El señor Verloc, tras un gruñido de sorpresa, retomó el sofá. Alexander Ossipon, a quien el techo bajo hizo parecer más alto con su raído traje azul de sarga, se puso de pie, estiró sus miembros entumecidos por una prolongada inmovilidad y se encaminó con lentitud hacia la cocina (dos escalones más abajo) a ver por encima del hombro de Stevie. Al regresar dijo, en tono magistral:
—Muy bueno. Muy característico, perfectamente típico.
—¿Qué es lo muy bueno? —gruñó inquisitivamente el señor Verloc, instalado de nuevo en el extremo del sofá. El otro se explicó como al descuido, con un toque de condescendencia e indicando la cocina con un movimiento de la cabeza:
—Típico de esa forma de degeneración... me refiero a los dibujos.
—Usted llamaría degenerado a ese muchacho, ¿verdad? —masculló el señor Verloc.
El camarada Alexander Ossipon —alias El Doctor, ex estudiante de medicina, sin título; posteriormente orador itinerante en asociaciones obreras sobre los aspectos socialistas de la higiene; autor de un conocido estudio cuasimédico (bajo la forma de un panfleto barato prontamente secuestrado por la policía) titulado “Los corrosivos vicios de las clases medias”; delegado especial (junto con Karl Yundt y Michaelis) del más o menos misterioso Comité Rojo, para la tarea de propaganda escrita— dirigió a aquel oscuro conocido de al menos dos embajadas esa insufrible mirada de suficiencia, irremediablemente densa, que sólo el contacto habitual con la ciencia puede otorgar a la opacidad del común de los mortales.
—Así es como cabe llamarlo, científicamente. Muy buen ejemplar además, en conjunto, de ese tipo de degenerado. Vale la pena fijarse en los lóbulos de las orejas. Leyendo a Lombroso...
El señor Verloc, mosqueado y arrellenado en el sofá, siguió mirándose la hilera de botones de su chaleco, pero sus mejillas se tiñeron de un leve sonrojo. De un tiempo a esta parte, hasta el más sencillo derivado de la palabra ciencia (un término en sí mismo inofensivo y de vago significado) tenía el extraño poder de invocar en su mente una visión desagradable del señor Vladimir como si lo tuviese enfrente, con una nitidez casi sobrenatural. Y este fenómeno, que merecería con justicia ser clasificado entre las maravillas de la ciencia, inducía en el señor Verloc un estado emocional de exasperada aprensión, que tendía a manifestarse en violentas palabrotas. Pero no dijo nada. A quien se oyó fue a Karl Yundt, implacable hasta el último aliento.
—Lombroso es un burro.
El camarada Ossipon afrontó la sorpresa de aquella blasfemia con una mirada de tremendo estupor. Y el otro, cuyos ojos apagados y sin brillo intensificaban las profundas sombras bajo la gran frente huesuda, barbotó, con la punta de la lengua trabándosele entre los labios cada dos palabras, como si la masticara con rabia:
—¿Habráse visto alguna vez un idiota semejante? Para él, el delincuente es el preso. Sencillo, ¿verdad? ¿Y qué hay de quienes lo encerraron allí, de los que lo metieron allí por la fuerza? Exactamente: lo metieron allí por la fuerza. ¿Y qué es el delito? ¿Lo sabe él, ese imbécil que se ha abierto camino en este mundo de tontos atiborrados fijándose en las orejas y los dientes de un montón de pobres diablos desafortunados? ¿Los dientes y las orejas identifican al delincuente? ¿De veras? ¿Y qué me dicen de la ley, esa especie de instrumento de marcar ganado inventado por los sobrealimentados para protegerse de los hambrientos, que lo señala todavía mejor? El hierro al rojo aplicado sobre su despreciable piel, ¿eh? ¿No oléis y oís desde aquí arder y sisear la gruesa epidermis del pueblo? Es así como se fabrican los criminales, para que vuestros Lombrosos escriban estupideces sobre ellos.
La pasión hacía que sus piernas y la empuñadura del bastón le temblasen al unísono, en tanto que el tronco, bajo los pliegues de la cogotera, conservaba su histórica actitud desafiante. Parecía husmear el aire corrupto de la crueldad social, aguzar los oídos para percibir sus atroces sonidos. Había en su postura un extraordinario poder de sugestión. El prácticamente moribundo veterano de las guerras de la dinamita había sido en su tiempo un gran actor —un actor en los estrados, en las asambleas secretas, en privadas entrevistas—. En persona, el famoso terrorista no había alzado nunca ni siquiera el meñique contra el edificio social. No fue en modo alguno hombre de acción, ni tampoco un orador de elocuencia torrencial de los que arrastran consigo a las masas en el fragor de una espumosa corriente de entusiasmo. Con intención más sutil, asumió el papel de descarado y ponzoñoso instigador de los siniestros impulsos que acechan en la ciega envidia y la vanidad exasperada de la ignorancia, en el sufrimiento y la desolación de la pobreza, en todas las esperanzadas y nobles ilusiones propias de la cólera, la piedad y la rebelión justas. La sombra de su maligno don lo impregnaba aún como el olor de una droga letal en un antiguo frasco de veneno, vacío ahora, inútil, listo para ser arrojado al basurero de las cosas que han dejado de servir.
Michaelis, el apóstol en libertad condicional, sonrió de manera vaga con los labios pegados; su pastosa cara de luna se inclinó bajo el peso de un melancólico asentimiento. Él mismo había estado preso. Su propia piel había siseado bajo el hierro al rojo, murmuró muy bajo. Pero para entonces el camarada Ossipon, apodado El Doctor, había superado la conmoción.
—Usted no entiende —empezó diciendo en tono desdeñoso, pero se interrumpió enseguida, intimidado por la opaca negrura de los ojos cavernosos en el rostro que se volvía lentamente hacia él con una mirada ausente, como guiado sólo por el sonido. Con un leve encogimiento de hombros, renunció a la discusión.
Stevie, acostumbrado a andar por la casa sin que le prestasen atención, se había levantado de la mesa de la cocina, para llevarse consigo el dibujo a la cama. Había llegado a la puerta de la salita a tiempo para recibir de lleno el impacto de las elocuentes imágenes de Karl Yundt. La hoja de papel cubierta de círculos se le soltó de entre los dedos y cayó, mientras él se quedaba mirando fijamente al viejo terrorista, como clavado de pronto en el sitio por un horror enfermizo y el espanto al dolor físico. Stevie sabía muy bien que el hierro candente sobre la piel duele muchísimo. Sus asustados ojos fulguraron indignados: dolería terriblemente. Se quedó con la boca abierta.
Mediante el arbitrio de mirar al fuego sin pestañear, Michaelis había recuperado la sensación de aislamiento necesaria para retomar el hilo de su pensamiento. Su optimismo había empezado a fluir de sus labios. Él consideraba al capitalismo condenado desde la cuna, nacido con el veneno del principio de competencia en su sistema vital. Veía a los grandes capitalistas devorando a los pequeños, concentrando el poder y los medios de producción en grandes conglomerados, perfeccionando procesos industriales, y en el frenesí del propio agigantamiento preparando, organizando, enriqueciendo, aprontando la legítima herencia del sufriente proletariado. Michaelis pronunció la gran palabra, “paciencia”, y la mirada de sus ojos azul pálido, elevada hacia el bajo cielo raso de la sala del señor Verloc, fue una manifestación de seráfica confianza. En el umbral, Stevie, serenado, parecía sumergido en un letargo mental.
El camarada Ossipon contrajo el rostro, exasperado.