La novedad esperpéntica pronto se descubre sumida e inasumida como vil esperpento-pretexto para insertar, amontonar y percudir las pomposas e impronunciables frases seudopopulares que acostumbran ser la marca de fábrica de la casa auspiciadora y de la gongorina fiera que la habita, gracias a las cuales los repugnantes personajes existencialmente hundidos “se limitan a recitar diálogos insulsos, falsos, absurdos y pretenciosos que resultan ajenos a la manera de expresarse de los habitantes de los barrios bajos marginales de la capital mexicana”, asegura la aguda cinecrítica Julia Elena Melche (en el blog 432 Magazine, 18 de marzo de 2016) y se pregunta “¿Qué prostituta de La Merced, de Tepito o de la Candelaria de los Patos, o sus alrededores, dice: ‘Huelo el engaño, me lo huelo de lejos’, o ‘Los años pasan pero el cariño arraiga’, o ‘No es hora de andar en la comedia’, o ‘Todas las noches hay trasiego’, o bien ‘Si la cosa física no te funciona’, cuando Dora se refiere al pene de su adiposo marido?”, en suma la cinta cede a una intemperancia verborrágica, que preside y ahoga la narración, antes de “naufragar en lo meramente anecdótico”(Melche dixit) y aborrascarse en su resolución policial intuida como un simple “Ya me cayó el veinte”.
La novedad esperpéntica se solaza, entonces, en multiplicar figuras demandantes de paciencia inhumana en actitudes y situaciones de nunca acabar y peor oír, tales como la figura alevosa de la madrota Márgara (Emoé de la Parra) muy perra que regentea el puterío barrial merced a la fuerza que le da un séquito de obsequiosos maleantes homosexuales que se la pasan acariciándola y anticipándose a sus deseos atrabiliarios, la figura conmiserativa de la inerme anciana mendiga sin razón ni voz a la que debe amarrársele un trapo sobre el rostro para que no espante el contiguo sueño ajeno y sólo alcanza a canturrear cuando por equivocación se siente apapachada o agradece las gotas letales que Adela le da a beber, la figura despreciable y autocasticagada / autocagada del compulsivo travesti irónicamente autominimizado Máximo Max Max (Alejandro Suárez) cuya bisexualidad clandestina o abierta de todos modos su esposa la tolera por el poder de su falo omniamparador aunque por él mal asistida después de malagasajarse con la clientela, la figura matapasiones de la patética Adela confesionalmente tatuada en los muslos que muestra cual pordiosera de Viridiana (Luis Buñuel, 1961) al bailotear muestra calzones blancos a requerimiento de los enanos para hacerse dignos de rodearla después como a una Inmaculada Virgen María o Pietà supraevangélica dejando que sus Niños se acerquen a Ella, y rizando el rizo de ojetez vital, la figura bicéfala misma de los enanos intercambiables que nunca se quitan la máscara como si se ocultaran detrás de ellas cual si kierkegaardianamente sintieran culpa por ser como son, la figura medrosa de la recepcionista del hotelucho-boca de lobo sádica con los clientes de capacidades diferentes pero masoquistamente agachona ante los policías interrogadores chafonamente detectivescos y abusivos, la figura delatora por noble impulso visceral juvenil de la roñosa dependienta farmacéutica con bata blancuzca y espontánea servidumbre policial tras un premonitorio enrejado carcelario (“Son ésas”), la figura repelente de la ultraedipizante madre ruin de los gemelos enanos de los que explícitamente se avergüenza en todo momento de haberlos engendrado pero aun así los oprime y estafa cual estereotipada progenitora arquetípica mexicana tan sobreprotectora y chantajista cuan posesiva y castrante cuanto tu chingada madre, la figura ejemplar de la esposa escurrida tan guanga como su camisón usado a perpetuidad Zema (Arcelia Ramírez) a quien su marido enano acostumbra agarrar a merecidos putazos sin motivo en cada ocasión y encuentro cual punching bag disputado por el relato, y la figura infaltable-insigne-intachable de la hijita púber de Dora (Greta Cervantes) no erotizada sino ya erizada y efervescente en la putería al iniciarse tras los tinacos porque ése es el mejor sino de los destinos posibles para bien del trasnochado machismo prevaleciente e irrefutable para la pareja Rip, todo ello sórdidamente atendido como en caprichoso bazar hediondo por la derrumbada dirección de arte de Marisa Pecanins, el vestuario en jirones de Laura García de la Mora, los maquillajes remarcados de Carlos Sánchez y los peinados modelo sierpes de Medusa de Guadalupe Ramírez.
La novedad esperpéntica logra así, por esa vía, dar rienda suelta, desenfrenar y encabritar sin reservas ni miramientos la misoginia habitual de las ficciones de la pareja Garciadiego-Ripstein, como si quisiera demostrar con la mayor contundencia que las películas más misóginas de la Historia del cine nacional son las concebidas, escritas por mujeres y vueltas sin piedad ni tregua migraña fílmica (para redondear la tendencia habría que añadir las viejas películas de la realizadora interruptus hoy secretaria vitalicia del sindicato de trabajadores cinematográficos nacionales Marcela Fernández Violante), pero además, y esto tampoco es novedad, alcanzar paradisiacos infiernos de menosprecio y odio a la diferencia (“Dios los castigó: por eso nacieron disminuidos”) y, algo inesperado, en contraste con el clásico antihomofóbico El lugar sin límites de José Donoso filmado por Rip en 1978 (con guion sin firma de Manuel Puig): el nuevo ingrediente de una rampante homofobia como hemofílica dimensión fundamental de la trama garciadieguista-ripsteiniana, la retrogradante homofobia vehiculada por la insinuación incestuosa de la relación entre los enanos gemelos, por los sicarios efebos de la proxeneta barrial y, sobre todo, por un personaje clave cuya presencia y cuyo acercamiento lo muestran despreciable per se, el compulsivo lilo travesti vergonzante-feo-viejo Max que para fajar con un chamaquito tras una cortina mingitorial viste las mejores galas (brasieres, minifaldas) destinadas por su sexoservidora mujer para salir a talonear y que por esa razón estalla agraviada numerosas veces en obsedente y sagrada furia.
La novedad esperpéntica usurpa en beneficio casi gratuito la fotogenia en blanco / negro del viejo cine expresionista alemán de los años veinte y el cine realista callejero que lo parasitó arrinconado bajo el fatalismo tremebundo de cualquier Escalera de servicio (Leopold Jessner y Paul Leni, 1921), ya vuelto una ociosa colección de gastados recursos bastardos y decrépitos efectos visuales, sólo para un muscular lucimiento pulsional del formidable camarógrafo excuequero Alejandro Cantú, mucho más inspirado en las cintas realmente avanzadas del triunvirato milnuboso conformado por Julián Hernández-Roberto Fiesco-Giovanna Zacarías, e incluso en las cintas estilísticamente muy diversificadas (en la comedia musical rural-juangabrielesca ¿Qué le dijiste a Dios? de Teresa Suárez, 2013; en la sátira rucorroquera Eddie Reynolds y Los Ángeles de Acero de Gustavo Moheno, 2014; en la antidiscriminadora fantasía melódico-feminista El Alien y yo de Jesús Magaña Vázquez, 2016), pero de cualquier manera ahí están para llenar el ojito compensatorio, y crear el embozado esbozo de la perfección plástica a base de efectos de claroscuro y steadicam desalmados, el ritual del caos de un verdadero laberinto-ejercicio pesadillesco, los interiores cochambrosos, las escaleras precipitadas, los atrapantes pasillos, la red de sombras amenazadoras, los muros corroídos, las famélicas esquinas punzocortantes, las ventanas chuecas, los duplicadores