El señor Verloc experimentó una extraña sensación de debilidad en sus robustas piernas. Dio un paso atrás y se sonó ruidosamente la nariz.
Estaba sorprendido y alarmado de veras. El herrumbroso brillo del sol londinense, que luchaba por librarse de la niebla, iluminaba sin entusiasmo la estancia privada del Primer Secretario: y en el silencio, el señor Verloc oyó contra un panel de la ventana el leve zumbido de una mosca —la primera del año para él— anunciando mejor que cualquier cantidad de golondrinas la proximidad de la primavera. El ajetreo inútil de aquel diminuto y enérgico organismo afectó desagradablemente a aquel hombrón amenazado en su indolencia.
Durante la pausa, el señor Vladimir formuló en su mente una serie de desdorosos comentarios acerca del semblante y la figura del señor Verloc. El sujeto resultaba insólitamente ordinario, tardo e insolentemente falto de inteligencia. De forma curiosa tenía el aire de un maestro fontanero que hubiera venido a presentar la cuenta. El Primer Secretario de la Embajada se había formado, a partir de sus ocasionales incursiones en el terreno del humor americano, la idea específica de que aquel tipo de personal era la encarnación de la incompetencia y de una solapada pereza.
¡Aquél era, pues, el famoso y confiable agente secreto, tan secreto que jamás era nombrado de otro modo que con el símbolo en la correspondencia oficial, semioficial y confidencial del barón Stott-Wartenheim; el celebrado agente cuyos avisos tenían el poder de modificar los planes y fechas de los viajes de reyes, emperadores y grandes duques, y a veces dar lugar a que fuesen suprimidos por completo! ¡Aquel individuo! Y el señor Vladimir se permitió en su interior un inmenso y despectivo acceso de risa, provocado en parte por su propio asombro, que juzgaba ingenuo, pero sobre todo a expensas del universalmente lamentado Barón Stott-Wartenheim. Su Excelencia, el difunto, a quien el augusto favor de su amo imperial había nombrado embajador superando la renuencia de varios ministros de asuntos exteriores, había gozado en vida de fama por una credulidad presuntamente sabia para lo pesimista. Su Excelencia estaba obsesionado con la revolución social. El diplomático se creía escogido por dispensa especial para contemplar el fin de la diplomacia —y prácticamente el fin del mundo— en un horrendo levantamiento democrático. Sus despachos, proféticos y lúgubres, habían sido durante años centro de las bromas en las Cancillerías. Se decía que en su lecho de muerte (acompañado por su amigo y amo imperial) había exclamado: ”¡Desdichada Europa! ¡Perecerás por culpa de la insanía moral de tus hijos!” Estaba destinado a ser víctima del primer bribón farsante que se le presentase, pensó el señor Vladimir, sonriendo vagamente en dirección al señor Verloc.
—Usted debería venerar la memoria del barón Stott-Wartenheim —exclamó de pronto.
Los abatidos rasgos fisonómicos del señor Verloc expresaron una sombría y fatigada irritación.
—Permítame hacerle notar —dijo— que yo he venido porque me han citado por medio de una carta perentoria. En los once años precedentes he estado aquí sólo dos veces, y por cierto nunca a las once de la mañana. No es muy razonable convocarme de esta manera. Existe la posibilidad de que alguien me vea. Cosa que no sería para mí ninguna broma.
El señor Vladimir se encogió de hombros.
—Destruiría mi utilidad —continuó el otro en tono acalorado.
—Eso es cosa suya —murmuró el señor Vladimir, con moderada rudeza—. Cuando deje usted de ser útil cesaremos de emplearlo. Sí, de inmediato. Cortaremos con usted. Lo... —con el ceño fruncido, sin encontrar una expresión lo bastante coloquial, el señor Vladimir hizo una pausa, y acto seguido su rostro resplandeció, con una sonrisa que dejó ver sus hermosos dientes blancos—. Lo echaremos a patadas —le espetó con ferocidad.
Una vez más, el señor Verloc tuvo que reaccionar con toda la fuerza de su voluntad contra esa sensación de debilidad que le baja a uno por las piernas y que una vez inspiró a algún pobre diablo la feliz expresión de “se me cayó el alma a los pies”. El señor Verloc, conciente de aquella sensación, irguió con valentía la cabeza.
El señor Vladimir soportó con absoluta serenidad el intenso interrogante en su mirada.
—Lo que necesitamos es administrar un tónico al Congreso de Milán —dijo con soltura—. Sus deliberaciones sobre una acción internacional para la supresión del crimen político no parecen conducir a ninguna parte. Inglaterra remolonea. Este país es absurdo, con su sentimental consideración por la libertad del individuo. Resulta intolerable pensar que todos sus amigos no tienen más que acercarse para...
—De esa manera los tengo a todos bajo control —interrumpió con sequedad el señor Verloc.
—Sería mucho más adecuado tenerlos a todos bajo siete llaves. Hay que disciplinar a Inglaterra. La imbécil burguesía de este país se hace cómplice de la propia gente cuyo objetivo es sacarla de sus casas y llevarla a morir de hambre en las cunetas. Y todavía cuenta con el poder político, que ojalá tuviera el sentido de utilizar para mantenerse donde está. Supongo que estará usted de acuerdo en que la clase media es estúpida...
El señor Verloc asintió con brusquedad.
—Lo es.
—Carece de imaginación. Le ciega una vanidad idiota. Lo que le hace falta ahora mismo es un buen sobresalto. Está en el momento psicológico para poner a sus amigos a trabajar. Si lo he hecho llamar ha sido para exponerle mi idea.
Y el señor Vladimir expuso su idea con superioridad, con desdén y condescendencia, exhibiendo al mismo tiempo un caudal de ignorancia en cuanto a los verdaderos propósitos, pensamientos y métodos revolucionarios, que llenó al señor Verloc de íntima consternación. Confundía las causas con los efectos más allá de lo excusable; a los más distinguidos propagandistas con los impulsivos portadores de bombas; imaginaba una organización allí donde por la naturaleza de las cosas no podía existir; de pronto hablaba del partido social revolucionario como de un ejército perfectamente disciplinado, en el que la palabra de los jefes era decisiva, y en otro momento como si hubiera sido la más laxa de las asociaciones de temerarios bandoleros que jamás acampara en un paso de montaña. En una ocasión, el señor Verloc abrió la boca para protestar, pero fue disuadido por una blanca mano grande y bien formada alzada ante él. Muy pronto estuvo demasiado abrumado incluso para protestar. Escuchaba con la inmovilidad del sobrecogimiento, que pasaba por la de una profunda atención.
—Una serie de atentados —continuó el señor Vladimir calmosamente— ejecutados aquí en este país. No nada más planeados aquí: eso no serviría, no les importaría. Sus amigos podrían pegar fuego a medio Continente sin mover a la opinión pública de aquí a favor de una legislación represiva universal. Aquí nadie mira fuera de su patio trasero.
El señor Verloc carraspeó, pero le falló el ánimo y no dijo nada.
—Esos atentados no tienen por qué ser cruentos —prosiguió el señor Vladimir, como si diera una conferencia científica—, pero han de ser bastante alarmantes... eficaces. Que sean contra edificios, por ejemplo. ¿Cuál es el fetiche de moda reconocido por toda la burguesía? ¿Eh, señor Verloc?
El señor Verloc mostró las manos abiertas y se encogió ligeramente de hombros.
—Es usted demasiado indolente para pensar —fue el comentario del señor Vladimir ante aquel gesto—. Preste atención a lo que le digo. El fetiche actual no es ni la realeza ni la religión. En consecuencia, palacio e iglesia deben dejarse en paz. ¿Comprende lo que le digo, señor Verloc?
La consternación y el desprecio del señor Verloc hallaron cauce en un intento de frivolidad.
—Perfectamente. Pero ¿qué hay de las embajadas? Una serie de ataques a varias embajadas —empezó diciendo; pero no pudo soportar la mirada fría y vigilante del Primer Secretario.
—Veo que puede usted ser gracioso —observó este último, sin darle importancia—. Eso