–Lauren, cariño, te he estado llamando al trabajo, a tu casa y a tu móvil y nunca me respondías –se quejó su madre a cientos de kilómetros. Su insípido acento de Nueva Inglaterra era más pronunciado que de costumbre, señal de que estaba alterada–. Empiezo a pensar que me estás evitando.
–¿Por qué iba a hacerlo?
Habían hablado dos días antes, y desde entonces había recibido treinta y siete mensajes de su madre. Lauren ya tenía demasiados problemas como para aguantar los ciclos depresivos de Jacqueline Presley en un día normal.
Claro que aquellos días no estaban siendo muy normales.
–No sé lo que haces, Lauren. Últimamente no sé nada de ti –hizo una pausa, quizá para tomar aire, o quizá para reordenar sus pensamientos–. ¿Has hablado con tu padre?
Horror. Tenía que alejarse cuanto antes de aquella bomba de relojería.
–No, mamá. No le he dedicado más tiempo a él del que te dedico a ti.
–¿Por qué te pones tan insolente? A veces me recuerdas a la hermana de tu padre, que acabó sola y gorda.
Genial. Justo lo que necesitaba oír. Su madre estaba tan obsesionada con las curvas de su hija que a los diez años Lauren ya había aprendido el significado del término «rubenesco».
–No pretendía ofenderte, mamá –se subió la cremallera de las botas y miró el reloj. Jason llamaría a la puerta de un momento a otro. Había acabado muy tarde de trabajar y apenas había tenido tiempo para ponerse unos pantalones negros y un jersey holgado. Al arrojar el bolso a la cama se había salido el estuche del anillo–. Hay muchos problemas en la oficina.
–No tienes por qué trabajar como una esclava para demostrarme nada –se oyó un tintineo al otro lado de la línea y Lauren se imaginó a su madre jugueteando con la cadena de sus gafas tachonadas de joyas–. Puedo decirle a tu padre que te adelante parte de tu herencia, o podrías haber invertido mejor el dinero de la tía Eliza y haberte comprado un bonito piso donde dedicarte al arte de verdad…
A Lauren se le formó un nudo en el pecho, como siempre que hablaba con su madre.
–Podrías haber sido tan buena artista como yo, Lauren, si te hubieras aplicado un poco más.
Lauren aferró con fuerza el edredón adamascado. La desastrosa situación económica de la empresa sólo serviría para añadir leña a las críticas de su madre.
–Mamá…
–La semana que viene iré a Nueva York –la interrumpió Jacqueline–. Podríamos comer juntas.
Lauren se estremeció de horror. Cuando su madre empezaba a criticar todo lo que ella no hacía bien en la vida, siempre acababa con una lista de jóvenes solteros a los que había conocido. Cuando descubriera su embarazo se llevaría el disgusto de su vida.
–Mamá, me ha alegrado hablar contigo –se levantó y se estiró el jersey sobre las caderas–. Pero ahora tengo que irme.
–¿Tienes algún plan?
Si no lo tuviera, su madre seguiría hablando sin parar. Así que más valía decirle la verdad.
–He quedado para cenar con un socio del trabajo… Pero no es una cita –se apresuró a añadir.
–Pues en ese caso, ponte lo más guapa posible y recuerda que el rosa no te favorece –dicho eso, colgó sin despedirse.
Lauren soltó un grito de frustración y apretó el botón del teléfono con tanta fuerza que se rompió la uña. Arrojó el aparato a la cama y empezó a andar por la habitación mientras agitaba frenéticamente las manos. Después de tantos años ya debería estar acostumbrada a la irritación que le provocaba su madre y, en realidad, esa última conversación no había sido tan traumática. Pero cuando oía el parloteo de su madre se echaba a temblar. Bastaría un pequeño empujón para provocarle a Jacqueline otra crisis nerviosa. Y desde que su madre había renunciado a la medicación y la terapia, su inestabilidad emocional era cada vez más grave.
Descubrir que su hija estaba embarazada sería algo más que un pequeño empujón. A lo que había que añadir el desfalco de su ex contable. La reacción de su madre era imprevisible, pero lo que estaba claro era que no se tomaría las noticias con serenidad.
Al pasar junto al helecho bajo la ventana arrancó una hoja seca. ¿Cómo sería tener una madre en la que se pudiera confiar? Se llevó la mano al vientre y pensó que haría lo que hiciera falta para que su hijo se sintiera querido y seguro.
Giró la maceta para que la otra cara del helecho recibiera la luz del sol. Ojalá tuviera un poco de tiempo para ella sola y así poder recuperarse y reordenar sus pensamientos…
El estuche atrajo su mirada desde la cama como si fuera un imán.
La oferta de Jason seguía dándole vueltas en la cabeza. Un compromiso temporal… Resultaba muy tentador. Y peligroso. ¿Podría arriesgarse a pasar una larga temporada en California… con él?
Aunque visto de otro modo, ¿podía permitirse no hacerlo, cuando su vida en Nueva York iba cuesta abajo y sin freno?
Jason conducía el coche alquilado por una carretera secundaria hacia un pequeño y pintoresco pueblo a cuarenta minutos de la ciudad. Lauren iba sentada a su lado, con la cabeza hacia atrás, el ridículo bolso en el regazo, contra la suave curva de su estómago.
Finalmente podía estar a solas con Lauren, y tenía que aprovechar ese tiempo al máximo. Como si se tratara de conseguir un acuerdo comercial con un cliente.
Sí, abordar la situación desde un punto de vista analítico era mucho más fácil que hacerlo emocionalmente. Cuanto más pensaba en el sinvergüenza que había robado a la empresa de Lauren más le hervía la sangre. Ella no se merecía lo que le había pasado. Tenía un talento extraordinario, como él había comprobado desde que se conocieron.
Cerró con fuerza los dedos en torno a la palanca de cambios. Sentía la imperiosa necesidad de pasar a la acción, de protegerla, de hacer todo cuanto estuviera en su mano. No había vuelto a sentir un impulso tan fuerte desde que estaba en la Marina.
Convencer a Lauren sería mucho más sencillo si estuviera despierta, pero se había quedado dormida incluso antes de salir de la ciudad. Si no se despertaba al llegar a su destino, estaría dando vueltas a la manzana hasta que ella abriera los ojos o se quedaran sin gasolina. Lauren necesitaba dormir, y sería más fácil hablar con ella si estaba despejada.
Las farolas antiguas iluminaban los bordes de la carretera, dejando en penumbra las tiendas y almacenes. Los copos de nieve se arremolinaban ante los faros del coche y de vez en cuando pasaba un vehículo en sentido contrario.
El teléfono móvil de Lauren rompió el silencio que reinaba en el interior del coche, emitiendo una suave melodía desde el fondo de su bolso. Estaba demasiado hondo para que él intentara sacarlo con una mano.
Ella se removió, abrió los ojos como platos y parpadeó rápidamente. Agarró el bolso y sacó el móvil justo cuando dejaba de sonar. Se quedó mirando el aparato con el ceño fruncido.
Jason bajó el volumen de la radio.
–¿Vas a devolver la llamada?
Ella negó con la cabeza y volvió a meter el móvil en el bolso.
–No, no es necesario. Puedo llamar después.
–Entiendo que tengas compromisos laborales –dijo Jason.
–No se trata del trabajo –contestó ella, manoseando nerviosamente el asa del bolso–. Es mi madre. Siempre me está llamando.
Por cómo lo dijo no parecía que le hicieran mucha ilusión esas llamadas. Pero al menos hablaba con su madre. Él no había vuelto a hablar con sus padres desde que su padre lo desheredó, acusándolo de romperle el corazón a su madre al rechazar