Antes de llegar a Knightsbridge, el señor Verloc dio un giro a la izquierda saliendo de la ajetreada vía principal —que bullía con el tránsito de los bamboleantes autobuses y los furgones que trotaban— para incorporarse en la casi silenciosa y ágil corriente de los cabriolés. Bajo el sombrero, un poco echado hacia atrás, mostraba el cabello cepillado cuidadosamente para lograr una respetable lisura, pues se dirigía a una embajada. Y el señor Verloc, firme como una roca —un tipo de roca blanda—, en seguida cogió una calle que con toda propiedad podría describirse como privada. En anchura, vacuidad y extensión, poseía la majestad de la naturaleza inorgánica de la materia imperecedera. El solo recordatorio de la mortalidad era la berlina de un médico aparcada en augusta soledad, cerca del bordillo de piedra de la acera. Brillaban los bruñidos llamadores de las puertas hasta donde alcanzaba la vista, las limpias ventanas relucían con un oscuro lustre mate. Y todo estaba en silencio. Aunque lejos, al fondo, un carro de lechero cruzó rodando ruidosamente; un repartidor de carnicería, que conducía con la noble temeridad de un auriga en los Juegos Olímpicos, dio la vuelta a la esquina a gran velocidad sentado en lo alto de un par de ruedas rojas. Un gato de mirada culpable salió como de debajo de las piedras y corrió por un momento delante del señor Verloc, para luego zambullirse en otro sótano; y un grueso agente de policía, al parecer ajeno a cualquier emoción —como si él también formara parte de la naturaleza inorgánica—, brotó de pronto del poste de un farol, sin prestar la más ligera atención al señor Verloc. Dando un giro a la izquierda, el señor Verloc continuó su camino por una calle estrecha al costado de un muro amarillo que, por alguna razón inescrutable, tenía escrito en él, en letras negras, N°1 Chesham Square. Chesham Square quedaba por lo menos a sesenta yardas de allí, y el señor Verloc, suficientemente cosmopolita como para no ser engañado por los misterios topográficos de Londres, prosiguió imperturbable, sin muestras de sorpresa o indignación. Por fin, con decidida perseverancia, llegó a la plaza y cruzó en diagonal hacia el número 10. Éste correspondía a una puerta de imponente aspecto ubicada en una alta y lisa pared entre dos casas, de las cuales una, con bastante lógica, lucía el número 9, y la otra estaba numerada con el 37; pero un rótulo, colocado sobre las ventanas de la primera planta por la eficiente alta autoridad encargada de la tarea de seguirle el rastro a las extraviadas casas de Londres, proclamaba el hecho de que esta última pertenecía a Porthill Street, una calle bien conocida en la vecindad. Por qué no se reclaman del Parlamento (una breve disposición legal sería suficiente) poderes para compeler a esos edificios a retornar a donde pertenecen, es uno de los misterios de la administración municipal. El señor Verloc no ocupaba su mente con esas cosas, puesto que su misión en la vida era la protección del mecanismo social, no su perfeccionamiento, y ni siquiera su crítica.
Era tan temprano que el portero de la Embajada salió rápido de su garita todavía luchando con la manga izquierda de la chaqueta de su librea. Su chaleco era rojo, y llevaba calzones hasta las rodillas, pero su aspecto era de aturdimiento. El señor Verloc, advertido del alboroto a su lado, lo ahuyentó simplemente con mostrar un sobre con el escudo de la Embajada, y siguió adelante. Exhibió el mismo talismán ante el lacayo que le abrió la puerta y retrocedió para permitirle entrar en el vestíbulo.
Un fuego inmaculado ardía en una alta chimenea, y un hombre de edad madura, de pie y de espaldas a ella, en traje de etiqueta y con una cadena alrededor del cuello, levantó la vista del periódico que sostenía extendido con ambas manos delante de su rostro sereno y grave. No se movió; pero otro lacayo, de pantalón marrón y casaca ribeteada con cordón amarillo, se aproximó al señor Verloc y al escuchar el nombre musitado por éste giró en silencio sobre sus talones y empezó a andar, sin mirar ni una vez para atrás. El señor Verloc, guiado de tal suerte por un pasillo de la planta baja situado a la izquierda de la gran escalera alfombrada, recibió súbitamente la indicación de introducirse en una habitación bastante pequeña, provista de un sólido escritorio y algunas sillas. El sirviente cerró la puerta, y el señor Verloc se quedó solo. No se sentó. Con el sombrero y el bastón sostenido en una mano echó una mirada en derredor, mientras se pasaba la otra mano regordeta por la lustrosa cabellera descubierta.
Se abrió sin ruido una segunda puerta, y el señor Verloc, fijando la mirada en aquella dirección, sólo vio al principio una vestimenta negra, la calva cúspide de una cabeza y unas colgantes patillas de un gris oscuro a cada lado de un par de manos arrugadas. La persona que había entrado sostenía delante de los ojos un puñado de folios y caminó hasta la mesa con paso más bien melindroso, mientras repasaba aquellos papeles. El Consejero Privado Wurmt, Canciller de Embajada, era bastante corto de vista. Al dejar los papeles sobre la mesa, el meritorio funcionario dejó al descubierto un rostro de tez pálida y melancólica fealdad, con abundantes cabellos —finos, largos, de color gris oscuro— y poderosamente subrayado por unas espesas y pobladas cejas. Se colocó unos quevedos de montura negra sobre la nariz roma e informe, y pareció sorprendido por la aparición del señor Verloc. Bajo las enormes cejas, sus ojos débiles parpadearon de forma patética a través de las gafas.
No hizo gesto alguno de saludo. Tampoco el señor Verloc, quien ciertamente sabía cuál era su lugar; pero un sutil cambio en el contorno general de los hombros y la espalda sugirió una leve inclinación dorsal del señor Verloc bajo la vasta superficie del abrigo. El efecto fue el de una moderada deferencia.
—Tengo aquí algunos de sus informes —dijo el burócrata en un tono inesperadamente suave y de cansancio, con la punta del índice apoyada con fuerza en los papeles. Hizo una pausa. Y el señor Verloc, que había reconocido a la prfección su propia escritura, esperó en silencio, casi sin respirar—. No estamos muy satisfechos con la actitud de la policía de aquí —continuó el otro, con todos los signos del cansancio mental.
Aunque sin verdadero movimiento, los hombros del señor Verloc insinuaron un encogimiento. Y por primera vez desde que hubo abandonado esa mañana su casa, se abrieron sus labios.
—Cada país tiene su policía —dijo con tono filosófico. Pero como el funcionario de la Embajada continuaba dirigiéndole su constante parpadeo, se sintió constreñido a añadir—. Permítame señalar que no dispongo de ningún medio para influir sobre la policía local.
—Lo que se requiere —dijo el hombre de los papeles— es que ocurra algo definido que estimule en ella la vigilancia. Eso está dentro de su esfera de acción, ¿no es así?
El señor Verloc no respondió más que con un suspiro, que se le escapó sin querer, ya que al instante procuró dar a su rostro una expresión animada. El funcionario parpadeó con incertidumbre, como si la tenue luz de la habitación lo molestase. De forma vaga, repitió:
—La vigilancia de la policía... y la severidad de los magistrados. La generalizada indulgencia de la justicia de aquí y la total ausencia de medidas represivas son un escándalo para Europa. Lo que se desea ahora mismo es un incremento de la inquietud, del fermento que sin duda existe...
—Sin duda, sin duda —interpuso el señor Verloc en un tono grave y respetuoso de bajo con cualidades oratorias, tan diferente en todo sentido del que había empleado antes, que su interlocutor siguió profundamente sorprendido—. Existe hasta un grado peligroso. Mis informes de los últimos doce meses lo dejan bastante en claro.
—Sus informes de los últimos doce meses —empezó diciendo el Consejero de Estado Wurmt en su tono manso y desapasionado— los he leído en persona. No he logrado comprender para qué se tomó