Los frutos del árbol de la vida. Omraam Mikhaël Aïvanhov. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Omraam Mikhaël Aïvanhov
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Философия
Год издания: 0
isbn: 9788412328622
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inscriben las letras del Nombre en un triángulo, de esta manera:

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      Estos 72 genios trabajan en el universo y la tradición cuenta que fue gracias a ellos que Salomón pudo construir el Templo de Jerusalén. Pues aquél que conoce los nombres de los 72 genios, que conoce sus virtudes, sus poderes, así como los momentos del año o de la jornada durante los cuales debe invocarlos, realmente puede realizar grandes cosas.

      Sevres, 27 de Marzo de 1960

      16 “Buscad el Reino de Dios y su Justicia”, Parte I: “La oración dominical: “Padre nuestro que estás en los Cielos”.

      17 El grano de la mostaza, Obras completas, t. 4, cap. I: “La vida eterna, es que Te conozcan, Tú el único verdadero Dios”.

      V

      La creación del mundo y la teoría de las emanaciones

      Imaginemos ahora que asistimos a la creación del mundo. Naturalmente, es imposible comprender cómo ocurrió realmente. Pero todos los grandes espíritus que pudieron elevarse suficientemente alto como para recibir respuestas y profundizarlas, afirman que antes de la aparición del mundo reinaba un estado de no-actividad que han asimilado al reposo, al sueño. Ese estado de no-actividad estaba en realidad animado por un poderoso movimiento. Desde luego, esto es difícil de definir y de expresar. La imagen que puede darnos la mejor idea sobre ello, es la de una rueda que gira tan rápido que ya no se la ve mover: parece inmóvil. Los grandes Rishis de la India llaman a ese estado “pralaya”. Y de ese estado de reposo en la inmensidad infinita, Dios emergió para crear el mundo proyectando una substancia de Sí mismo que el Génesis llamó “luz”.

      Pero toda creación supone una limitación y así Dios se impuso límites. Salió de esa inmensidad, de ese estado indescriptible de existencia sutil en el que Él se encontraba para formar un mundo, un receptáculo que llenó con sus emanaciones: fue Kether, la primera séfira. Ain Soph Aur, el Dios absoluto, inexpresable, incognoscible, proyectó pues un reflejo de Sí mismo: el Dios manifestado, que ha sido llamado Dios Padre para diferenciarlo del Dios absoluto, que nadie ha podido conocer.

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      Árbol sefirótico

      A su vez, el Dios Padre emanó de Sí mismo una substancia, formó el Hijo: la séfira Hochmah, la sabiduría. Y esta emanación que procedía del Dios Padre, llenó tanto la esfera de Hochmah que ésta desbordó y colmó la esfera siguiente: la séfira Binah, región de las leyes, de la inflexibilidad. Luego Binah, desbordando, comenzó a llenar otro receptáculo, Hesed, región de la misericordia, de la bondad. Y Hesed a su vez desbordó...

      Pero detengámonos un instante para constatar un hecho muy interesante: la emanación divina, al verterse de un mundo para formar otro, cambia de polaridad, de aspecto, de rostro. Deja Hochmah, en donde representa la armonía universal, para entrar en Binah que representa la justicia, la severidad implacable, irreductible. Deja Binah para derramarse en Hesed, donde se manifiesta por el contrario como gracia, clemencia, indulgencia, perdón. Y he aquí ahora que esta generosidad, esta misericordia, derramándose en otro mundo, el de Geburah, se transforma en combatividad (es la región de Marte), en voluntad formidable, en fuego devorador.

      A medida que se desborda y forma nuevos mundos, la emanación divina se condensa más y más. Es siempre la misma quintaesencia, pero cada vez más densa para hacer un trabajo siempre diferente, para crear sin cesar nuevas energías, nuevos colores, nuevas formas. Al dejar Geburah, se vierte en otra región, el mundo del Sol, Tipheret, la belleza.

      “Pero si en nuestro sistema solar, el sol es más importante que los planetas, os preguntaréis, ¿cómo es posible que en el Árbol sefirótico esté situado después de Marte?” Sí, tal como los cabalistas lo situaron sobre el Árbol, la región espiritual de Marte está emplazada más alta que la del Sol. Pero no hay que comparar dos sistemas que pertenecen en realidad a planos diferentes: el sistema solar, tal como los astrónomos lo observan, es un conjunto de cuerpos físicos, mientras que el Árbol sefirótico es un conjunto de regiones espirituales. Marte, en el Árbol sefirótico, no es el planeta que vemos en el cielo y ni siquiera el de la astrología, sino un principio espiritual. El planeta Marte es una condensación, una representación material de fuerzas espirituales que están en Geburah. Y el principio que está en Geburah, no es en realidad ni superior ni inferior al que se encuentra en Tipheret.

      Tipheret es la región de la belleza, belleza en la inteligencia, belleza en la luz, en la pureza, porque nada hay más puro que la luz. Y la pureza de Tipheret es de otra naturaleza más sutil que la de Iesod. ¿Por qué? Volveremos a tratar este tema enseguida. Pero una vez más, podéis constatar que no es el Sol quien colma de luz y de vida a Marte, Júpiter y Saturno, como en astronomía. No, él recibe la vida divina de esas regiones superiores y la vierte en el receptáculo de Netzach, o Venus, la región del amor.

      Luego, la emanación divina de Netzach, desborda y se polariza una vez más en forma diferente llenando Hod, la región del intelecto. Y he aquí el saber, el razonamiento, el conocimiento de las cosas concretas. ¿Cómo es posible que el amor de Netzach haya producido la inteligencia y el saber de Hod?... Esta emanación que viene de muy alto recorre pues un camino en forma de sinusoide.

      Pero Hod fluye a su vez y desborda para llenar la séfira Iesod, llamada también la región de la vida. ¿Acaso la vida no existía ya en las regiones superiores? Sí, desde luego, pero una vida de un grado distinto, desconocida, invisible, inaccesible, como la vida de los Arcángeles, de las divinidades. ¿Por qué no tenemos con los Arcángeles los mismos contactos que con los humanos?... Es a partir de Iesod que se manifiesta la vida tal como la conocemos: esta séfira proporciona un protoplasma, una materia más condensada, propicia para la formación de los organismos y de las materias vivientes. Iesod es el dominio de la vida y de la pureza.

      Por último, este torrente que emana de la Fuente divina, habiendo colmado a Iesod, desbordó para formar Malkut, la última séfira. Primero formó el aspecto etérico, es decir el grado sutil de la materia; luego, una parte del lado etérico se condensó aún más hasta el punto de convertirse en esta materia física que vemos, que tocamos. Y es eso, Malkut, la tierra: una escoria. En realidad, la tierra no es otra cosa que la quintaesencia divina, ya os lo he dicho, pero condensada, que se ha vuelto cada vez más opaca, pesada... ¡Y si se consiguiera reintegrarla al estado sutil, se observaría que es tan pura, tan luminosa, tan maravillosa como la materia de Kether! El problema, es conseguir sutilizarla.

      Aquí es donde adquiere importancia comprender los dos procesos “solve” y “coagula”, las dos operaciones del trabajo alquímico, una permite condensar la materia y la otra diluirla. Un día, el universo volverá a ser luz y recuperará su estado primordial de pureza y transparencia. La materia será tal como Dios la emanó originalmente de Sí mismo. O más bien, no es la materia lo que Él emanó, sino una quintaesencia de Sí mismo que Él condensó y convirtió en materia. Dios, sin duda, no tenía en Él ninguna partícula de materia, fue Él quien formó la materia.

      La materia es el resultado de la actividad del espíritu, es el espíritu el que, al condensarse, formó la materia. A medida que se condensaba, el espíritu formó una sustancia sobre la cual actúa, produciendo múltiples formas. El espíritu y la materia son dos aspectos de Dios Mismo. La materia es tan sagrada,