—¿Su qué? —lo interrumpió el señor Vladimir en su gutural tono centroasiático.
—Mi esposa —el señor Verloc levantó un tanto su ronca voz—. Estoy casado.
—¡Que me cuelguen de un hilo! —exclamó el otro con auténtico asombro—. ¡Casado! ¡Nada menos que usted, un anarquista profesional! ¿Qué significa este disparate? Pero supongo que no es más que una manera de hablar. Los anarquistas no se casan. Es bien sabido. No pueden. Sería como apostatar.
—Mi esposa no lo es —musitó con rudeza el señor Verloc—. Además, no es cosa suya.
—Oh, sí que lo es —replicó cortante el señor Vladimir—. Estoy empezando a convencerme de que usted no es en absoluto el hombre indicado para el trabajo que tiene encomendado. Como que con ese matrimonio debe usted haberse desacreditado por completo en su propio mundo... ¿No podía haberse pasado sin él? Es su vínculo virtuoso, ¿eh? Lo que pasa es que entre vínculos de una u otra clase está usted acabando con su utilidad.
El señor Verloc hinchó de aire las mejillas, lo dejó escapar de manera violenta, y sanseacabó. Se había armado de paciencia y no se le podía poner a prueba por mucho más tiempo. El Primer Secretario se volvió de pronto sumamente tajante, distante, definitivo.
—Ahora puede irse —dijo—. Hay que provocar un atentado con dinamita. Le doy un mes de plazo. Las sesiones del Congreso se encuentran suspendidas. Antes de que se reanuden tiene que haber ocurrido algo aquí, o cesará su relación con nosotros.
Con perturbadora ductilidad varió el tono una vez más.
—Reflexione sobre mi filosofía, señor... señor... Verloc —dijo con una suerte de burlona condescendencia, señalando la puerta con un ademán—. Ataque ese primer meridiano. Usted no conoce a la clase media tan bien como yo. Tienen la sensibilidad estragada. El primer meridiano. Nada mejor, y nada más fácil, diría yo.
Se había puesto de pie y con los finos labios sensitivos contrayéndosele en una mueca divertida observó por el espejo de encima de la repisa de la chimenea al señor Verloc, que con torpeza retrocedía de espaldas para abandonar la habitación, sombrero y bastón en mano. La puerta se cerró.
El lacayo de pantalón marrón, que apareció de pronto en el pasillo, condujo al señor Verloc por otra salida y a través de una pequeña puerta en una esquina del patio. El portero, de pie en la entrada principal, no prestó la menor atención a su salida; y el señor Verloc rehizo el sendero de su peregrinaje matutino como sumido en un sueño: un sueño colérico. Su aislamiento del mundo material fue tan completo que, aunque la envoltura mortal del señor Verloc no se había dado una prisa indebida por las calles, aquella parte de él, a la cual sería injustamente descortés negarle la inmortalidad, se encontró de repente ante la tienda, como si hubiera sido transportada de oeste a este en alas de un gran viento. Se encaminó directamente a la parte de atrás del mostrador y se sentó en una silla de madera que allí había. Nadie se presentó a perturbar su soledad. Stevie, con un gran delantal de bayeta verde, se encontraba en ese momento arriba concentrado en barrer y quitar el polvo a conciencia, como si aquello fuera un juego; y la señora Verloc, advertida en la cocina por el martilleo de la campanilla rota, se había limitado a acercarse a la puerta acristalada de la sala del fondo, apartar un poco la cortinilla y atisbar el interior de la tienda en penumbras. Viendo allí a su esposo sentado, sombrío y voluminoso, con el sombrero echado hacia atrás, en la parte posterior de la cabeza, había retomado de inmediato a la cocina. Transcurrida una hora o más, le quitó a su hermano Stevie el delantal de bayeta verde y lo mandó a lavarse las manos y la cara, en el tono perentorio que venía empleando en tales menesteres desde hacía unos quince años, de hecho, desde que dejara de ocuparse ella en persona de las manos y la cara del chico. Poco después apartó por un momento la vista de su tarea para inspeccionar aquella cara y aquellas manos que Stevie, aproximándose a la mesa de la cocina, le exhibía para su aprobación con un aire de seguridad que ocultaba un perpetuo residuo de temor. Antiguamente la ira del padre era la sanción máxima en estos asuntos rituales, pero la placidez del señor Verloc en la vida doméstica habría hecho que la mera mención de una reacción colérica resultase increíble, incluso para el pobre y aprensivo Stevie. Se suponía que cualquier deficiencia en materia de limpieza a la hora de las comidas habría apenado y sorprendido inexpresablemente al señor Verloc. Tras la muerte de su padre, Winnie halló considerable consuelo en sentir que ya no tenía que temblar por el pobre Stevie. No soportaba ver sufrir al chico. La sacaba de quicio. De niña, con frecuencia se había enfrentado con ojos de furia al irascible tabernero, en defensa de su hermano. Ahora, nada en el aspecto de la señora Verloc inducía a suponer que fuese capaz de expresar apasionamiento.
Terminó de servir los platos. La mesa estaba puesta en el salón. Fue hasta el pie de la escalera y gritó:
—¡Madre! —después, abriendo la puerta acristalada que conducía a la tienda—... iAdolf! —El señor Verloc no había cambiado de postura; al parecer había estado hora y media sin mover siquiera un poco un solo miembro. Se levantó pesadamente y fue a cenar con el abrigo y el sombrero puestos, sin pronunciar palabra. Su silencio en sí no tenía nada de insólito en aquella casa, oculta en las sombras de una sórdida calle, rara vez visitada por el sol, en el cuarto trasero de aquella tienda mal iluminada, con un deleznable tipo de mercancía. Pero aquel día el talante taciturno del señor Verloc era tan evidentemente pensativo que impresionó a las dos mujeres. Ellas mismas permanecieron calladas, con un ojo vigilante sobre el pobre Stevie, no fuera que a éste le viniese uno de sus accesos de locuacidad. Enfrentado al señor Verloc al otro lado de la mesa, el muchacho se mantuvo muy compuesto y callado, con la mirada perdida. La tarea de evitar que mereciese cualquier tipo de objeciones por parte del amo de la casa no dejaba de causar considerable ansiedad en la vida de aquellas dos mujeres. “El chico”, como quedamente lo llamaban entre ellas, había sido una fuente de esa clase de ansiedad casi desde el propio día de su nacimiento. La humillación del difunto tabernero por tener por hijo a tan peculiar criatura se manifestaba por una propensión a tratarlo de forma brutal; porque él era una persona delicadamente sensible, y su mortificación como hombre y como padre era genuina. Más adelante hubo que impedir que Stevie resultara una molestia para los caballeros inquilinos que constituyen también ellos una curiosa especie y se enojan con facilidad. Y estaba siempre presente el temor por su mera existencia. Las visiones de la enfermería de un hospicio para su hijo siempre habían atormentado a la anciana en el sótano de los desayunos de la deteriorada casa de Belgravia. Solía decirle a su hija: “Si tú no hubieras dado con un esposo tan bueno, querida, no sé qué hubiera sido de ese pobre chico.”
El señor Verloc prestaba tanta atención a Stevie como la que un hombre no especialmente amante de los animales puede prestar al gato mimado de su esposa; esa atención, benevolente y superficial, era en esencia de la misma índole. Ambas mujeres admitían en su fuero íntimo que no cabía esperar de manera razonable mucho más. Alcanzaba para que el señor Verloc se ganase la reverente gratitud de la anciana. Al principio, con el escepticismo propio de las tribulaciones de una vida sin amigos, ella solía preguntar ansiosamente de vez en cuando: “¿No crees, querida, que el señor Verloc se está cansando de ver a Stevie a su alrededor?” A lo cual Winnie solía responder con una leve sacudida de cabeza hacia atrás. Una vez, sin embargo, replicó, con una vivacidad bastante ruda: “Primero tendrá que cansarse de mí.” A lo que siguió un largo silencio. La madre, con los pies en alto apoyados en un taburete, parecía estar tratando de llegar al fondo de aquella respuesta, cuya femenina profundidad la dejaba perpleja. Ella nunca había entendido en realidad porqué Winnie se había casado con el señor Verloc. Había sido muy sensato de su parte, y evidentemente había sido para bien, pero habría sido natural que la muchacha tuviese esperanzas de encontrar a alguien de una edad más adecuada. Había habido un joven formal, hijo único del carnicero de la calle adyacente, que ayudaba a su padre en el negocio y con quien Winnie había estado saliendo con visible complacencia.
Es verdad que él dependía de su padre; pero