Sigue sin pronunciar palabra. Hay ocasiones en que no comprendo sus enfados.
Miro al suelo y…
«Pero…».
No hay un maldito cristal, ni rastro del vaso roto.
—Mamá… Creo que no me encuentro bien…
Ella prepara el desayuno como cada mañana.
—Mamá…
Intento agarrarla del brazo y atravieso su piel como si fuera humo.
—¡MAMÁ! —grito, asustado.
Pero nadie parece oírme.
«¿Qué cojones pasó ayer? ¿Estoy soñando? Debe ser eso. Sigo en la cama, esto es solo un mal viaje».
Un nuevo destello me sienta en una de las sillas de la cocina. Me lleva por las imágenes al día de ayer, desde el principio.
Y lo veo todo…
Oigo a Daisy acercarse por el pasillo incluso antes de que entre en mi habitación. Es su ritual de la mañana: despertarme con cariño para después atacarme como un monstruo. En realidad, odio que me despierten, ya sea el teléfono, Daisy o mi madre. Pero no le digo nada a mi hermana. Sé que le gusta hacerme rabiar desde que dio sus primeros pasos.
Entra a hurtadillas en mi habitación. La imagino caminando hacia la cama de puntillas y controlando su respiración. Cuando me alcanza, me acaricia el rostro para apartarme el pelo de la frente.
—Connor… —susurra—. Buenos días, Connor.
Abro los ojos. Es la señal para despertar a la bestia.
—¿Qué…? —respondo en mi papel de sorprendido.
Entonces, Daisy levanta sus garras, enseña sus dientes y salta sobre mí.
—¡Levanta! —gruñe al tratar de destaparme a zarpazos.
—Eres una bestia horrible —me defiendo bajo la sábana—. ¡Deseo que vuelva mi hermana de siete años!
Ser el único niño de casa durante diez años me ha convertido en el hermano más idiota del mundo. Desde que Daisy nació, encontré en ella a mi juguete favorito, uno que emitía sonidos y lo babeaba todo. Por esa razón, o eso me gusta pensar, me comporto como un payaso con ella. Aunque he de admitir que nos divertimos juntos.
Salgo de debajo de la sábana, mi protección contra seres de otro mundo, y la encierro en mis brazos para envolverla en la colcha como a un burrito de chile picante.
—¡Déjame salir! —grita ella y se retuerce.
—Tienes que decir la contraseña.
—No, resistiré.
Puedo ver por los bultos cómo se cruza de brazos.
—Pues te quedarás sin tortitas esta mañana.
—Está bien —se rinde.
—Vamos, di las palabras mágicas.
—Connor es el más guapo de Valley Rock —promulga, como un mago anciano.
La libero de su prisión de algodón y poliéster y huye de mi alcance.
—No te comas mis tortitas o tendré que comerte a ti.
Mi madre cruza por el pasillo con el cesto de la ropa hasta arriba.
—Ni se te ocurra bajar sin hacer la cama —dice sin mirar.
—Buenos días para ti también, mamá.
—Te quiero —suelta desde las escaleras.
Al menos, no se ha fijado en la ropa que decora cada rincón de mi habitación. Busco mi camiseta favorita en el montón que hay sobre el escritorio. Desisto en cuanto veo lo arrugada que está. Necesitaba que hoy me acompañase la suerte de Salazar Slytherin, aunque nadie sepa que la serpiente de mi camiseta representa mi casa favorita de Hogwarts. No puedo permitirme ir por ahí con merchandising de Harry Potter, las consecuencias serían desastrosas social y físicamente. Todos creen que soy un joven libertario del siglo XXI.
Tendré que conformarme con la que lleva estampada la pequeña lámpara de Pixar vistiendo la gorra de los Minnesota Vikings, todo un clásico. Espero que la NFL no me falle con la suerte, aunque la cita sea mañana. Cualquier cosa que me ocurra hoy podría afectar al partido. No puedo permitirme un solo error si quiero la beca deportiva. Ya puede tener buena vista el ojeador del Macalester College. Me juego demasiado.
Salto por las escaleras y aterrizo frente a la cocina con la pose de Spider-Man. Daisy sonríe y me enseña sus dientes manchados de jarabe de arce. Mamá baja el volumen de los altavoces que usa cada mañana.
—Las arañas no comen tortitas —me dice Daisy.
—Pero sí ordenan sus cosas —añade mi madre mientras se recoge la melena pelirroja con un coletero.
—Mamá, ya no estás en la universidad. Deberías ir más…
—No me va a dar consejos de belleza un chico que lleva un corte de pelo de los años treinta.
—Así lo lleva Andrew Sendejo.
—¿Quién?
—Uno de los defensas más infravalorados de la NFL, pero no espero que lo entiendas.
Me lanza una mirada represora.
—Podías dejarlo crecer, como papá —comenta Daisy.
—Los rizos de papá los has heredado tú. A mí me dejó su metro ochenta y cinco… ¡Y su hambre voraz!
Levanto a Daisy de la silla para llevármela a la boca.
—¡Me voy a comer tus tripas!
—¡No! ¡Mamá! Es solo un juego para comerse mis tortitas.
—Chicos, tengo que ir a trabajar. Dejadlo para más tarde.
Tras devolver a mi hermana a la mesa, devoro las tortitas de mi madre, su plato estrella. Dice algo sobre comer como las personas civilizadas, pero estoy nervioso por el partido de mañana.
Dejo a Daisy esperando el bus de clase junto a nuestro buzón mientras mamá saca el coche del garaje. Camino hasta el cruce de la calle Rochester, donde Chris no tarda en aparecer.
Trae la música demasiado alta. Llamar la atención es la marca personal de mi amigo. Su corcel, un Dodge Challenger blanco, vibra con rap.
No pasamos por el mejor momento de nuestra amistad, pero es algo que arreglaré antes del partido de mañana. Él también debe jugar frente al ojeador, aunque pueda permitirse cualquier universidad.
—Que seas negro y judío no quiere decir que tengas que estar escuchando a Drake a todas horas —le digo y estrechamos las manos.
—Drake es el mejor, Payton.
—¿Preparado para el partido de mañana?
—Estoy preparado para todo desde mi bar mitzvá.
Acelera para dejar huella en el asfalto. Así es Chris Hoffman, mi amigo en el equipo del instituto. Hoy se comporta diferente, nada que ver con los días anteriores. Quizá, la charla en la hoguera del embarcadero haya funcionado. De todos modos, hablaremos en la fiesta de esta noche.
Llegamos al instituto en cuestión de minutos, demasiado tiempo para escuchar rap a todo volumen. Quizá sea un aburrido a la hora de escoger música, pero donde esté Fall Out Boy que se quite lo demás.
El cartel de William Mayo High, nombre heredado del fundador del complejo clínico más importante del país,