El ensayo obedece a la necesidad de un uso de la imaginación, en este caso del pensamiento crítico, dialéctico, que no agote su comprensión del contexto en los esquemas ya consagrados. Como decisión epistemológica, se rige por un interés en la “estimación”, y no en la “verificación”,1 sin por eso caer en la estaticidad o en el relativismo. No es fortuito, en este sentido, que sean algunos hombres muy relacionados con la poesía los primeros en considerar el ensayo. Poesía y ensayo están íntimamente relacionados, como bien señala Georg Lukács,2 llegando el filósofo húngaro incluso a aseverar que el ensayo es, efectivamente, una obra de arte. A medio camino entre ser imagen (poesía), donde cada cosa es seria, única e incomparable, o ser significación (ciencia), conexión entre cosas, búsqueda de transparencia, el ensayo aporta un equilibrio epistemológico bastante transgresor de esas fronteras arte-ciencia. Theodor Adorno3 señalará, sin embargo, que la lectura de Lukács parte de una incomprensión, si bien se acerca a la condición verdadera del ensayo. Él le replicará que el ensayo no es una obra de arte, sino que su particularidad y comprensión de la realidad harán a este asemejarse a una autonomía estética. A diferencia de la poesía, el ensayo trabaja con conceptos y su aspiración a la verdad está “despojada de apariencia estética”. La crítica de Adorno no deja de ser sutilmente injusta con el logro teórico de Lukács respecto a la dilucidación de la naturaleza del ensayo. Si bien la afirmación de que el ensayo es una obra de arte es bastante discutible, Lukács también encuentra una distancia que sugiere en diversos momentos de su estudio. Así, por ejemplo, dirá: “el ensayo se enfrenta a la vida con el mismo gesto que la obra de arte, pero sólo con el gesto; lo soberano de esa actitud puede ser lo mismo, pero aparte de eso no hay ningún contacto entre ellos”.4 Si el arte está a medio camino entre el lenguaje y el objeto, como sostiene Claude Lévi-Strauss,5 el ensayo se ubica en el lenguaje, pero reconociendo en la forma del arte un aferrarse a las cosas mismas que será su referente a la hora de operar con conceptos.
El tono vitalista de Lukács en sus reflexiones sobre el ensayo obliga a una reinterpretación, no solo para aplicar de manera relacional al contexto latinoamericano, sino para dar cuenta de su valor inherentemente crítico. La relación que establece el filósofo húngaro entre forma y destino, entre forma y alma, sugiere el desafío epistemológico que en “El ensayo como forma”, de Adorno,6 ya es el centro de interés. Lo relevante es que ya en Lukács la reflexión sobre el ensayo tiene implicaciones dirigidas a la posibilidad de pensar de otra manera: “El momento crucial del crítico, el momento de su destino, es, pues, aquel en el cual las cosas devienen formas; el momento en que todos los sentimientos y todas las vivencias que estaban más acá y más allá de la forma reciben una forma, se funden y adensan en forma. Es el instante místico de la unificación de lo externo y de lo interno, del alma y de la forma”.7
Con Adorno ya se pueden establecer características específicamente críticas del ensayo, comenzando por su carácter fragmentario. El ensayo practica radicalmente la abstención de toda reducción a un principio,8 hace hincapié en lo parcial. Esto es así porque no opone de manera maniquea verdad e historia, sino que, como es propio de una teoría crítica, entiende que la verdad tiene un núcleo temporal. Es en este sentido que adquiere un valor epistemológico impensado y subvalorado,9 donde se sugiere lo no-idéntico, se deslimita el pensamiento del principio de identidad a partir del cual ordena y reduce la diversidad cualitativa de la experiencia a lo ya conocido. Adorno lo presenta de manera muy adecuada:
El ensayo no obedece la regla de juego de la ciencia y la teoría organizadas, según la cual, como dice la proposición de Spinoza, el orden de las cosas es el mismo que el de las ideas. Puesto que el orden sin fisuras de los conceptos no coincide con el de lo que es, no apunta a una estructura cerrada, deductiva o inductiva. Se revuelve sobre todo contra la doctrina, arraigada desde Platón, de que lo cambiante, lo efímero, es indigno de la filosofía; contra esa vieja injusticia hecha a lo pasajero por la cual se lo vuelve a condenar en el concepto.10
Ese equilibrio del ensayo, nunca totalmente logrado, siempre asido a lo pasajero, da cuenta, desde el gesto irónico, de su desbalance y de su anhelo de orden. El ensayo subraya irónicamente su propia insuficiencia y por eso mismo logra un valor de verdad;11 de ahí la afirmación de la ensayista y crítica literaria argentina Liliana Weinberg, de que el ensayo es “un contrato de sinceridad y honradez en el decir”.12 El ensayo es conceptualidad rodeada de ironía. Lukács lo señala de esta manera, y más adelante mostraré cómo esa propiedad irónica, imperiosamente crítica, reaparece para América Latina bajo la forma de la improvisación, entre otros gestos y motivos. El filósofo húngaro lo explica como sigue: “El ensayista rechaza sus propias orgullosas esperanzas que sospechan de haber llegado alguna vez cerca de lo último; se trata sólo de explicaciones de las poesías de otros, y en el mejor de los casos de explicaciones de sus propios conceptos; eso es todo lo que él puede ofrecer. Pero se sume en esa pequeñez irónicamente, en la eterna pequeñez del más profundo trabajo mental respecto de la vida, y la subraya con modestia irónica”.13
Esta parcialidad mediada por el gesto irónico posibilita la sugerencia de una nueva reorganización conceptual de la vida;14 esa es la capacidad epistemológica del ensayo, su valor de ruptura. Y así como ya Montaigne, desde el siglo xvi, desnaturaliza el concepto de caníbal de su sesgo colonial y lo somete a una problematización insalvable para su contexto,15 todo ensayo tiene un potencial violentador del orden conceptual dado a partir de la historización de la verdad. Así como el francés concluye, para confusión de su época, que aquellos a quienes los europeos llaman caníbales no se asemejaban de ninguna manera ni a la insensatez, ni a la barbarie,16 su medio, el ensayo, propiciará un eventual desarrollo del pensamiento crítico y del vigor de este en el señalamiento de lo contradictorio de todo lo aparentemente reconciliado. El “impulso antisistemático”17 del ensayo hace posible el cuestionamiento a la independencia del concepto respecto a la realidad que este determina. Apela a la negación del concepto como “totalidad autosuficiente”,18 así como a la del cierre o agotamiento de un tema en una conclusión específica y supuestamente imparcial o totalmente lograda. Obliga, en cada caso, a que sea “entrecomillado”,19 sacado de su enfriamiento para el pensar.
Este papel que, con los filósofos críticos, adjudico al ensayo como forma del pensamiento conceptual, tiene entonces un valor de correctivo. Frente al problema del encantamiento del concepto bajo un principio organizador moderno-capitalista de la realidad social,20 el ensayo obliga a repensar los conceptos a partir de esos objetos o fenómenos de que deben dar cuenta. Contraponiéndose al principio de identidad que aspira a totalizar la realidad como lo homogéneo e intercambiable −que todo esté bajo control y pueda ser asimilado como totalidad autocontenida−, la práctica ensayística se propone más bien una comprensión de la realidad como cualitativamente diversa −la multiplicidad en vez de la unidad, la constelación en vez de la fórmula eficaz−. De ahí que sea característico del ensayo que trate temas concretos y comience por donde le interesa, desde la claridad de que ni su inicio ni el canonizado agotarán el objeto: el ensayo, puntualiza Adorno, “no empieza por Adán y Eva, sino con aquello de lo que quiere hablar; dice lo que a propósito de esto se le ocurre, se interrumpe allí donde él mismo se siente al final y no donde ya no queda nada que decir”.21 El ensayo hace un uso y tiene una noción distinta de los conceptos que el positivismo de corte comtista o la ciencia tradicional. Como pretendo dejar claro en el caso que considero más