Santander-Bretaña-Santander en el Corto Maltés, un velero de 6 metros. Álvaro González de Aledo Linos. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Álvaro González de Aledo Linos
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги о Путешествиях
Год издания: 0
isbn: 9788416848133
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días se estaban repitiendo en Arcachon.

      El segundo día lo dedicamos a desembarcar en la isla. Para ello hay que varar pues no tiene puertos o desembarcaderos. Nos acercamos al pie de las dos cabañas de madera sobre pilotes que salen en todas las postales de Arcachon. En marea alta ofrecen una imagen deliciosa, plantadas en mitad del mar pues se encuentran a un kilómetro y medio de la parte emergida de la isla. Una de ellas es privada, suponemos que para un uso cercano a la pesca, y la otra es accesible. Varamos a unos cincuenta metros de ellas (aunque se puede llegar hasta apoyar el barco en sus pilotes) un poco por debajo de la línea de pleamar para poder salir antes el día siguiente y no tener que esperar hasta el final de la pleamar. Así ganaríamos alguna hora para reflotar. Al bajar la marea el barco estuvo como media hora dando golpecitos con el fondo porque hacía bastante viento y levantaba una olita persistente. Luego vino la calma absoluta como ya comenté en la prueba que hicimos en Santander, y hacía raro estar en un barco que no se movía nada. Todo se desarrolló bien y nos fuimos a conocer el poblado. El primer tramo es muy difícil, pues no hay sendero y tienes que andar como dos kilómetros por una zona de pantanal (la que se inunda cuando sube la marea) con fondo de basa y lleno de moluscos, como el Páramo de la bahía de Santander. Te hundes en ese terreno y se te ponen los pies negros, y eso si no pierdes una chancla por el camino absorbida por el barro. También tiene unos estanques circulares, construidos con conchas de ostra, que no supimos para qué servían. Luego entramos en la zona de la isla que siempre queda emergida, donde los senderos están pavimentados con conchas de ostras. El poblado consiste en una aglomeración de cabañas, no más de veinte, que no tienen luz ni agua, y en las que viven de forma permanente u ocasional algunas personas, unas dedicadas a la pesca y otras como vivienda de vacaciones. Las gestiona el ayuntamiento y cuando una queda vacía se arrienda por diez años, y pese a la precariedad de vida en la isla están muy solicitadas. Cuando llegamos Ana y yo todo estaba desierto, todas las casas cerradas menos una que obviamente tenía alguien dentro pues había zapatos fuera, la bombona de butano, las contraventanas abiertas, etc., y aunque estuvimos un rato por allí esperando a ver si salía y nos enrollábamos un rato, para que nos contase su vida en un sitio tan inhóspito, al final no salió. Creemos que sería el propietario del único barco que había en un regato (ya seco, aunque acababa de empezar a bajar la marea) que atravesaba el poblado y cuyos embarcaderos estaban hechos también con conchas de ostras.

      Cuando volvimos el sol se ponía tras el horizonte como una gran naranja partida, y nos encontramos que el Corto Maltés se había quedado solo en el fondeadero. Muchos barcos de Arcachon se acercan a estos parajes a pasar el día, pero vuelven a casa por la noche y eso habían hecho los que nos encontramos al llegar. Nos quedamos Ana y yo solos en mitad de la nada. Veníamos con los pies negros de basa, pero antes de que el mar se retirase habíamos preparado un caldero de agua en la bañera para la vuelta. Al regresar se agradece tener con qué lavarte los pies antes de volver a bordo y no mancharlo todo, pero si no lo haces mientras la marea está alta luego no tienes de dónde cogerlo, pues el mar se ha retirado. Nosotros ya sabíamos lo de los desembarcos en el Páramo de Santander y no nos cogió desprevenidos. Cenamos en aquel sitio paradisíaco y nos fuimos a dormir esperando un reflotamiento tranquilo como el que habíamos experimentado en Santander.

      Pero todo paraíso tiene su purgatorio, y en este vino por la noche. Estando varados, hacia las dos de la madrugada salió un viento del Norte con rachas de 15-20 nudos que hacía temblar el palo, aun estando en tierra, acompañado de chubascos. La jarcia silbaba más que nunca, ya que al estar el barco varado no cede ante la fuerza de las rachas, y al oponer más resistencia la jarcia silba y vibra más que estando a flote. La isla está muy poco elevada sobre el mar, apenas un metro, y no ofrece resguardo, o sea que estábamos como si fuera en medio del mar. Como éramos nuevos en el sitio no conocíamos ni el detalle de la configuración de la isla ni los vientos habituales en la zona, porque más tarde nos dijeron que este arreciamiento por la noche estaba siendo habitual esos días, como pudimos comprobar las noches siguientes. Estábamos acostumbrados a Santander, donde en verano sopla por el día pero llega el recalmón total por la noche. No se podía dormir con aquel ruido. Para más inri la pleamar era a las 4:30, y nos tocó aguantar otra vez los golpes del casco contra la arena, porque las olas seguían azotando el barco. No nos apetecía aguantarlos otras dos veces (el inicio de la bajada de la marea a las 4:30, y el repunte de la pleamar por la tarde, cuando teníamos pensado marcharnos) pero tampoco podíamos irnos del fondeo de madrugada porque en toda la bahía está prohibido navegar de noche. Esto último es lógico, pues es un laberinto de parques de ostras sin señalización luminosa del que no sales ileso como lo intentes. Así que en mitad de la negrura intentamos una maniobra desesperada buscando aguas más profundas, pero sabiendo que pasadas estas teníamos un parque de ostras a sotavento.

      En teoría, la maniobra era sencilla. Estábamos fondeados por proa con un ancla que estaba aguantando casi toda la fuerza del viento, y por popa con otra que solo era para mantenernos en la posición perpendicular a la línea de marea cuando subiese, pero que como el viento entraba un poco por el través también estaba a tensión. Debíamos cazar la de proa para que el barco avanzase hasta la vertical del ancla, largando el cabo de la popa, levantar entonces el ancla de proa y dejar que el barco basculase hasta quedar colgado de la de popa. Si todo salía bien ganaríamos 25 metros hacia sotavento (la longitud del cabo del ancla de popa) es decir, hacia aguas más profundas. Pero eso era la teoría. En la práctica la tensión del ancla de proa era tal que nos faltaba fuerza para hacer avanzar el barco, y no queríamos ayudar con el motor porque teníamos otro cabo en popa, y además plomado, que podía enredarse con la hélice (el accidente típico que lo complica todo). Por si fuera poco, estábamos en la oscuridad total, solo alumbrados por las linternas frontales. Lo resolvimos pasando el cabo del ancla de proa al winchi de la escota del génova para hacer más fuerza, y añadiendo 25 metros más al ancla de popa, que íbamos largando a medida que cazábamos la de proa. Cuando llegamos a la vertical del ancla de proa hubo otro problema inesperado. Al levantarla el barco empezó a bascular con un recorrido circular bastante escorado a sotavento. Pero los puntales seguían puestos porque no nos había dado tiempo a retirarlos. Con la escora el puntal de sotavento no paraba de rozar el fondo, añadiendo estrés a la maniobra por el temor de quedarnos fijos al fondo por el puntal y atravesados al viento, lo que llevaría a varar apoyados en la panza y con el puntal debajo, con riesgo de dañar el casco. Esta vez la suerte nos acompañó y terminamos el giro completo sin incidentes, hasta quedar colgados del ancla de popa 50 metros a sotavento de la posición original, ya en aguas profundas. Pudimos salir del cepo a eso de las 6 de la madrugada. Aunque todo terminó bien, habíamos estado trabajando toda la madrugada y quedamos exhaustos. Fondeamos en un lugar profundo para dormir un poco esperando continuar la navegación por la mañana. Y esta vez por suerte no se bloqueó la orza, porque era lo único que nos hubiera faltado para rematar la noche.

      Nuestra conclusión fue que la varada con los puntales tiene muchos riesgos en aguas abiertas, quedando expuestos a muchos imprevistos difíciles de resolver. En el futuro intentaríamos usarlos solo en aguas muy protegidas. Pese a todo, la visita a la isla fue una de las más agradables del viaje, y sin duda mereció la pena.

      Capítulo 6

       El cap Ferret y el banc d’Arguin

      Al clarear el día, poco después de las 7 de la mañana, salimos con destino al puerto de La Vigne (44º 40,4’ N; 1º 14,3’ W). Habíamos conseguido un favor muy especial, precisamente por venir “del Océano” como comenté. El puerto de La Vigne, en la costa Este de la península de Cap Ferret, es un puertito privado que normalmente no tiene plazas para visitantes. Es el único de la bahía, junto al de Arcachon, que no se vacía completamente en bajamar, aunque solo le queda una profundidad inferior a un metro. Nos venía muy bien como lugar de base para conocer esa península, porque la única alternativa era fondear o coger una boya, y en ninguno de esos casos podríamos desembarcar las bicis para movernos por carretera. Cuando se lo dijimos al responsable de la Capitanía de Arcachon les llamó por teléfono, y al decirles que éramos españoles y que veníamos “del Océano” con un barco de seis metros, nos permitieron pernoctar en una