Al entrar en la habitación me doy cuenta de que Caleb sigue siendo Caleb, el amigo divertido y espontáneo con quien jamás me aburría. Tiene las paredes cubiertas de pósteres de series japonesas, cómics y películas de todo tipo. Predomina la inclinación marvelita, pues hay como medio centenar de figuras de acción de superhéroes de Marvel en una estantería junto al escritorio del ordenador. Aunque también veo algún que otro Batman y Superman. Frente a su cama hay una diana con varias fotografías agujereadas en ella y en su mesita de noche un juego de dardos.
—Sí, estás ahí —me advierte—. Junto a Ben Affleck con la máscara de Batman. Los dos me decepcionasteis.
— ¿Por esa razón atraviesas mi foto del anuario con un dardo todas las noches?
—Te equivocas, Connor.
— Pues ya me dirás qué hago en la diana…
—No lo hago por las noches, es todas las mañanas. Me ayuda a levantarme con energía y buenas vibraciones.
—Gracias, Cal.
—De nada.
Me miro al espejo de la habitación, cargado de viejas pegatinas coleccionables de Naruto.
—¿Qué te ha pasado? —pregunta Caleb al mirarme fijamente en el reflejo.
—No lo sé, colega. Ayer dejé la fiesta porque me sentía mal, aunque no recuerdo detalle alguno de nada. —Miro los ojos de Cal y me pierdo en ellos—. Me arrastré hasta mi habitación y supongo que allí ocurrió.
—El qué.
—Mi muerte…
Giro la cabeza para ver mi habitación desde la ventana de mi vecino. Sé que sigo ahí, en la cama, sin vida. Es extraño pensar en la muerte así. Ya me ocurrió cuando murió Duster, nuestro labrador retriever y un miembro más de la familia hasta mis catorce años. Duster fue para mí más que un perro. Siempre me seguía a todas partes. Incluso me acompañaba al bus de clase y me esperaba en la acera al llegar. Me pasaba horas jugando con él en el jardín después de estudiar mientras Duster dormía su siesta diaria. Nunca he dejado de echarle de menos, su ausencia aún duele. Cuando murió de cáncer me era imposible estar en casa sin mi gran amigo a mi lado, yendo de un lado a otro en busca de algo que llevarse a la boca. Las noches sin él a los pies de la cama se volvieron frías y solitarias. Algo así siento ahora que soy yo quien se ha marchado. Es imposible no pensar que todo esto es mentira, una gran tomadura de pelo que ya dura demasiado y empieza a resultar insoportable. No puedo haber muerto. ¿Qué va a ser de mi familia ahora? ¿Qué va a ser de mí? No quiero desaparecer. Dejar de existir no estaba en mis planes, maldita sea. Debe tratarse de una broma. Una broma cruel y despiadada del puñetero destino…
Me acerco a la ventana y corro las cortinas.
—¿Qué haces?
—Mi madre no tardará en despertarme. No quiero verlo.
Vuelvo al espejo.
—Espero que no sea Daisy quien me encuentre.
Freno el llanto que se empeña en salir.
—Connor, siento ser un insensible, pero tenemos que arreglar esto.
—¿A qué te refieres?
—Tienes que salir de mi cuerpo, devolvérmelo.
—Tienes razón, pero no sé cómo hacerlo. Ni siquiera supe entrar. Solo… ocurrió.
—¿Cómo fue? ¿Qué hiciste o pensaste? —insiste Caleb, y le comprendo.
—Intentaba hablar contigo, llamar tu atención. Me atravesaste como si fuese de aire. Te grité. Te llamé. Hice aspavientos…
—Vuelve a hacerlo.
Me preparo frente al espejo, sin apartar la mirada.
—Caleb, te devuelvo tu cuerpo —digo.
Nada.
—Caleb, quiero salir —pruebo, pero el resultado es el mismo.
—Maldita sea —oigo a Cal.
—Tranquilo, te devolveré tu cuerpo antes de que me claves un dardo en la cara o algo así.
—¿Te parece el momento para hablar de eso? —pregunta.
—Ya sé que fui un imbécil, pero no por eso merezco esto.
Me siento sobre la cama, derrotado.
—Claro que no mereces esto, Connor, pero quiero recuperar mi cuerpo.
—Lo siento, no sé hacerlo.
—Si te soy sincero, no creo que sea real —comenta Cal—. Juraría que sigo en la cama, soñando este absurdo reencuentro paranormal.
—¿En serio?
—Sí.
—Probemos una cosa.
Pellizco el brazo de Caleb con fuerza, hasta que él se queja y yo lo soporto, porque también me ha dolido.
—¿Qué ha sido eso? —pregunta.
—Nos he pellizcado.
—No seas idiota, eso no funciona para despertarse de una pesadilla.
—Qué sugieres para convencerte…
—No sé, piensa en alguna historia de fantasmas y posesiones.
—¿Tengo que potar una cantidad imposible de algo verde para que me creas, Cal?
—¡Ya lo tengo! —grita.
—Baja el tono, colega. Me va a explotar la cabeza.
—Coge algo para leer. Sin mis gafas, no podrás leerlo.
—¿Qué?
—Que seas un fantasma que ha poseído mi cuerpo no quiere decir que hayas reparado mis ojos. Eres un espíritu o alma o lo que sea, pero no un dios —me explica.
Me levanto y cojo el libro de Francés de su escritorio.
—Adelante, ábrelo y lee —me pide.
Abro el libro por cualquier página y trato de leer. El texto se empaña de tal modo que me es imposible. Todo está borroso.
—No veo una mierda.
—¡Bingo!
Incluso Caleb necesita un instante para darse cuenta de que su teoría se ha ido al traste.
Él no está soñando.
Yo estoy muerto.
—¿Bingo? —le pregunto—. Eso quiere decir que no estás soñando, según tu profesional conocimiento sobre realidad y sueño.
—Ya… Lo siento.
—¿Por qué?
—Porque entonces estás muerto.
—Y