N; 1º 8,5’ W) y que también dependen de la capitanía de Arcachon, un velero de unos ocho metros de eslora había roto tres de sus cuatro amarras por la fuerza del viento del Noroeste, que aún soplaba duro, y la cuarta era solo un hilillo a punto de romperse. Estaba fuera, descolocado, solo sujeto al finger por la amarra de popa a estribor, y golpeaba su costado de estribor, que ya tenía destrozado, contra el fueraborda y el espejo de popa de su vecino. Con aquellas olas no habría durado ni media hora la amarra que le quedaba y se habría estrellado contra la costa u otro pantalán. Por lo demás el velero tenía pinta de abandonado, por la suciedad y descuido general que manifestaba. Lo introdujimos de nuevo a su sitio de atraque, lo amarramos como pudimos (uniendo los trocitos de cabo que le quedaban y buscando puntos fijos de donde amarrarlo, porque las cornamusas se le habían arrancado) y dimos parte a la capitanía donde nos dijeron que localizarían al dueño al día siguiente. A veces nos quedamos con la duda de estas buenas intenciones, pues los barcos dejados “morir” en un atraque son un peligro constante para los vecinos, a veces son de dueños que ya ni pagan por el atraque, y puede que la marina prefiera que se hundan de una vez y dejen el atraque libre para otro barco en un mercado en el que siempre es mayor la demanda que la oferta de plazas, y especialmente en Francia. Pese a ello, esa noche nos fuimos a la cama con la conciencia tranquila por haber salvado a uno, o a dos barcos, del naufragio. Y nos costó tomar la decisión de hacer algo, porque siempre te queda el temor de que alguien te vea enredar y se sospeche que fuiste tú el causante del desaguisado.