Se frotó suavemente la curva del vientre. Era responsable de una vida y ni siquiera sabía cómo manejar la suya. ¿En qué clase de madre iba a convertirse? No era más que una pobre cobarde que se ocultaba de todo y de todos.
Las cosas habían cambiado mucho en los últimos meses. Echaba de menos los colores de la primavera y del verano, pero su ojo artístico aún podía apreciar la crudeza monocromática de un paisaje invernal.
La puerta de la azotea se abrió con un chirrido y una sombra alargada se proyectó sobre Lauren. Supo de quién se trataba incluso antes de girarse. Jason no había tardado en encontrarla, y de todos modos no tenía sentido postergar el inevitable enfrentamiento.
Miró por encima del hombro y se estremeció ante la imagen de Jason, cuya imponente presencia añadía el toque final al destemplado horizonte. El viento agitaba sus oscuros cabellos, ligeramente más largos de lo que ella recordaba, pero el resto de su esbelta figura permanecía completamente inmóvil, tanto por fuera como por dentro.
Volvió la vista al frente y metió las herramientas de jardinería en la bolsa.
–Hola, Jason.
Oyó sus pisadas acercándose, pero él no pronunció palabra.
–Supongo que el portero te habrá dicho que estaba aquí –balbuceó ella, moviendo frenéticamente las manos.
Él se arrodilló a su lado.
–Deberías tener más cuidado –le dijo él.
Ella se apartó ligeramente.
–Y tú no deberías ser tan sigiloso al acercarte a alguien.
–¿Y si no hubiera sido yo quien subiera aquí? Parecías estar en otro mundo.
–Vale, tienes razón. Estaba distraída –confesó.
Se había sumido completamente en sus divagaciones sobre la inminente llegada de Jason, sobre el bebé que estaba en camino y sobre la malversación de fondos de la que había sido víctima. Era demasiado para pretender que estaba lista para enfrentarse al mundo.
Podía oír la reprobación de sus padres y sus críticas por todo lo que hacía. Por todo, menos por estar con alguien como Jason. Era el tipo de hombre que su madre elegiría para ella: sangre azul, buen aspecto y una jugosa cuenta bancaria.
En realidad, cualquier madre estaría encantada de tener a Jason Reagert como yerno. Por desgracia, también era muy testarudo y autoritario, y ella había trabajado muy duro para conseguir una independencia a la que no estaba dispuesta a renunciar. Sería muy arriesgado iniciar una relación con él, y gracias a esa certeza había logrado ignorar durante los últimos meses la atracción que sentía hacia él.
Apretó la bolsa contra el pecho.
–¿Qué haces aquí? Podrías haberme llamado.
–También podrías haberme llamado tú –replicó él, mirándola de arriba abajo–. Anoche hablé con un amigo de Nueva York y me dijo que estabas trabajando desde casa porque no te sentías bien. ¿Qué te ocurre? ¿El bebé está bien?
Con aquella pregunta, natural y espontánea, todas las cartas quedaban sobre la mesa. Sin gritos ni discusiones, como había sido el caso de sus padres antes y después del divorcio. Aun así, a Lauren le temblaban tanto las piernas que apenas pudo ponerse en pie.
–Sólo son unos mareos por la mañana –dijo, metiéndose las manos en los bolsillos–. El médico dice que estoy bien, y en casa trabajo mucho mejor. Lo peor ha pasado ya.
–Me alegra saberlo.
Las náuseas la habían debilitado mucho durante dos meses, y confiarles el grueso del trabajo a sus colegas de la oficina había causado estragos en sus nervios. Pero, lamentablemente, no le había quedado otra opción.
–La semana pasada volví a trabajar a la oficina, a media jornada.
–¿De verdad estás preparada para volver al trabajo? –sus ojos se iluminaron con un brillo protector. Agarró una silla de hierro y se la acercó.
Lauren lo miró con recelo antes de sentarse.
–¿Qué sabes de este embarazo?
–¿Eso importa? –Jason se quitó la gabardina y se la echó sobre los hombros.
La tela estaba impregnada con el olor familiar de su loción de afeitado mezclado con el calor de su cuerpo. Era una tentación demasiado poderosa y Lauren se vio obligada a devolverle el abrigo. No podía afrontar más obstáculos en su vida.
–Supongo que no… Lo que importa es que lo sabes.
Él se acercó y le clavó una mirada tan intensa que le provocó un estremecimiento por todo el cuerpo, semejante al que la había llevado a quitarse las bragas cuatro meses antes.
Se obligó a apartar la mirada, recordando las sensaciones que la habían arrojado a sus brazos la primera vez.
–Gracias por creerme.
–Gracias a ti por contármelo… salvo que no lo has hecho –la voz de Jason empezaba a teñirse de enojo.
–Te lo habría acabado diciendo –le aseguró ella. Antes de que su hijo se graduara en la universidad, al menos–. Aún me faltan cinco meses para dar a luz.
–Quiero formar parte de la vida de mi hijo. Empezando desde este momento.
–¿Piensas mudarte de nuevo a Nueva York?
–No –se subió el cuello de la gabardina hasta las orejas. El bronceado de su rostro era la prueba de lo bien que se había adaptado al clima soleado de California–. ¿Sería posible mantener esta conversación en tu apartamento, donde podamos entrar en calor?
Una sospecha asaltó a Lauren.
–No vas a mudarte a Nueva York, pero quieres formar parte de la vida del bebé… No estarás esperando que me vaya a San Francisco, ¿verdad?
El silencio de Jason lo dijo todo.
–¡No voy a ir a ningún sitio contigo! –exclamó ella–. Ni a mi apartamento ni a California. ¿Crees que voy a dejar la vida que tengo aquí, la empresa en la que me he volcado en cuerpo y alma? –como si quedara alguna empresa por la que velar, pensó, pero se calló prudentemente.
–Eso es –afirmó él exhalando una bocanada de vaho–. Quiero que vengas a San Francisco y que estemos juntos por el bien de nuestro hijo. ¿Qué es más importante para ti, la empresa o el bebé?
Lauren quería decirle, gritarle, que había antepuesto la vida de su hijo al futuro de su empresa. Y que volvería a hacerlo sin la menor duda. Lo único que lamentaba era no haber ahorrado un poco de dinero para contratar a alguien de confianza que atendiera el negocio, y así no tener que angustiarse por un presupuesto extremadamente ajustado y por la incompetencia de los trabajadores temporales.
–Jason, ¿a qué viene tanta prisa? –le preguntó, dirigiendo contra él gran parte del miedo y la frustración por su trabajo–. Tenemos mucho tiempo por delante para hablar de esto. ¿Qué está pasando aquí?
La expresión de Jason se tornó tan fría e impenetrable como el león de piedra de la fuente.
–No sé de qué estás hablando.
–Tiene que haber una razón para esa repentina necesidad de llevarme contigo –el viento aullaba con más fuerza, ahogando el ruido del tráfico–. ¿A tu madre la abandonó algún indeseable? ¿Te hizo daño alguna mujer?
Jason soltó una carcajada y sacudió la cabeza.
–Tienes mucha imaginación. Pero te aseguro que no he sufrido ninguno de esos traumas.
Su risa era tan contagiosa que Lauren tuvo que concentrarse en el asunto que tenían entre manos.
–No me has respondido