Las brasas de la chimenea se movieron con un débil chasquido; y Michaelis, el ermitaño de las visiones en el desierto de la penitenciaría, se puso de pie impetuosamente. Redondo como un globo inflado, abrió sus brazos cortos y gruesos, como en un intento sin esperanza de abrazar y estrechar contra su pecho al universo autorregenerado. El ardor le hacía jadear
—El futuro es tan seguro como el pasado; esclavitud, feudalismo, individualismo, colectivismo. Esto es el enunciado de una ley y no una profecía vacía.
El desdeñoso gesto en los labios carnosos del camarada Ossipon acentuó el tipo negroide de sus facciones.
—Tonterías —dijo, con mucha naturalidad—. No hay ley ni seguridad. Al diablo con la propaganda didáctica. Lo que el pueblo sabe no interesa. Lo único que nos interesa es la situación emocional de las masas. Sin emoción no hay acción.
Hizo una pausa, luego agregó con modesta firmeza:
—Le estoy hablando ahora científicamente... científicamente, ¿eh? ¿qué decía, Verloc?
—Nada —gruñó el señor Verloc que, provocado por el repugnante vocablo, tan sólo había murmurado una maldición. El balbuceo venenoso del viejo terrorista desdentado tenía un oyente.
—¿Sabe cómo llamaría yo a la naturaleza de las condiciones económicas actuales? La denominaría canibalista. ¡Eso es lo que es! Ellos satisfacen su voracidad con la carne temblorosa y la sangre caliente del pueblo, y nada más.
Stevie trasegaba en forma bien audible aquella terrorífica declaración y a continuación, como si el muchacho hubiera tomado un veneno de efecto rápido, se fue cayendo fláccidamente hasta quedar en posición de sentado sobre los escalones de la puerta de la cocina.
Michaelis no dio signos de haber oído nada. Sus labios parecían sellados para siempre; ni un estremecimiento le sacudía las pesadas mejillas. Con ojos afligidos buscó su redondo, tosco sombrero y lo puso sobre su redonda cabeza. Su redondo y obeso cuerpo parecía flotar a baja altura entre las sillas, por debajo del codo flexionado de Karl Yundt. El viejo terrorista, levantando una mano insegura que recordaba una garra, dio una inclinación airosa al sombrero negro de fieltro, que ensombreció los huecos y arrugas de su rostro consumido. Se puso en movimiento con lentitud, golpeando el piso con su bastón a cada paso. Su salida de la casa fue un asunto bastante complicado porque a cada momento se detenía como si estuviera pensando, y no se decidía a moverse hasta que Michaelis lo empujaba desde atrás. El gentil apóstol lo tomó del brazo con cuidado fraternal; detrás de ellos, con las manos en los bolsillos, el robusto Ossipon bostezaba vagamente. Una gorra azul con visera de charol bien colocada en la parte de atrás de su amarilla mata de pelo, le daba el aire de un marinero noruego, aburrido del mundo después de una borrachera tempestuosa. El señor Verloc acompañó hasta afuera a sus huéspedes, con la cabeza descubierta, el pesado abrigo colgando desabotonado, los ojos fijos en el suelo.
Cerró la puerta detrás de ellos con violencia contenida, dio una vuelta a la llave y corrió el cerrojo. No estaba satisfecho con sus amigos. A la luz de la filosofía lanzabombas del señor Vladimir, ellos le parecieron unos absolutos inútiles. El papel que tenía en la política revolucionaria había sido tan sólo el de observador, de modo que no podía asumir de inmediato, ni en su casa ni en asambleas numerosas, la iniciativa de la acción. Tenía que ser cauto. Movido por la justa indignación de un hombre que ya ha sobrepasado los cuarenta, amenazado en lo que le es más amado —su tranquilidad y seguridad—, se preguntó con desdén qué más podía haber esperado de semejantes tipos como ese Karl Yundt, ese Michaelis... ese Ossipon.
Se detuvo en el ademán de apagar la lámpara de gas que ardía en medio de la tienda y descendió a los abismos de las reflexiones morales. Pronunció su veredicto con la intuición de un temperamento afín. Un montón de haraganes. El tal Karl Yundt, mantenido por una vieja legañosa, a la que años atrás había robado del lado de un amigo y luego, más de una vez, había tratado de echar a la calle. Fue una suerte extraordinaria para Yundt que ella volviese una y otra vez ya que, de lo contrario, ahora no tendría a nadie que lo ayudara a bajar del autobús junto a la reja de Green Park, donde cada mañana de sol ese espectro realizaba su saludable caminata. Cuando aquella indomable y rezongona bruja muriese, el presuntuoso espectro también se desvanecería: ése sería el final del fiero Karl Yundt.
La moralidad del señor Verloc también se sentía ofendida por el optimismo de Michaelis, unido a una acaudalada anciana, quien recién había tomado la costumbre de enviarlo a una casita que tenía en el campo. El ex presidiario podía pasearse por los senderos sombríos durante muchos días, en medio de una deliciosa y humanitaria ociosidad. En cuanto a Ossipon, estaba seguro que ese pordiosero no pasaría necesidades mientras hubiera en el mundo jóvenes tontas con ahorros en el banco. El señor Verloc —idéntico a sus socios en temperamento—, establecía en su mente sutiles diferencias basadas en insignificantes diferencias. Y las establecía con cierta complacencia, porque la tendencia a una la respetabilidad convencional —sólo superada por su desagrado ante toda clase de trabajo obligatorio— era fuerte entre ellos: un defecto temperamental que él compartía con una gran cantidad de revolucionarios de cierta posición social. Pues era evidente que nadie se revela contra las ventajas y oportunidades que esa situación proporciona, sino contra el precio que por ellas haya que pagar en moneda de integridad común, autorrepresión y trabajo. La mayoría de los revolucionarios son enemigos de la disciplina y la fatiga. Hay también temperamentos para cuyo sentido de la justicia el precio exigido resulta monstruosamente enorme, odioso, opresivo, hiriente, humillante, preocupante, intolerable. Éstos son los fanáticos. El resto de los rebeldes sociales se conduce por la vanidad, madre de todas las ilusiones, nobles y viles, compañera de poetas, reformadores, charlatanes, profetas e incendiarios.
Perdido durante todo un minuto en el abismo de la meditación, el señor Verloc no profundizó en esas reflexiones abstractas. Tal vez no era capaz de ello. En todo caso, no tenía tiempo. Lo regresó penosamente a la realidad el repentino recuerdo del señor Vladimir, otro de sus socios, al que en virtud de sutiles afinidades morales era capaz de juzgar en forma correcta. Lo consideraba peligroso. Una sombra de envidia se infiltró hasta sus pensamientos. Holgazanear estaba muy bien para esos tipos, que no conocían al señor Vladimir y tenían mujeres que los mantenían; en cambio, él tenía una mujer por la cual preocuparse...
En este punto, por una simple asociación de ideas, el señor Verloc se colocó sin remedio ante la necesidad de ir a la cama en algún momento de esa noche. Entonces ¿por qué no hacerlo ahora... mismo? Suspiró. La necesidad no le era tan grata como tendría que haber sido para un hombre de su edad y carácter. Lo asustaba el demonio del insomnio que —así lo sentía— lo había hecho su víctima. Levantó el brazo y apagó la lámpara de gas que brillaba encima de su cabeza.
Una brillante línea de luz atravesó la puerta de la sala e iluminó el área que estaba atrás del mostrador. Esto permitió al señor Verloc calcular de una mirada cuántas monedas de plata había en la gaveta. Sólo eran unas cuantas; por primera vez desde que había abierto la tienda, hizo un balance comercial de su valor. El balance fue desfavorable. No se había metido al negocio por razones comerciales. El motivo que lo había llevado a escoger aquel peculiar tipo de actividad había sido una tendencia instintiva por las transacciones