Pero al mismo tiempo, esta dualidad crea una tensión en el semidios que lleva una máscara de burgués, pues lo que no puede expresar en el mundo burgués, sus deseos, sus pasiones, sus afectos, sus esperanzas, sus ilusiones, lo expresa libremente en la obra literaria. Y allí crea su otra existencia antiburguesa, aunque los elementos con que lo hace, lo lejano y lo pasado, sean los mismos con los que el burgués ha amueblado su intérieur. La dualidad se convierte en ambigüedad cuando el elemento que Baudelaire llama “una envoltura divertida”, lo circunstancial, la moda, adquiere una función concreta, esto es, la de llegar a un público que el artista desprecia. La envoltura divertida, aperitiva, titilante, no es una concesión al público, sino una provocación: es el épater le bourgeois. Pero esta provocación evidencia precisamente el deseo íntimo del artista de ser tenido en cuenta en la sociedad burguesa y la desilusión de ese deseo. Es una forma artística de un despecho social.62
La ruta poética del modernismo es amplia y muy importante, e ilustra sobre la particular tendencia antiburguesa de la intelectualidad que lo compuso, pero me interesa enfocarme en el género del ensayo por su íntima relación con el trabajo conceptual y su estratégica forma de proceder para la asimilación del carácter diverso de la cultura latinoamericana. Junto con la poesía, el ensayo se estableció como género primario para la expresión literaria modernista. La consolidación del ensayo −la “prosa crítica”,63 enfatiza Weinberg− en el campo literario latinoamericano es fundamental para la emergencia de un trabajo intelectual marcado por la tensión inherente a su objeto, y en el modernismo converge este logro como red intelectual e inquietud múltiple. Se trata del género a partir del cual, observa Weinberg,64 se da el importante desplazamiento de la preocupación por lo latinoamericano del campo de la literatura al campo de la filosofía. El ensayo fue el medio crítico por excelencia para pensar la particularidad americana de una sociedad poscolonial65 y para problematizar el “subdesarrollo mental”66 que la mantenía en un estado pasivo de obnubilación. Los ensayos se vislumbran como exploraciones auténticas que, dice Gutiérrez Girardot para el caso de Manuel de la Cruz, “señalan e inician un camino de profundización que conduce a seguro conocimiento y con ello al fortalecimiento y a la vez homenaje a la conciencia de sí de Cuba e Hispanoamérica”.67 El ensayo tuvo un papel de “guía y descubridor de ámbitos hasta entonces inexplorados”68 y, más que una elección fortuita, fue una reflexión obligada por la especificidad histórica, por la realidad misma del contexto. La elección del género tuvo que ver con el potencial crítico del ensayo de desafiar “la certeza libre de dudas”.69 Para sus intelectuales críticos, América Latina no era, de ningún modo, algo acabado, sino algo a realizar. No redujeron el proyecto americano a una proyección de Europa, a un contexto tendiente a identificarse con su ethos histórico y su dinámica social. La modernidad es acá absorbida y reinterpretada –“asimilada”,70 puntualizará Zea−, pero sin olvidar su base fundamental, concebida sobre todo desde la experiencia europea del mundo: la modernidad como “tendencia civilizatoria”, según señala Bolívar Echeverría,71 que es incompatible con la configuración establecida del mundo en que surge. La modernidad como respuesta a la necesidad de transformación. Es en este sentido que, en América Latina, para la inteligencia americana, para sus pensadores críticos, la modernidad solo cobra sentido propio, ya no externa, ya no impuesta, cuando, en vez de reducir lo americano a lo europeo, lo emancipa de este, trascendiendo su concepto, siendo punto de partida para la condición nueva: nueva percepción social del mundo y nuevo hombre, los dos motivos centrales, precisamente, del ensayo del modernismo hispanoamericano.
El filósofo chileno Grínor Rojo72 también identifica en los modernistas hispanoamericanos los primeros representantes de una teoría crítica latinoamericana moderna. Un afianzamiento y pensar modernos sobre la literatura, así como sobre el reconocimiento y búsqueda de sistematización de su producción regional en América Latina, solo comienzan a ser practicados en las últimas tres décadas del siglo xix.73 Esto significa, según expone Rojo, que es con los modernistas que la intelectualidad regional adquiere “el deseo de producir teoría desde un contexto de enunciación que, aun manteniendo conexiones con la tradición metropolitana en el mismo sentido, difiere de ella”.74 Los primeros indicios de este impulso los sitúa el chileno en el mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, el cubano José Martí, el nicaragüense Rubén Darío y el uruguayo José Enrique Rodó. En todos ellos de lo que se trató fue de establecer una ruptura con las formas naturalizadas de expresión intelectual, en disputas que cada uno tendría según sus intereses y campos de acción. Lo común, como plantea en todo momento Rojo75 en sintonía con Gutiérrez Girardot,76 será la inconformidad respecto a la subsunción y pasividad con que se percibían el pensamiento y las artes regionales, que se manifestará en la disposición antiburguesa y el trabajo desde la ironía desarrollados en sus obras. En la caracterización que propone el filósofo chileno, Gutiérrez Nájera resaltará por su idealismo antipositivista y su defensa de un “contraestilo de vida”77 que procura oponerse al aburguesamiento creciente de la intelectualidad en las urbes de la época, mientras que en Martí se trató de un programa americanista claramente crítico de la modernidad capitalista que debía ser expresado dándole prioridad a la forma. Rojo lo resalta al estudiar su producción literaria durante 1881 en la Revista Venezolana, al señalar que “importa lo que Martí dice, por cierto, pero también importa (y a ratos aún más) el cómo lo dice”.78 Darío, por su parte, elaborará una autoimagen de intelectual autónomo que será paradigmática, al tiempo que se sabrá receptor de un poetizar profesional y gremial en todo sentido cosmopolita, ajeno a todo arcatismo −“si es que por arcatismo vamos a entender ahora individualismo y el espontaneísmo del estereotipo”−,79 y cargado de una responsabilidad que asumió con religiosidad: “Darío les enrostra a los jóvenes poetas de América no solo su ignorancia sino también su indolencia”.80 Rodó, último de la lista de Rojo, resalta por su figura ejemplar como maestro paradigmático en el proceso de la formación intelectual latinoamericana y su autoconciencia.
Más allá de sus personalidades y las decisiones que cada uno tomó, el modernismo tendió a una marcada unidad estilística en constante contrapunteo con las letras europeas. Rafael Gutiérrez Girardot81 caracterizará el movimiento como de toma de conciencia histórica, como movimiento de vanguardia para América Latina, que no fue ajena a la tradición occidental. Hubo, de hecho, una influencia francesa que fue definitoria de sus rasgos estilísticos, muy notoria particularmente en Darío, y que hizo posible el protagonismo del movimiento como “conciencia y expresión de la época de fin de siglo”,82 y también “captación” de dicha época en sus apropiaciones; “rasgos marcadamente antihispánicos y protofranceses”,83 enfatizará Gutiérrez Girardot. Se trata de la apropiación hispanoamericana de la tendencia occidental, para mediados del siglo xix, de un rechazo artístico a la racionalización burguesa de la vida social, que conllevará, entre otras cosas, al nacimiento de una literatura autónoma en Latinoamérica.84
Por otro lado, la oratoria y el periodismo, anota Gutiérrez Girardot, “confirieron al ensayo hispanoamericano la peculiaridad que lo diferencia del ensayo europeo”.85 De ahí la tendencia a una politización de los temas que se trabajan, muchas veces como ejercicios para polemizar y muchas otras como exigencias y establecimiento de rivalidades ideológicas en los países de residencia o a nivel regional: “A la crítica a la perversión de los tiranuelos”, observa Gutiérrez Girardot, “ensayistas como Martí y González Prada agregaron la creación poética y el ensayo literario. Esta duplicidad de sociopolítica y literatura complementa la nota que distingue el ensayo hispanoamericano del ensayo europeo”.86