El parecido le aguijoneó la conciencia.
Se había engañado a sí mismo al creer que podría olvidarse de Lauren seduciendo a la solitaria pelirroja en el bar. Lauren tenía el pelo ligeramente más oscuro y unas curvas menos pronunciadas que lo habían vuelto loco.
Dejó su copa en la barra y miró hacia la puerta. Tenía que averiguar más sobre lo ocurrido, pero no quería granjearse la antipatía de Celia. Era una mujer simpática y afable que se ocultaba tras una dura fachada para que la tomasen en serio en el trabajo. No se merecía que la utilizaran para sustituir a otra mujer.
–De verdad que lo siento, pero tengo que devolver la llamada.
Celia puso una mueca de confusión y se encogió de hombros.
–Claro… Nos veremos después –se despidió con la mano y se giró sobre tus tacones de aguja para dirigirse hacia Gavin, otro ejecutivo de la empresa.
Jason se abrió camino como pudo entre el mar de trajes, buscando una salida que le permitiera hacer las llamadas pertinentes y obtener respuestas, pero entonces surgió una mano entre la multitud de cuerpos y lo aferró por el hombro. Se giró y se encontró con los dos hermanos Maddox, los jefes de la empresa, el director general, Brock, y el vicepresidente, Flynn.
Este último congregó a los empleados que tenía más cerca y levantó su copa en un brindis.
–Por el hombre del momento, ¡Jason Reagert! Quien nos ha hecho ganar a Walter Prentice como cliente. Un motivo de orgullo para Maddox Communications.
–Por el chico de oro –añadió Asher Williams, el gerente.
–Por el número uno –dijo Gavin.
–El imparable –añadió Brock.
Jason consiguió esbozar una sonrisa que le permitiera guardar las apariencias. Acababa de mudarse a California cuando Walter Prentice, el dueño de la mayor empresa de ropa del país, rescindió el contrato con su anterior empresa publicitaria por transgredir sus particulares cláusulas morales. El ultraconservador Prentice era famoso por prescindir de los servicios de una empresa por los motivos más variopintos, desde enterarse de que un trabajador había estado en una playa nudista a descubrir que un ejecutivo estaba saliendo con dos mujeres a la vez. Jason miró a Celia mientras Brock mojaba una quesadilla en salsa de mango. Seguramente había vuelto a saltarse el almuerzo por su adicción al trabajo.
–Hoy he hablado con Prentice y no ha escatimado en halagos para ti. Fue una jugada muy astuta compartir con él esas historias de la guerra.
Jason cada vez estaba más impaciente por marcharse de allí. Su intención no había sido usar su experiencia militar como táctica para ganarse a Prentice, sino compartir con él unas vivencias personales al descubrir que el sobrino de Prentice también había servido en el ejército.
–Sólo mantuve una conversación cortés con el cliente.
Flynn volvió a levantar su copa.
–Eres un héroe. La forma en que tú y el equipo de los SEAL os ocupasteis de esos piratas fue… épica.
Jason había servido seis años en la Marina después de graduarse en la universidad. Había sido hombre rana especializado en la desactivación de explosivos. Como miembro del grupo de elite de los SEAL se había ocupado de unos cuantos piratas y había salvado algunas vidas, pero el mérito también era de sus compañeros.
–Sólo hacía mi trabajo, como cualquier otro.
Brock le dio un último bocado a su cena.
–Prentice te ha echado el ojo, y su influencia te hará llegar muy lejos siempre que no te metas en líos. El acuerdo con su marca de ropa no podría haber llegado en mejor momento, especialmente con Golden Gate Promotions vigilando todos nuestros pasos.
Golden Gate, el mayor rival de Maddox Communications, era una agencia de publicidad de gran renombre que aún seguía bajo la batuta de su fundador, Athos Koteas. Jason comprendía muy bien la amenaza que podría llegar a suponer, y no iba a permitir que nada ni nadie echara a perder la mejor oportunidad de su vida. El trabajo en Maddox Communications lo era todo para él.
El BlackBerry volvió a zumbar en su chaqueta. ¿Otro mensaje? ¿Le estarían enviando una foto de la ecografía? Se le formó un doloroso nudo en la garganta. Le gustaban los niños y quería tener los suyos propios, pero aún no.
Flynn se acercó a él.
–Fue un golpe maestro, el tuyo. Irrumpiste de lleno justo después de que despidieran a ese pobre imbécil.
Brock sonrió con sarcasmo.
–¿Pobre imbécil? Exhibicionista, más bien, paseándose por una playa como Dios lo trajo al mundo…
Las risas se elevaron del grupo. Jason se pasó el dedo por el cuello de la camisa. Walter Prentice había desheredado a su nieta porque ésta se negó a casarse con el padre de su hijo. Prentice se regía por un solo lema: la familia lo era todo.
El trabajo era lo único que debería importarle. En Maddox Communications ya lo conocían como «el chico de oro», un título que le había costado mucho conseguir y que estaba dispuesto a conservar a toda costa. La clave era muy simple: trabajo y más trabajo.
En vez de unirse a la empresa publicitaria de su padre, había aceptado una beca del ejército para ir a la universidad. Tras seis años de servicio se había establecido por su cuenta en el mundo de la publicidad, pero mientras trabajaba en Nueva York seguía sintiendo la enorme influencia de su padre. No fue hasta que recibió la oferta de Maddox Communications en San Francisco cuando finalmente pudo escapar de la larga sombra paterna. Ahora, sólidamente asentado en la cima, no iba a permitir de ninguna manera que una tontería cometida cuatro meses antes echara a perder el éxito por el que tanto había luchado.
De repente, supo lo que debía hacer.
En cuanto acabara en aquel bar, tomaría un vuelo nocturno a Nueva York. A la mañana siguiente estaría en la puerta de Lauren Presley y se enfrentaría a la situación cara a cara. Si el bebé era suyo, a ella no le quedaría más remedio que irse a California con él.
De los rumores ya se encargaría cuando presentara a Lauren como su novia y prometida.
El viento helado de enero no invitaba a salir a la calle. Normalmente Lauren se habría quedado en su apartamento como todo el mundo, con unos gruesos calcetines de lana y ocupándose de sus plantas. Pero el frío la ayudaba a aliviar las náuseas, de modo que subió a la azotea para trabajar en el huerto comunitario que ella misma había plantado un par de años antes.
Se arrodilló para estirar el plástico sobre los maceteros del tejado mientras el ruido de los motores y cláxones anunciaba el despertar de la Gran Manzana. En invierno la ciudad era como un cuadro de Andrew Wyeth: una inexpresiva gama de matices blancos, negros, grises y pardos. El hormigón helado le congelaba las piernas a través de los vaqueros, junto a la brisa que soplaba desde East River. Lauren se arrebujó en su abrigo de lana y flexionó los entumecidos dedos en el interior de los guantes de jardinería.
Las sacudidas en el estómago no sólo se las producía el bebé.
Había recibido una llamada histérica de su amiga Stephanie, informándola de que su marido le había enviado a Jason una foto de la fiesta de Año Nuevo celebrada la semana anterior, donde se apreciaba claramente su embarazo.
Y ahora Jason estaba de camino a Nueva York.
Ni el frío ni el trabajo de jardinería bastaron en aquella ocasión para sofocar las náuseas. Todo su mundo se estaba desmoronando. Jason iba a pedirle explicaciones sobre ese bebé que nacería al cabo de cinco meses y del que ella no se había molestado en decirle nada. Y por si fuera poco, su negocio estaba al borde de la ruina.
Se apoyó contra la fuente de hormigón, donde el agua se había congelado en la base y los carámbanos colgaban desde la melena del león de piedra. La semana anterior había