Franco, su secretario, le entregó un montón de papeles.
–Sus mensajes, señorita Presley.
–Gracias, Franco –respondió ella con una sonrisa forzada mientras hojeaba los mensajes. Las llamadas de clientes potenciales se mezclaban con los números de teléfono de los acreedores.
Franco se levantó y se alisó la corbata de los New York Giants.
–Antes de que entre en su despacho…
–¿Sí? –preguntó ella al tiempo que abría la puerta. Un olor a flores salió del despacho.
Franco se encogió de hombros y se echó hacia atrás.
–Las han traído antes de que usted llegara. Y…
Lauren no oyó el resto, porque al girarse de nuevo hacia el despacho se encontró con cinco jarrones de flores blancas con cintas rosas y azules. Y en la esquina de su mesa había una garrafa de zumo y una cesta con magdalenas.
Se volvió hacia Franco para escuchar lo que le estaba diciendo, y entonces vio a Jason junto al mostrador, observándola con sus sensuales ojos oscuros. ¿Cómo no se había percatado de su presencia al entrar? ¿Y por qué Franco no la había avisado de…? Bueno, en realidad sí había intentado avisarla, pero ella no había prestado atención.
Le hizo un gesto con la cabeza a Jason para que entrara en su despacho.
–Pasa. A lo mejor te apetece comer conmigo.
Él se apartó de la pared, muy despacio, como un depredador avanzando hacia su presa. Franco, el nuevo contable y las dos becarias de la Universidad de Nueva York observaban la escena sin disimular la curiosidad.
Jason le rodeó la cintura con un brazo.
–Quería asegurarme de que la madre de mi hijo estuviera contenta y bien alimentada.
Ella se puso rígida al recibir su tacto. ¿Cómo se podía ser tan pretencioso para anunciar su relación al mundo? Bueno, tal vez al mundo no, pero sí a sus empleados y a tres clientes que esperaban a ser atendidos.
–Tanto el bebé como yo estamos bien, gracias –le puso una mano en la espalda y lo empujó con fuerza–. ¿Podemos hablar en mi despacho, por favor?
–Por supuesto, cariño –respondió él con una sonrisa tan encantadora que a las dos becarias se les escapó una risita.
Lauren cerró la puerta para encerrarse con Jason en el despacho, a solas con el sofá turquesa y los recuerdos.
Rápidamente subió las persianas metálicas, pero ni siquiera la luz del sol consiguió calmarla.
–¿Te importaría decirme a qué demonios viene todo esto?
–Sólo quiero que la gente sepa que me preocupo por ti y por nuestro hijo –agarró una gran magdalena de arándanos–. ¿No tienes hambre?
–Ya he desayunado. ¿No crees que deberías haberte molestado en comprobar si mis trabajadores sabían lo del bebé?
–Claro que lo saben. Has estado de baja…
–Cierto, pero los clientes que esperan ahí fuera no tenían ni idea, y ahora se enterará todo el mundo.
–Tienes razón, y lo siento –le acercó la suculenta magdalena, tentándola con su aroma–. Están recién hechas… He visto como las sacaban del horno.
Con gusto Lauren le habría dicho dónde podía meterse las magdalenas, pero la apetitosa imagen de los arándanos y de la capa crujiente de azúcar le estaba haciendo la boca agua. Por mucho que quisiera a su bebé, a veces lamentaba el control que ejercían las hormonas sobre su cuerpo. No sólo le abrían el apetito, sino que también le llenaban los ojos de lágrimas por el bonito detalle que había tenido Jason con la comida y las flores. Era la clase de atenciones que unos padres primerizos tenían entre ellos, algo de lo que ella había carecido en los primeros meses de su embarazado. Y de lo que seguramente carecería en los meses, y años, siguientes.
Pero por ahora, sólo quería comerse una magdalena.
Se acercó a Jason hasta que sus pies se rozaron. Se sorbió las lágrimas y se deleitó con el olor de la magdalena, de las flores y de Jason. Él desgajó un trozo y se lo puso en los labios, y ella abrió la boca antes de pensar en lo que estaba haciendo, igual que había hecho en el sofá cuatro meses atrás.
¿Qué tenía aquel hombre que la hacía actuar sin pensar? Ella no era una mujer alocada e impulsiva como su madre. Todo lo contrario. Siempre ejercía un férreo control sobre sus emociones… salvo el lapsus que había tenido con Jason.
Aceptó el bocado y todos sus sentidos explotaron de placer cuando el bizcocho se derritió en su lengua. Jason le acarició el labio inferior con el pulgar, liberando una oleada de deseo que le endureció los pezones bajo el vestido marrón. Lauren se puso de puntillas sobre sus zapatos naranjas hasta quedar a un suspiro de la boca de Jason…
Y entonces alguien llamó a la puerta del despacho.
–¿Qué pasa? –preguntó ella con voz jadeante e impaciente. Ninguno de los dos se movió. Los ojos marrones de Jason despedían llamas abrasadoras.
Los golpes continuaron, más insistentes. Lauren carraspeó y volvió a hablar.
–¿Sí? –preguntó al tiempo que daba un paso hacia atrás, no del todo segura de a quién se estaba dirigiendo–. ¿Qué ocurre?
Jason sonrió maliciosamente mientras Lauren le abría la puerta a la contable que había contratado para intentar resolver la caótica situación financiera de la empresa. Tenía que hablar urgentemente con ella, pero no quería que Jason se enterara.
–Enseguida estoy contigo –le dijo en voz baja.
La contable, una mujer de avanzada edad pero muy despierta y dinámica, apretaba los informes contra el pecho, y su mirada sagaz dejaba muy claro que advertía todo cuanto sucediera a su alrededor.
–Claro, claro… Quería repasar contigo las cuentas y la lista de los acreedores más apremiantes.
–Sí, por supuesto –miró a Jason, hecha un manojo de nervios. Necesitaba que se largara de allí cuanto antes–. Jason, hablaremos esta noche, después del trabajo.
–¿Acreedores? –preguntó él con el ceño fruncido.
–No es asunto tuyo –declaró ella, evitando la pregunta.
El pecho de Jason se infló en un gesto posesivo.
–Eres la madre de mi hijo. Eso significa que tus problemas son también los míos.
Lauren se volvió hacia la contable.
–Estaré contigo en cinco minutos –le dijo, antes de cerrar y apoyarse de espaldas contra la puerta.
La preocupación que reflejaban los ojos de Jason parecía tan sincera que la pilló desprevenida.
Llevaba tanto tiempo a la defensiva que había olvidado lo atento que podía ser. En los años que habían sido amigos lo había visto prestar su apoyo a hombres despedidos injustificadamente, a mujeres acosadas por ex novios celosos, incluso al dueño de una empresa que tenía que hacer frente a unas facturas exorbitantes para que su hijo recibiera atención médica.
Jason Reagert podía ser arrogante y autoritario, pero tenía buen corazón.
–Pronto será de dominio público, así que más te vale saberlo ahora. Mi anterior contable malversó medio millón de dólares a la empresa.
Jason arqueó las cejas.
–¿Cuándo?