Él se sentó a su lado, sin tocarla.
–Lo siento mucho.
–Yo también.
–No me extraña que estuvieras tan disgustada esta mañana –juntó las manos entre las rodillas y su Rolex destelló a la luz que entraba por la ventana–. No necesitas este tipo de preocupaciones, y menos estando embarazada. Déjame que te ayude.
–Espera, espera… Puede que tenga problemas, pero puedo arreglármelas yo sola.
–No hay nada malo en aceptar ayuda –insistió él. Alargó el brazo sobre el respaldo del sofá y la envolvió con su olor–. De hecho, por eso he venido. Necesito tu ayuda.
–¿Para qué? –preguntó ella con cautela. ¿Aquél era el mismo Jason que ofrecía su ayuda altruista a todo el mundo?
¿O era el tiburón de la publicidad que conseguía acuerdos millonarios haciendo creer a la gente todo lo que decía?
–Soy nuevo en Maddox Communications y corren tiempos difíciles… Ningún empleo está garantizado al cien por cien –sus ojos marrones brillaban de sinceridad.
–Entiendo.
–No sé cuánto sabes de Maddox…
–Sé que es una empresa familiar –nunca había trabajado para ellos, pero había oído que tenían clientes muy importantes–. La llevan dos hermanos, ¿verdad?
–Así es. Brock Maddox es el director general y Flynn, el vicepresidente. Lo único que se interpone entre ellos y la hegemonía empresarial en la Costa Oeste es Golden Gate Promotions.
–También es una empresa publicitaria familiar –dijo ella, relajándose en el sofá. Se sentía más cómoda hablando de trabajo–. La dirige Athos Koteas. No he trabajado con él, pero tengo entendido que es un empresario temible y despiadado.
–Y terriblemente próspero –añadió él. El brazo que reposaba en el sofá emitía un calor tan intenso que a Lauren le provocaba un hormigueo en la nuca–. Es un inmigrante griego que se valió de sus muchos contactos en Europa para darle un impulso a su empresa en estos tiempos de crisis. Ahora intenta robarnos nuestra clientela –frunció el ceño con irritación–. Ha difundido falsos rumores sobre Maddox Communications para minar la confianza de los clientes, y les está provocando serios disgustos a mis jefes.
–¿Te arrepientes de haberte ido a California?
–En absoluto. Las cosas están mejorando, afortunadamente. He conseguido algunos clientes nuevos, entre ellos alguien muy importante. El problema es que se trata de un hombre muy conservador. Seguramente hayas oído hablar de él… Walter Prentice.
Lauren lo miró boquiabierta.
–Enhorabuena, Jason… Eso sí que ha sido una proeza.
–El lema de Prentice es «la familia lo es todo». Hace poco despidió a su publicista por ir a una playa nudista –sacudió la cabeza y retiró el brazo–. Y a su nieta la desheredó por no casarse con el padre de su hijo.
Lauren volvió a mirarlo con suspicacia. ¿Le estaba insinuando que…?
–No creerás que van a despedirte porque dejaste embarazada a tu ex novia, ¿verdad? –en realidad nunca había sido su novia, pero aun así le parecía una idea disparatada–. ¿Me estás tomando el pelo o qué?
–Te estoy hablando completamente en serio. Prentice nos ha contratado para una campaña publicitaria millonaria. Es quien paga y puede elegir a quien le dé la gana.
Lauren observó el estuche que contenía el anillo. No había sido una proposición muy romántica, la verdad. Él quería conservar su trabajo y por eso le proponía matrimonio. Nada más.
–Eres muy ambicioso…
–¿Acaso tú no? –se inclinó hacia ella, mirándola fijamente–. Tú y yo somos muy parecidos. Los dos queremos demostrarles a nuestras familias que podemos salir adelante sin su ayuda. Por eso te propongo que trabajemos juntos por el bien de nuestro hijo.
–¡No metas a mis padres en esto! –exclamó ella, dolida a su pesar. Con Jason nunca había hablado de sentimientos personales, pero a veces le gustaría ser menos sensible. Menos parecida a su madre.
–De acuerdo –concedió él–. Olvidémonos de nuestros padres y centrémonos en nuestro hijo. Para asegurar su futuro necesito que te comprometas temporalmente conmigo, al menos hasta que haya rematado el acuerdo con Prentice. Te daré el dinero necesario para mantener tu empresa hasta que puedas volver a trabajar.
Lauren se puso en pie de un salto y comenzó a caminar de un lado para otro.
–No necesito tu dinero. Lo único que necesito es tiempo.
–Puedes considerarlo un préstamo, si eso hace que te sientas mejor. Medio millón de dólares, ¿no?
Lauren enganchó los dedos en la correa del bolso. El peso del estuche en el interior y la oferta económica de Jason la hacían sentirse terriblemente incómoda.
–¿Sabes lo que de verdad me haría sentir mejor?
–Dímelo y lo tendrás –le prometió él, acercándose sigilosamente por detrás.
Ella se giró para mirarlo.
–Que agarraras tu dinero y…
–Está bien, está bien. Me hago una idea. Es evidente que no quieres salvar tu empresa.
Lauren metió la mano en el bolso y sacó el estuche.
–No quiero tus limosnas.
Jason juntó las manos a la espalda.
–Te estoy ofreciendo un trato.
–¿Cómo estás tan seguro de que tu cliente sabrá que el niño es tuyo? –le preguntó ella, tendiéndole el anillo–. No tenemos por qué decírselo a nadie.
–No pienso negar la existencia de mi hijo –declaró él–. Puede que sea ambicioso, pero incluso yo tengo mis límites.
Ella apretó el dorso de la muñeca contra la frente, sin soltar el estuche.
–Todo esto es demasiado. No sé si…
Jason le puso las manos en los hombros y se los masajeó suavemente.
–Tranquila… De momento nos ocuparemos de lo más apremiante, que es hacer planes para el bebé. Te recogeré después del trabajo.
Lauren intentó no perder la cabeza con sus caricias. Había estado tan tensa y asustada que tenía todo el cuerpo agarrotado.
–¿Crees que por una vez podrías preguntar en vez de ordenar?
Él bajó las manos por sus brazos, le quitó el estuche y lo dejó en la mesa. A continuación, entrelazó los dedos con los suyos. Era el primer contacto que compartían desde que hicieron el amor en aquella misma oficina.
–¿Te gustaría cenar conmigo después del trabajo?
–Para hablar del bebé.
Él asintió. Seguía agarrándola por los brazos, pero su tacto no era intimidatorio ni agresivo.
Lauren sabía que no debería aceptar la invitación, pero realmente tenían que hablar del bebé.
–Recógeme en mi casa a las siete.
Mientras lo veía salir de la oficina, se preguntó si había cometido un error mayor que el diamante engarzado en el anillo.
Capítulo