Aquí, todos se las dan de ser sinceros, afables y abiertos. Sin embargo, cada uno tiene su manada. Nosotros, los miembros de los Timberwolves del William Mayo, no nos mezclamos con inadaptados, raritos, frikis o empollones. No somos los populares, esa etiqueta se perdió en el momento que los canales de YouTube o las redes sociales cobraron más importancia de la que deberían tener. Hoy, las celebrities del instituto son Ricky Title, un chico greñudo que hace vídeos sobre experimentos caseros para su millón y medio de suscriptores, Erica Derry, la chica de las versiones de canciones más popular del estado, o Ty Meetmore, el idiota de mi curso que se pasa todo el día haciendo el payaso en TikTok.
Cristaleras y algo de ladrillo, como enormes pantallas en las que mirarse y darte cuenta de que no te gusta lo que ves.
El interior no mejora la experiencia. Cuando entro me invade un fuerte sentimiento de insignificancia. Pasillos blanqueados interminables para aprovechar la luz exterior. En Valley Rock estamos comprometidos con el medio ambiente. «Hashtag, gilipollas».
Las taquillas ya las usaron mi abuelo, mi padre y apuesto que las usarán mis nietos, si llego a tenerlos algún día. El metal está oxidado y el azul de la pintura parece gris. Las pancartas que animan al equipo ocupan gran parte de las paredes, siempre en el mismo lugar. Juraría que detrás de ellas hay manchas de humedad y por eso no las quitan nunca. Los baños apestan. La cafetería se moja los días de lluvia. Las aulas parecen celdas.
Si pretenden crear un ambiente de estudio aquí, deberían trabajar en pos de eliminar la sensación de que nos encontramos en un psiquiátrico abandonado.
Lo he intentado como presidente del Consejo de Estudiantes, pero es una batalla perdida. Me va mejor con el tráfico de influencias.
A primera hora, las zonas comunes parecen el Mall of America un día de rebajas. Da igual que sea el mayor centro comercial de Estados Unidos, si puedes ahorrarte algo de pasta en unos vaqueros, todos acuden como mosquitos a una charca. Melenas rosas y verdes, abrigos viejos y chaquetas de moda, rostros de acné y labios pintados… Una fauna extraña que encuentra la armonía en el caos mañanero.
Alguien me cubre los ojos desde atrás con las manos. No tengo que girarme para saber que se trata de ella.
—Buenos días, Jessica.
—Buenos… —dice, antes de besarme—. Días —termina después.
Sacudo los hombros en señal de protesta.
—¿Qué ocurre? —me pregunta, mientras aparta su brillante y rubio pelo del rostro. Resulta tan artificial…
—Ya sabes que no estoy cómodo con las muestras de afecto en público.
—Lo siento, bombón, pero es mi manera de marcar el territorio frente a las hienas. Desde que te nombraron presidente del consejo estudiantil, las zorras se te rifan. Además —La pausa dramática no sirve si mantienes una radiante sonrisa, pero a ella no le importa—, estoy deseando que llegue esta noche. No olvides tu promesa…
—Buenos días, Jess —dice Chris, anulado por completo para ella.
—Ah, hola.
Me coge del brazo para seguir hacia clase de Cálculo.
Chris se mofa a mi lado y me clava el codo. Sabe que no soporto el comportamiento de mi chica, tan dulce que te pudre los dientes. Aunque hay algo más allá de hacerme rabiar. Él comentó que estaba colado por ella desde séptimo grado. Creo que le irrita vernos juntos.
Sin embargo, para mí es solo una estrategia, un modo de asegurarme la entrada en el Macalester College. Como el Consejo de Estudiantes. Todos son puntos extra para mi expediente. El padre de Jess es uno de los decanos de la universidad. Creí que lograría soportarla todo este curso y así las puertas se me abrirían solas. Pero mi seguro contra pifias se tambalea. Cada día que pasa me es más difícil luchar conmigo mismo para mantener tantas mentiras y secretos. No sé cuánto durará esto, pero soy consciente de que no llegará a final de curso. Todo dependerá del partido de mañana, una oportunidad que nos ha brindado el padre de Jess. Ya la he utilizado suficiente. Son demasiados los besos, las sonrisas y las caricias en su coche. No quiero hacerle daño.
—¿Habéis pensado algo para esta noche? —pregunta Chris.
La maldita fiesta de bienvenida para los estudiantes de intercambio. Otra bala que esquivar.
—No, colega. De todos modos, no voy a probar el alcohol. Ya sabes…
—Sí, Payton, el puto partido de mañana.
Este sí es el Chris Hoffman de estos días atrás.
—Es importante, Chris. No todos tenemos el futuro asegurado en la empresa familiar.
—No digas tonterías, cielo —interviene Jess, quien sigue tan sujeta a mi brazo que mi mano empieza a dormirse—. Iremos juntos a Macalester. Papá se ocupará.
Chris sonríe de un modo irónico, porque me conoce bien. La idea de compartir la universidad con Jessica me provoca escalofríos.
—Siempre tendrás un puesto en Pine Bend.
—Que tu padre sea uno de los accionistas no me asegura nada —le digo a mi amigo—. Y ya sabes que odio ese olor. Cuando mi padre llega a casa los sábados me dan arcadas.
—Como quieras, tío.
Entramos en clase de Cálculo, donde el profesor Miller nos espera de brazos cruzados.
—Ya era hora —dice, ajustándose las gafas del grosor de las ventanas.
—No ha sonado el timbre —nos defiendo.
—El timbre no funciona, Payton. En este centro todo está roto. Sentaos.
—Sí, deberías hacer algo, presidente —comenta Amy Chambers, mi rival en las pasadas elecciones al consejo y enemiga política.
La mando a paseo con un claro gesto de mi mano.
—Silencio, por favor —solicita el señor Miller.
Me dejo caer en mi pupitre, junto a Bethany Brown, la chica que siempre me ha fascinado. Un simple problema nos separa. Quizá dos, pero Jess tiene los días contados. El verdadero reto es su inteligencia, pues mi estupidez es demasiado tangible como para intentar algo con ella. Soy un cobarde si no veo propósito alguno, esa es la verdad.
—Buenos días, Correcaminos —me dice, mascando chicle. Siempre con chicle.
Antes me llamaba Con. Cuando entré en el equipo el curso pasado, comenzó a llamarme así. Y me encanta.
—Buenos días, Beth.
Es algo increíble cómo me absorbe esta oscura chica. Su indumentaria diaria, de estilo gótico, no le resta importancia a su extraña belleza. Llevo a su lado desde cuarto grado y continúo hipnotizado por su salvaje aspecto. Pelo cobrizo con alguna trenza loca perdida en él, ojos negros, labios…
Escucho el murmullo amortiguado de Chris, a mi derecha, quien mira por debajo de mi mesa. El instinto me ha traicionado.
—Pay, relájate o tendrás que cambiarte los pantalones —me susurra, sin dejar de mirar mi problema.
—Cállate.
—¿Qué ocurre, Payton? —dice el profesor Miller—. ¿Acaso se ofrece voluntario para resolver esto?
Señala hacia la pizarra.
—No, profesor. No es nada.
—Venga aquí. Ilumínenos con sus dotes.
Chris es incapaz de aguantarse la risa y estalla.
—Hoffman, será el siguiente —Miller insiste con su mirada.
Miro hacia abajo, a mi entrepierna.