Sacó de la gaveta la caja del dinero y al volverse para dejar la tienda se dio cuenta de que Stevie todavía estaba abajo.
“¿Qué diablos está haciendo aquí?”, se preguntó el señor Verloc. “¿A qué se debe esta travesura?” Miró confuso a su cuñado, pero no le pidió explicaciones. La relación del señor Verloc con Stevie se limitaba a un ocasional “mis botas” refunfuñado después del desayuno, e incluso eso era, más que una orden o petición directa, la indicación genérica de una necesidad. Con cierta sorpresa, el señor Verloc comprendió que, en rigor, no sabía realmente qué decirle a Stevie. Se quedó parado en medio de la sala, mirando en silencio hacia la cocina. Ni siquiera supo qué podía pasar si dijera algo. Y eso le pareció muy raro al señor Verloc considerando el hecho —que de pronto le vino a la cabeza— de que él también tenía que mantener a ese sujeto. Nunca, hasta entonces, había pensado ni por un momento en ese aspecto de la existencia de Stevie.
Efectivamente, no sabía cómo hablarle al muchacho. Lo observó gesticular y murmurar en la cocina. Stevie daba vueltas alrededor de la mesa como un animal excitado en su jaula. Como un tentativo: “¿No sería mejor que te fueras a la cama ahora?” no produjo efecto alguno, el señor Verloc abandonó la absorta contemplación de la conducta de su cuñado y cruzó lleno de hastío la sala, con la caja del dinero en la mano. Ya que la causa de la languidez generalizada que sentía al subir las escaleras era puramente mental, se alarmó por su carácter inexplicable. Esperaba no estar enfermándose. Se detuvo en el oscuro rellano para examinar sus sensaciones. Pero el débil y continuo sonido de un ronquido que llenaba la oscuridad interfería con el discernimiento. El sonido provenía del cuarto de su suegra. “Otra más para mantener”, pensó; y con ese pensamiento entró en su habitación.
La señora Verloc se había quedado dormida con el quinqué encendido al máximo sobre la mesita de noche (en el piso superior no había instalación de gas). La brillante luz atravesaba la pantalla transparente y caía sobre la almohada blanca, hundida por el peso de su cabeza, que descansaba con los ojos cerrados y el pelo oscuro recogido para la noche en varias trenzas. La mujer se despertó por el sonido de su nombre en los oídos y vio a su marido inclinado sobre ella.
—¡Winnie, Winnie!
Al principio permaneció muy tranquila, sin lograr despertarse del todo, mirando la caja que el señor Verloc traía en las manos. Pero cuando comprendió que su hermano estaba abajo “dando vueltas alrededor de la mesa”, se sentó en el borde de la cama con un rápido movimiento. Sus pies descalzos se asomaban por la parte inferior de un saco de algodón con mangas y sin adornos, abotonado firmemente en el cuello y las muñecas, y tantearon sobre la alfombra buscando las pantunflas, mientras ella observaba la cara de su marido.
—No sé cómo tratarlo —explicó malhumorado el señor Verloc—. No es conveniente dejarlo solo abajo con las luces encendidas.
Ella, sin decir nada, se deslizó con rapidez por la habitación, y la puerta se cerró detrás de su blanca figura.
El señor Verloc depositó la caja sobre la mesita de noche y comenzó la operación de desvestirse arrojando su abrigo en una silla alejada. Siguieron el saco y el chaleco. Caminó por el cuarto en calcetines tomándose con nerviosa inquietud la garganta con las manos, su corpulenta figura pasaba una y otra vez frente al espejo de la puerta del ropero de su mujer. Posteriormente, después de quitarse los tirantes, recogió con violencia la persiana y apoyó la frente contra el frío del vidrio de la ventana, una frágil hoja de vidrio se interponía entre él y la inmensidad de la helada, negra, húmeda, turbia e inhospitalaria acumulación de ladrillos, tejas y piedras, elementos de por sí desagradables y hostiles para el hombre.
El señor Verloc sintió la enemistad latente de todo en el mundo exterior con una intensidad cercana a la auténtica angustia física. No existe ocupación que frustre de forma más completa a un hombre que la de agente secreto de la policía. Es como si de pronto el caballo cayera muerto bajo tus piernas, en medio de una llanura deshabitada y árida. Al señor Verloc se le ocurrió la comparación porque en algún momento había montado unos cuantos caballos del ejército y ahora tenía la sensación de una inminente caída. El panorama se presentaba tan negro como el vidrio de la ventana contra el que tenía apoyada la frente. Y de pronto el rostro del señor Vladimir, afeitado y sarcástico, surgió rodeado por el halo resplandeciente de su piel rojiza, como una especie de luz roja suspendida en la ominosa oscuridad.
Esa luminosa y mutilada visión fue tan horrenda físicamente para el señor Verloc que se apartó de la ventana cerrando con un gran estrépito la persiana. Sintiéndose enfermo y sin poder articular palabra por el temor de nuevas visiones como ésa, vio que su mujer volvía a entrar en la habitación y se metía bajo las cobijas con tanta tranquilidad y naturalidad, que se sintió irremediablemente solo en el mundo y sin esperanza. La señora Verloc manifestó su sorpresa al verlo levantado todavía.
—No me siento muy bien —murmuró él, pasando sus manos por la frente húmeda.
—¿Estás mareado?
—Sí. No estoy nada bien.
La señora Verloc, con la tranquilidad de una esposa experta, expresó su confiada opinión sobre la causa de aquella condición y sugirió los remedios usuales; pero su marido, clavado a la mitad de la habitación, movió con tristeza la cabeza gacha.
—Te vas a resfriar parado ahí —observó ella.
El señor Verloc hizo un esfuerzo, acabó de desvestirse y se metió en la cama. Abajo, en la quieta y angosta calle, unos pasos uniformes se acercaron a la casa y luego fueron muriendo, firmes y acompasados, como si el transeúnte hubiera comenzado a medir con ellos la eternidad, de farol en farol, en una noche sin fin; y el somnoliento tic tac del viejo reloj del rellano de la escalera se hizo nítido y audible en la habitación.
La señora Verloc, acostada de espaldas y mirando fijamente el techo, comentó:
—Hoy hubo poca venta.
El señor Verloc, en la misma posición, se aclaró la garganta como si fuera a formular una importante declaración, pero sólo preguntó:
—¿Cerraste el gas abajo?
—Sí —contestó la señora Verloc, con tono sereno—. El pobre chico está muy intranquilo esta noche —murmuró después de una pausa que se prolongó por tres tictacs del reloj.
Al señor Verloc le importaba un comino la excitación de Stevie, pero se sentía terriblemente desvelado, y lleno de miedo ante la oscuridad y el silencio que sobrevendrían al apagarse la lámpara. Ese temor lo llevó a observar que Stevie había desatendido su indicación de ir a la cama. La señora Verloc, que cayó en la trampa, empezó a argumentar ampliamente a su marido que no se trataba de ninguna “desobediencia”, sino de simple “excitación”. No existía en todo Londres un solo muchacho de esa edad con más disposición y docilidad que Stevie, afirmó; ninguno más afectuoso y presto a complacer, e incluso útil, siempre que la gente no le trastornara la pobre cabeza. La señora Verloc, ansiosa de que su esposo considerara a Stevie como un miembro útil de la familia, se volvió hacia su marido que estaba recostado en la almohada, se apoyó en un codo y se inclinó sobre él. Esa ardorosa compasión protectora, morbosamente exaltada en su niñez frente al sufrimiento de otro niño, tiñó sus pálidas mejillas con sutil y oscuro rubor e hizo brillar sus grandes ojos bajo los oscuros párpados. La señora Verloc parecía en ese momento más joven: tan joven como aquella Winnie, e incluso más animada de lo que la Winnie de la época en la casa de Belgravia se hubiera permitido frente a los caballeros que ahí se hospedaban. Las preocupaciones del señor Verloc habían impedido que éste entendiera totalmente el sentido a las palabras de su esposa. Era como si la voz de ella viniera desde el otro lado de un muro muy grueso. Fue su semblante lo que hizo que el señor Verloc se recobrara.