En América Latina, la práctica ensayística propició una cierta madurez intelectual, en términos de apropiación de un discurso político de identidad tanto nacional como regional. El ensayo como medio implicó que la región pasara de depender de un esquema externo para la comprensión de su propia realidad, a comenzar a pensar su propia modernidad y a ser capaz de expresarla. Como señalan, entre otros, los colombianos Germán Arciniegas23 y Rafael Gutiérrez Girardot,24 el ensayo es el recurso que los intelectuales de la región privilegiaron para problematizar su propia existencia, señalando lo deficitario y limitado de las propuestas de definición de “lo americano” que proponían hispanistas e indigenistas, y sugiriendo sin timidez asociaciones y aleaciones antes no consideradas. Sus resultados no llevarán a una “nueva” definición de la expresión regional, como el encuentro de su esencia y la reivindicación de su pureza tras “limpiar” la identidad regional de sus falsos registros, sino a una concepción dialéctica e historizada de la región, que hace suyo el pensamiento moderno y lo imbrica a la particularidad de dicho proceso en el contexto. El movimiento fue denominado, por estudiosos como Weinberg25 y Efrén Giraldo, ensayismo. Giraldo entendió el término como la “práctica o programa estético y político”26 que hace del ensayo el medio de reflexión crítica en América Latina. Se trata de una decisión aparentemente estilística, pero que propició la constitución de la autonomía intelectual de la región y fue la base de un pensamiento crítico latinoamericano.
No desconozco, como ya bien han referenciado diversos autores, desde Arciniegas27 hasta la también ya mencionada Liliana Weinberg,28 que el ensayo como aproximación a la complejidad social regional comienza a gestarse desde el mismo proceso de encuentro y Conquista del Nuevo Mundo, con las crónicas y los debates morales y teológicos de Las Casas y Motolinía, entre otros. Sin embargo, me interesa situar la discusión sobre el ensayo desde la segunda mitad del siglo xix, considerando el contexto de posindependencias y la emergencia del republicanismo, así como de los movimientos intelectuales por la autonomía regional que apenas acá adquieren fuerza considerable. Se trata de un momento especialmente importante en el desarrollo del pensamiento latinoamericano porque, en el marco de la ciudad burguesa −que José Luis Romero29 ubica entre 1880 y 1930−, y en el contexto de la guerra y definitiva derrota española de 1898, se consolida toda una red de pensadores cuyas ideas y propuestas estéticas y políticas superan el proselitismo que hasta entonces definió a los letrados latinoamericanos. Se trata, como observa el uruguayo Ángel Rama,30 de la modernización de la ciudad letrada y su politización, de todo el proceso de escisión dentro del grupo social intelectual latinoamericano, con el que algunos de ellos adquirieron autonomía respecto a la labor burocrática que hasta entonces los definió como portadores de “la letra”. La modernización que se inaugura en 1870, observa Rama,31 tuvo como característica para el circuito social letrado su ampliación, lo que implicó un enriquecimiento del trabajo intelectual. Ya desde finales del siglo xix, a partir de esta ampliación, se manifiesta una disidencia interna que no haría más que aumentar, configurando como una de sus ramificaciones un pensamiento crítico que, alimentado por los procesos literarios, ensayísticos y poéticos, haría posible un entramado de motivos, organizaciones y procesos de distinta índole, donde primó el cuestionamiento a la dinámica social republicana, sus promesas y conservadurismos; es aquí donde ubico el ensayismo, cuyo impulso se sostiene con fuerza en la primera mitad del siglo xx. Weinberg32 resaltará, por ejemplo, su importancia todavía en la década de 1940 por aportar al desarrollo de disciplinas científicas y al establecimiento de todo un circuito educativo y cultural, con figuras como Leopoldo Zea, para la relación entre ensayo y filosofía, y Alfonso Reyes, para la propia entre ensayo y literatura, en el caso de México. Este pensamiento crítico emergente desde el xix, señala el uruguayo, tuvo entre sus causas “un sentimiento de frustración e impotencia (que remedó el de los criollos respecto al poder español en la Colonia) y una alta producción de intelectuales que no se compadecía con las expectativas reales de sociedades que parecían más dinámicas de lo que eran, las que serían incapaces de absorber esas capacidades, forzándolas al traslado a países desarrollados”.33
El contexto intelectual de fines del xix no se resolvió de manera unánime hacia la potenciación del malestar ilustrado para la problematización de la modernidad latinoamericana. Fue tanto un proceso de politización crítica de la ciudad letrada como uno de autoconservación y mantenimiento de unos privilegios como élite, lo que tuvo implicaciones para la concepción general de la región desde su imaginario literario e ideológico-nacionalista. Rama advierte sobre la manera en que los ilustrados conservaron el orden social, reimaginándolo en los proyectos nacionalistas en que participaron. Así, por ejemplo, en la constitución de las literaturas nacionales en América Latina fue una ganancia del progresismo regional la inclusión de nuevos elementos y apreciaciones mucho más logradas de la complejidad cultural de las zonas rurales, pero fue un ejercicio retrógrado al implicar, a su vez, “una previa homogeneización e higienización del campo”,34 como una apropiación de la tradición oral rural al servicio del proyecto letrado que “concluye en una exaltación del poder”.35 Este mismo procedimiento de integración empobrecedora de la diversidad se dio en la pugna entre la ciudad letrada y la ciudad real,36 ya para el contexto urbano, como el sometimiento de las manifestaciones populares a la modernización positivista y jerárquica en que se hacían viables para los letrados. Se trata de un momento intelectual contradictorio y confuso. Es clara la tendencia eurocéntrica que guía la interpretación de la realidad incluso en los ensayistas más progresistas, en aquellos antipositivistas cuyos trabajos son un gran avance hacia el pensamiento crítico en la región. Piénsese en la mirada fundada en el modelo griego y su modelación católica, en el Ariel de José Enrique Rodó,37 o la helenista y celebratoria de las “pruebas de civilización” prehispana, en Alfonso Reyes −sus escritos sobre Grecia (2013) y su famoso ensayo Visión de Anáhuac (2004), respectivamente−. Se trata de una condición de la élite intelectual que marca la época, un sesgo eurocéntrico solo superado en la transfiguración del ensayismo modernista en filosofía materialista, que tendrá como su mejor representante la figura de José Carlos Mariátegui. Sucede, a su vez, que el internacionalismo inherente al movimiento ensayista no se aparta, en su ejercicio de concreción para la comprensión del contexto local, del modelo europeo como imagen ideal a que se aspira.38 Esta inclinación conservadora hacia el ensayismo se debe, según Rama y Weinberg, a la preocupación generalizada de la élite por el cambio de época, de una sociedad y ciudad burguesas a una sociedad y ciudad masificadas, donde lo tradicional –y con ello el círculo intelectual de la ciudad letrada y su legitimidad− quedan en entredicho.
Lo anterior no puede restar importancia a la valoración de la politización del pensamiento latinoamericano que se fraguó con el ensayismo, o, como designa Rama a estos intelectuales con que comienza un pensamiento crítico regional, “la falange de los ensayistas”,39 liderada sin duda alguna por el trabajo temprano y avizor de José Martí. En la producción intelectual de estos escritores la “función ideologizante”40 es fundamental, más aún si se tiene en cuenta la “tendencia juvenilista” que la acompaña. Ensayos tan importantes como el Ariel de Rodó o La utopía de América de Henríquez Ureña están dirigidos a la juventud de América, y son muestra de una preocupación formativa y de tener la vista puesta en el futuro. En los ensayistas del cambio de siglo hay una marcada tendencia hacia la conducción espiritual de la sociedad, que Rama41 explica en el sentido de un reemplazo del sacerdocio católico, como una conducción laica cuya doctrina se esforzaba por adaptarse a las circunstancias epocales de secularización del mundo. Lo paradójico fue que, si bien hubo y sigue habiendo un efecto importante a partir de la labor intelectual mencionada, sus receptores inmediatos siguieron haciendo parte de una élite formada, mientras que