Para Reyes, y como fue común para el movimiento ensayista a que hago referencia, el papel del intelectual en la construcción de esa inteligencia americana fue de “síntesis”.108 Hablar de autoctonía es, entonces, para los modernistas, historizar la particularidad latinoamericana y asumirla en su contradicción inherente, sin negarla, sin reducirla según el principio de identidad del pensamiento occidental que es su base. Esta no evasión de lo irreconciliado de la realidad, característica del ensayismo americano, es su valor objetivo y su acceso o potencial crítico para formular un devenir social más justo y racional; precisamente lo pregonado por el humanismo de la Ilustración social europea, ahora apropiado a sus implicaciones en un contexto de colonialidad estructural (económica y también intelectual). Partir de lo dado, de lo concreto, parece ser la única forma posible. De ahí que plantee Lukács109 que el ensayo tenga su símil artístico en el retrato, ya que, al igual que aquel, este debe corresponderse con aquello que trabaja, que da forma, de ahí la “verdad” del ensayo. En términos generales, esto es así porque, como lo plantea el filósofo húngaro,
el ensayo habla siempre de algo que tiene ya forma, o a lo sumo de algo ya sido; le es, pues, esencial el no sacar cosas nuevas de una nada vacía, sino sólo ordenar de modo nuevo cosas que ya en algún momento han sido vivas. Y como sólo las ordena de nuevo, como no forma nada nuevo de lo informe, está vinculado a esas cosas, ha de enunciar siempre “la verdad” sobre ellas, hallar expresión para su esencia. La diferencia se puede acaso formular con la mayor brevedad del modo siguiente: la poesía toma sus motivos de la vida (y del arte); para el ensayo, el arte (y la vida) sirve como modelo.110
Partir de lo concreto es una máxima que la inteligencia americana asume desde lo fragmentario del ensayo, desde la conciencia de la imposibilidad de identidad entre concepto y cosa: “la inteligencia americana va operando sobre una serie de disyuntivas”,111 dice Reyes, es decir, se hace imposible una aprehensión de la experiencia de la región desde un esquema de continuidad histórica armónico, desde la fijeza conceptual y el determinismo de las categorías llegadas a puerto desde Europa. En América Latina reaparece, así, la “modestia irónica”112 que señalara Lukács en la necesidad de una expresividad ensayística que se sabe incompleta y que no ansía el cierre, la conclusión, que debe parodiar su propia identidad para hacerse una idea de ella. Es José Martí quien, en su ensayo programático Nuestra América, de 1891, determina de manera lograda esta máxima materialista, a tal punto que será seminal a todo el proyecto ensayístico que el cubano ayudó a estimular. El texto, cenital en la obra de Martí, apareció por vez primera en La Revista Ilustrada de Nueva York el 1º de enero, y el 30 de enero en El Partido Liberal de México. Como “sintética culminación”113 de la obra martiana, en ella están formulados los principios éticos y políticos de la futura república que Martí avizoraba para Cuba, por un lado, y para América Latina como unidad, por otro, en un estilo característico que advierte así Cintio Vitier: “fusión típicamente martiana del análisis político y la expresión poética”.114
A lo que invita el cubano es a preguntarse qué significa pensar desde la experiencia regional. Evitando cualquier matiz chovinista o desligado del proceso histórico latinoamericano, Martí señala la importancia de comprender el pasado y la relación con la filosofía europea que constituyó el concepto de modernidad, pero ataca cualquier yuxtaposición de los ideales humanistas europeos en América sin una necesaria adecuación e interlocución con sus condiciones concretas: “injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”.115 Nótese, además, que el contexto de la cita se refiere explícita y enfáticamente al papel de los gobernantes y de cómo debe ser la política pensada para el contexto local. La disyuntiva de la inteligencia americana es acá, en el poeta y ensayista cubano, la del desafío de realizar “a la americana” la modernidad europea, partiendo de ella, pero creando algo distinto: “La universidad europea ha de ceder a la universidad americana”, en el sentido radical que imprime el cubano de asumir lo propio, de asumir nuestra experiencia del mundo: “Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra”. La modestia irónica es así apropiada en el ensayo martiano en el vaivén dialéctico de insistir en la particularidad americana, pero realizarla en la universalidad del proyecto moderno que detona Europa: “El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!”,116 sentencia Martí con alacridad.
El eje que atraviesa esta reflexión es la imperiosa necesidad por la toma de conciencia de lo propio y el conocimiento sobre la propia historia: reconocernos como latinoamericanos pasa por dar cuenta del proceso histórico común que nos vincula tan íntimamente. Llevar a buen puerto las naciones latinoamericanas pasa por dirigentes que se reconocen en su experiencia y se han formado en su historia y características particulares. Los “hombres naturales”,117 expresa Martí, triunfan sobre los “letrados artificiales”, el “mestizo autóctono” sobre el “criollo exótico”, y el gobierno adecuado para nuestras naciones debe partir de los “elementos naturales” de cada país. La intelectualidad americana ya no puede ser reconocida y juzgada a partir de su fogueo en Europa y sobre el conocimiento de lo europeo: “A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yankees o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera política habría de negarle la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive”.118
El programa martiano es uno muy consciente de su época y del particular desarrollo del capitalismo, que auguraba ya tiempos conflictivos para América Latina. Grínor Rojo119 resalta la experiencia del mundo histórico que ya para los años ochenta del siglo xix tiene Martí, lograda con su amplio andar y el reconocimiento de la envergadura de los Estados Unidos, al norte del subcontinente. Esta experiencia es lo que lleva al cubano a una postura frente a los desarrollos del mercado y las dinámicas globales cuando menos de sospecha y prevención; “Martí sabe del colonialismo y prevé ya el neocolonialismo”,120 advierte Zea del padre del proyecto asuntivo. El mundo en gestación es para Martí tan problemático como potencialmente esperanzador, por lo que debe ser enfrentado por la región como un bloque sólido, unido en la amistad y la confianza que les confiere su experiencia histórica común. “La única forma será el educar a los americanos en el conocimiento de su propia realidad, para que por ignorancia no se lancen ya a la búsqueda de modelos extraños a ella, para fracasar una y otra vez”.121 La unidad latinoamericana es una urgencia para el cubano, se trata del mutuo reconocimiento para la fortaleza frente al difícil presente y el oscuro futuro cercano: “Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes”.122 La derrota española de 1898 augura ya el neocolonialismo norteamericano, ese “vecino formidable”123 al que admira y critica al tiempo −“Amamos a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting”,124 dirá en otro lugar−. Esto es algo que Martí “vio mucho antes que otros, antes que casi todos”,125 y determinaría los motivos de su obra y de su figura pública. Martí, advierte Zea, “mártir de una independencia, será, también, profeta de la otra”126 al sospechar la continuidad de la situación colonial, la muda de piel del “tigre”: “La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros −de la soberbia de las ciudades capitales,