—No hace falta que diga que todos mis afanes estarán encaminados a ese fin —dijo el señor Verloc, con modulaciones imbuidas de convicción en su ronco tono de conversación informal. Pero la sensación de que detrás de los reflejos cegadores de aquellas gafas lo observaban parpadeando desde el otro lado de la mesa lo desconcertaba. Se detuvo, de súbito, en una actitud de total devoción. Aquel útil —aunque oscuro— miembro de la Embajada tenía aspecto de estar impresionado por algo que se le acababa de ocurrir.
—Es usted muy corpulento —dijo.
Esta observación, de naturaleza realmente psicológica y formulada con la vacilante modestia de un oficinista más familiarizado con la tinta y el papel que con los requerimientos de la vida activa, le chocó al señor Verloc como si fuese una descortés observación personal. Dio un paso atrás.
—¿Eh? ¿Qué ha querido usted decir? —exclamó con sequedad.
El Canciller de Embajada, a quien se había encargado conducir aquella entrevista, pareció encontrar excesiva su misión.
—Creo que será mejor que vea usted al señor Vladimir —dijo—. Sí, creo en definitiva que debería ver al señor Vladimir. Tenga la bondad de aguardar aquí —añadió, y se retiró con su paso melindroso.
Al mismo tiempo, el señor Verloc se pasó la mano por los cabellos. Una leve transpiración había brotado en su frente. Dejó escapar el aire por entre los labios fruncidos como quien sopla la sopa caliente en la cuchara. Pero cuando el sirviente de marrón apareció sin hacer ruido en la puerta, el señor Verloc no se había apartado ni una pulgada del lugar en el que había permanecido durante toda la entrevista. Se había mantenido inmóvil, como si se sintiera rodeado de trampas.
Avanzó por un pasillo iluminado por la solitaria llama de una espita de gas, subió por una escalera de caracol y atravesó un alegre corredor acristalado en la primera planta. El criado abrió una puerta y se hizo a un lado. Los pies del señor Verloc percibieron una gruesa alfombra. La estancia era espaciosa, con tres ventanas. Y un joven cariancho y afeitado instalado en un amplio sillón le dijo en francés al Canciller de Embajada, que salía con los papeles en la mano:
—Tiene mucha razón, mon cher. Es gordo... el animal.
El señor Vladimir, Primer Secretario, tenía en los salones la reputación de ser un hombre agradable y ameno. Era en sociedad una especie de favorito. Su agudeza estribaba en descubrir jocosas relaciones entre ideas incongruentes; y cuando se expresaba en esa vena se sentaba bien adelante en el asiento, con la mano izquierda en alto, como si exhibiese sus demostraciones de ingenio entre el pulgar y el índice, mientras su redonda cara bien rasurada adquiría una expresión de divertida perplejidad.
Pero no hubo vestigio alguno de diversión o perplejidad en el modo en que miró al señor Verloc. Recostado en el mullido sillón, con los codos extendidos y una pierna echada por encima de una gruesa rodilla, poseía —con aquel semblante liso y sonrosado— el aire de un bebé anormalmente precoz que no tolerase bobadas de nadie.
—Supongo que entiende usted el francés —dijo.
El señor Verloc manifestó de forma seca que sí. Toda su vasta humanidad estaba inclinada hacia adelante. Se hallaba de pie sobre la alfombra en medio de la habitación, con el sombrero y el bastón aferrados en una mano; la otra le colgaba inerte a un costado. En un murmullo surgido de las profundidades de la garganta dijo algo acerca de haber hecho el servicio militar en la artillería francesa. De inmediato —con desdeñosa perversidad—, el señor Vladimir cambió de idioma y se puso a hablar en un inglés coloquial, sin la menor traza de acento extranjero.
—¡Ah! Sí. Por supuesto. Veamos. ¿Cuánto le cayó por conseguir el diseño del obturador perfeccionado de su nuevo cañón de campaña?
—Cinco años de confinamiento riguroso en una fortaleza —respondió el señor Verloc de un modo imprevisto, pero sin la menor señal de emoción.
—No fue demasiado —fue el comentario del señor Vladimir—. Y en todo caso, lo tenía merecido por dejarse atrapar. ¿Qué le hizo meterse en ese tipo de cosas, eh?
Se oyó la voz ronca del señor Verloc hablando coloquialmente de la juventud, de su infausto enamoramiento de una indigna...
—¡Ajá! Cherchez la femme —lo interrumpió en tono indulgente el señor Vladimir, relajado pero sin afabilidad; al contrario, hubo un dejo de inflexibilidad en su condescendencia—. ¿Cuánto hace que está usted al servicio de esta Embajada?
—Desde la época del difunto Barón Stott-Wartenheim —respondió el señor Verloc en tono sumiso y proyectando los labios unidos en un gesto de tristeza, para señalar su pesadumbre por la desaparición del diplomático. El Primer Secretario observó atentamente aquel juego fisonómico.
—¡Ah!, desde entonces... Y bien, ¿qué tiene que decir en su favor? —preguntó, cortante.
El señor Verloc contestó algo sorprendido que no era consciente de tener algo en particular que decir. Lo habían citado por carta... Y hundió con empeño la mano en el bolsillo lateral del abrigo; pero ante la burlona y cínica actitud de vigilancia del señor Vladimir, optó por dejarla allí.
—¡Bah! —dijo este último—. ¿Qué se propone con estar tan fuera de forma? Carece usted hasta del físico de su profesión.
¿Usted, un miembro del proletariado, hambriento? ¡Jamás! ¿Usted un exasperado socialista, o anarquista?, no sé...
—Anarquista —declaró el señor Verloc con voz apagada.
—Y un jamón —continuó el señor Vladimir, sin levantar la voz—. Usted sorprendió al mismo viejo Wurmt. Usted no engañaría a un idiota. Todos lo son, con el tiempo, pero usted a mí me parece sencillamente imposible. Así que inició su relación con nosotros robando los planos del cañón francés. Y lo descubrieron. Eso debe de haber resultado muy desagradable para nuestro gobierno. No parece usted muy listo.
El señor Verloc intentó roncamente exculparse.
—Como he tenido oportunidad de expresar antes, mi fatal enamoramiento de una indigna...
El señor Vladimir alzó una mano grande, blanca, regordeta.
—Ah, sí. Esa infortunada relación de su juventud... Se apoderó del dinero y después lo vendió a usted a la policía, ¿no?
El doloroso cambio en la fisonomía del señor Verloc, el momentáneo derrumbamiento en toda su persona, fueron la confesión de que aquél, por desgracia, había sido el caso. La mano del señor Vladimir se posó sobre el tobillo que reposaba sobre la rodilla. El calcetín era de seda, azul oscuro.
—¿Sabe?, eso no fue muy avispado de su parte. Puede que sea usted demasiado vulnerable emocionalmente.
El señor Verloc sugirió, en un velado murmullo gutural, que él ya no era joven.
—Oh, ése es un achaque que no se cura con la edad —comentó el señor Vladimir con una familiaridad siniestra—. Pero no, usted está demasiado gordo para eso. No podría haber llegado a tener ese aspecto si hubiera tenido alguna inclinación romántica. Le diré de qué se trata en mi opinión: usted es un individuo perezoso. ¿Cuánto hace que recibe una paga de esta Embajada?
—Once años —fue la respuesta que siguió a un hosco momento de vacilación—. Se me encargaron varias misiones en Londres mientras Su Excelencia, el Barón Stott-Wartenheim era aún embajador en París. Después, bajo instrucciones de Su Excelencia, me establecí en Londres. Yo soy inglés.
—¡Conque inglés, ¿eh?!
—Súbdito