llegar de esa anecdótica manera a la punta más inervada del superficialísimo organismo fílmico.
La novedad intercambiadora plagia, deriva, se basa, rehace, glosa, se inspira, recrea, remite, reinterpreta o refríe, de manera flagrante y descarada, la situación base del inopinado intercambio de bebés que sobrevenía en la excelente cinta De tal padre tal hijo del alígero nipón Hirokazu Kore-eda (2013) y de sus imprevistas consecuencias antifolletinescas pese a sobrevenir otros intercambios y reacomodos y reajustes sobre intercambios antifamiliaristas convencionales y sugerentes rearreglos heterodoxos jamás definitivos y al infinito, aunque no para competir con esa parábola fílmica en lozana ligereza etérea, ni en desternillante ingenio entrañable, ni en suave ironía respecto a las férreas diferencias de clase en Japón (los enajenadazos, los jodidos), sino para revisar, reducir al absurdo tranquilizador y reenfilar melladamente aquellas deliciosas consecuencias hacia el más basto, inculto, ordinario, chabacano y previsible melodrama mexicanito acomplejado de situaciones extremas, reciclables y reblandecidas de antemano (“Ahora me vas a decir cómo le explicamos a Diego que no es nuestro hijo”), en torno a una amenaza física a un niño y su sensiblera inminencia de agonía ya con suero hiperchantajista y urgentes diálisis para limpiar de toxinas su sangre envenenada, pero un melodrama que se cree exacto lo contrario: un sutil, culto, pulido, excepcional y sorpresivo drama intimista y depurado en torno a las emotivas situaciones cotidianas de un pudoroso intercambio de bebés ya irremediable.