—¿Qué ocurre? —pregunta la voz de Caleb.
—Nada.
—Entonces, ¿a quién insultas? Y por qué corres.
Estoy corriendo, aunque no sé cuándo empecé a hacerlo. También estoy llorando, las lágrimas han vuelto. Como lo han hecho las ganas de gritar. Ojalá pudiese apagar la vida y retroceder al día de ayer. ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora, cuando todo podría haber mejorado? ¡Maldita sea, solo tengo diecisiete años!
Mis pasos se desvían del camino hacia casa de Beth y tomo el sendero del río. Corro con todas mis fuerzas. Quizá no, solo con la capacidad del abandonado cuerpo de Caleb, que se calienta con cada zancada que le ordeno dar. Dejo atrás un rastro de desconsuelo que nada puede aplacar en este momento. El aire cambia, se vuelve más fresco. También el aroma a civilización que queda a mi espalda se transforma. Con cada pisada sobre el lecho de hojas libero el olor de los arces. Es agradable, pero no estoy aquí por eso. Necesito soltar la ira que recorre en mi nombre el cuerpo de Caleb, a quien estoy poniendo a prueba físicamente en estos momentos.
Veo el río a unos metros entre los árboles y no me detengo. Sigo adelante, ahogado en la verdad que encierra todo mi ser. Estoy a punto de lanzarme sobre el agua del Mississippi.
—¡Para! —grita Caleb, asustado.
Obedezco. Me apoyo en sus rodillas, que gimen por el esfuerzo al que no están acostumbradas. Respiro como un motor estropeado. Caleb está hecho polvo.
—¿Qué o-curre?
—No sé nadar. Y siento que me va a explotar el pecho.
—¿Pue-des-sen-tirlo? —pregunto, recuperando el aliento.
—Claro, igual que sentí el pellizco.
—Perdona.
—No te preocupes, tú estás más jodido que yo.
En cuanto vuelvo a la serenidad de los músculos, grito. Libero toda la furia que contengo en mi alma errante sin cuerpo propio. Lo hago hasta que la garganta de Caleb decide dejar de hacerlo. Después cojo un madero de la orilla y golpeo los árboles a mi alcance. Lanzo piedras al agua. Doy patadas a todo lo que encuentro. Y lloro. Lloro como nunca.
—¿Mejor? —pregunta Caleb tras varios minutos sentado en el suelo de tierra.
—Sí.
No ha vuelto a mencionarlo, pero sé que quiere recuperar su cuerpo cuanto antes. Su vida.
—Sigamos.
La casa de Beth es tal y como la recuerdo, aunque hayan pasado unos cuatro años desde la última vez que vine. El árbol del jardín delantero aún tiene el neumático colgado de una cuerda. Junto al porche de entrada está la motocicleta de Beth, negra y roja, sus colores favoritos, con los que suele vestir a diario. No sé en qué momento se produjo su transformación, pero Beth no siempre quiso parecerse a Winona Ryder en Beetlejuice. Es cierto que, para sus cumpleaños, a los que había que asistir disfrazado, ella elegía el disfraz de alguna bruja, cada año más siniestra. Su favorito era el de Winifred Sanderson, el papel de Bette Midler en El retorno de las brujas, una sus películas favoritas. Yo siempre acudía a la llamada de lo oscuro disfrazado de Billy, el muerto viviente de la película. Quizá fue eso lo que nos mantenía unidos de un modo extraño, nuestro apego por el cine de los ochenta y noventa, una tradición de los viernes en casa desde que tengo memoria. Y agradezco a mis padres que fuese así, pues he crecido con locas aventuras e historias imposibles de olvidar.
La ventana de la habitación de Beth se encuentra en el primer piso, la de la derecha, cerca de la celosía de madera cubierta por la hiedra. Una vía de escape para alguien como Beth.
Me hago con una pequeña piedra del jardín que lanzo contra su ventana de cortinas grises. Rezo para sea suficiente. No sabría qué excusa darle a la señora Brown con el aspecto de Caleb. Tengo que hacerlo hasta en tres ocasiones para llamar la atención de Beth, pero acaba funcionando.
Ella se asoma con expresión de incertidumbre.
—Espero que alguien se esté muriendo… —comenta ella al verme; bueno, al ver a Caleb en la acera.
No me detengo a pensar en su acertado comentario.
—Hola, Beth, necesito hablar contigo. Es importante —digo con la voz de mi viejo amigo.
—Eres Reynolds, de penúltimo curso, ¿verdad? Debe haberte ocurrido algo sumamente extraño para que vengas hasta mi puerta y apedrees mi ventana, pero supongo que puede esperar al lunes.
Beth deja la ventana abierta, aunque desaparece en la oscuridad de su habitación.
—Mierda —suelto.
—En clase dicen que Beth es muy rara. Vas a tener que esforzarte.
—Espero que funcione —murmuro al sacar el teléfono de Caleb del bolsillo.
Busco el tema que llamará su atención y, con suerte, puede que le proporcione alguna pista sobre mi identidad.
Pulso «reproducir» con el volumen del teléfono al máximo. Espero que lo oiga.
Entonces, comienza a sonar In Your Eyes de Peter Gabriel, la canción que John Cusack reproduce en una vieja radio frente a la casa de su chica en la película Un gran amor.
Quizá Beth no la oiga. Al fin y al cabo, esto es un teléfono.
—¿Crees que esto la convencerá? —cuestiona Caleb.
—Lo creo.
Beth vuelve a la ventana.
—¿Has venido a conquistarme? —pregunta.
—Espera…
Pauso la música y guardo el teléfono.
—No te oía.
—¿Qué buscas con esta escena retro, Reynolds?
—Hablar, solo necesito hablar. Te prometo que no es nada romántico.
—¿Por qué sabías que saldría con esa canción?
Beth sonríe. Le ha gustado mi recurso.
—Solo lo sé. Lo entenderás cuando hablemos. Es importante, Beth. Solo tú puedes ayudarnos.
—¿Ayudaros?
Asiento una y otra vez con la cabeza. Se me acaban las convicciones.
Ella se muestra indecisa, así que acabo suplicando con las manos.
—Está bien. Espera ahí. Ahora bajo.
Los minutos que tarda en aparecer se estiran en un instante infinito. Sin darme cuenta, he ido hasta el neumático-columpio y me he sentado en él.
Una puerta al cerrarse anuncia la llegada de Beth.
—A ver, Reynolds, qué es eso tan importante…
Se acerca con las manos escondidas en el bolsillo central de una sudadera negra con un pentagrama invertido en rojo. Parece sangre. Beth es siniestramente rebelde.
Dejo el columpio.
—Verás, te parecerá una locura… —comienzo, buscando las palabras adecuadas para que no corra hacia su casa—. Pues… ¿Conoces a Connor Payton?
—¿Correcaminos?
—Sí, Correcaminos.
—¿Qué ocurre con él? ¿Quieres…
Beth