«¿Cómo?».
Me detengo a un paso de la puerta. Miro hacia abajo para ver mi cuerpo. Llevo el pijama del Capitán América que el infantil de Caleb tenía puesto. El suelo está más cerca que de costumbre y con la tripa solo veo la punta de los pies.
Levanto la mirada hacia el cristal de la puerta.
No soy yo quien aparece reflejado en ella.
Es Caleb.
—¡Mierda! —escapa de mi boca, o de la de Caleb.
—¿Quién ha dicho eso? —oigo en mi cabeza—. ¿Cómo he llegado a la puerta?
Sube la mano y se acaricia con ella el rostro, aunque supongo que soy yo quien necesita ser pellizcado.
—Caleb…, ¿eres tú? —pregunto en voz alta a su imagen del cristal.
— ¿Connor? ¿Connor Payton?
—Necesito tu ayuda.
Sueño de una noche de verano
Son muchos los que aman el verano. Las clases desaparecen, el clima es cálido, la ropa encoge… Todo parece diseñado para permanecer en la calle la mayor parte del día. Sin embargo, nadie se detiene a pensar que durante los meses de vacaciones las personas se vuelven irresponsables, o más irresponsables que de costumbre. Exposiciones al sol que provocan quemaduras en el mejor de los casos, y cáncer en los más ineptos, juerga, desenfreno, contagios por pasiones enterradas durante el resto del año… Si se analiza, la época estival fue creada por el ser humano para cometer errores. Después llega el otoño, meses en los que se trata de comprender el alcance de los hechos veraniegos. En invierno todos juegan a las máscaras y se sientan a la mesa rodeados de familiares, mientras ponen cara de «todo va bien» con la más falsa de las sonrisas. Durante la primavera, aquellos disparates ya parecen menos graves bajo el sol y sobre el césped del parque. Entonces, llega el verano un año más, la oportunidad perfecta para ocultar los viejos errores con otros nuevos. La estupidez humana hecha calendario estacional.
Connor Payton no solía ser de esos jóvenes que tropiezan una y otra vez con la misma piedra. La presión social no fue nunca un inconveniente para él, aunque no tanto para sus hormonas adolescentes. El último verano, sus primeras vacaciones como miembro de los Timberwolves del William Mayo, resultaría muy diferente. Y así, tipo reminiscencia, esto fue lo que ocurrió a modo de flashback:
La creciente popularidad de Connor entre las chicas más sencillas de mente del instituto, entiéndase como idiotas, le llevó a recibir invitaciones para las fiestas que se celebrarían durante las vacaciones. Tal era la importancia que el nuevo Connor daba al asunto, que se negó a las vacaciones con sus padres en Canadá. Solo en casa. Diecisiete años. Bomba de equivocaciones.
Chris, el bueno de Chris Hoffman, un joven carismático que acabó convirtiéndose en su mejor amigo, le convenció para dar una fiesta en casa sin precedentes.
Más errores.
Alan Monroe, quarterback de los imbéciles, se haría con el alcohol mediante un carné falso. Chris, el bueno de Chris Hoffman, hay que repetirlo, pondría la música: temas de rap que hablan de la dominación masculina, la delincuencia y las drogas. ¡Drogas! Sí, la química correría a cargo de Brian Jones, el chico con granos que guarda una caja de pañuelos de papel y un bote de lubricante en el cajón de su mesita de noche, y a quien solo invitan a los eventos para salpimentar las mentes podridas de la juventud.
La decoración, con elementos como un bol con preservativos, otro con hierba y una docena de botellas de vodka, aclaraba a los más despistados las intenciones de aquella fiesta.
El cóctel estaba servido.
¡Qué comience el espectáculo!
La casa de los Payton, una vivienda familiar americana de clase media, vibraba con un centenar de jóvenes dando saltos en el salón, la cocina y las escaleras. La banda sonora del ritual, Start a Riot de Beginners y Night Panda, salía de los altavoces instalados en el comedor y amenazaba con romper el jarrón de cristal que la madre de Connor tiene reservado para el ramo de rosas del Día de San Valentín. El jardín trasero fue tomado de manera instantánea por los primeros invitados, compañeros de clase de Connor a los que no había visto nunca. Pero así son los jóvenes de hoy, un rebaño que sigue al resto sin preguntarse dónde o por qué. Son convencidos con una tendencia viral en las redes sociales que acatan como si fuesen leyes de estricto cumplimiento. Las leyes de verdad son todo obligaciones y castigos para hacer de ellos seres subyugados. Pobres críos ciegos…
Si la primera mala decisión de Connor fue celebrar la fiesta en casa, la segunda entraba por la puerta. Se trataba de Jessica O’Hara, una chica con demasiadas expectativas para ser una amante de los realities. Para Chris había entrado un problema en forma de chica que podría distanciarles. Para Connor una chica más, aunque su opinión estaba a punto de cambiar.
—Voy a por una servilleta. Se te cae la baba —comentó a Chris.
Jessica se fijó en los chicos y aprovechó la ocasión para ajustarse el vestido dorado que resaltaba la juventud de su parte más… inflamada, por así decirlo.
—Es solo una chica con un vestido demasiado elegante para esta fiesta —dijo Chris.
—Sí, olvidé poner la alfombra roja en la entrada para la pija de Jessica —bromeó Connor.
—Deberías llevarte bien con ella. Su padre es decano del Macalester College —le advirtió su amigo—. ¿No es allí donde te gustaría estudiar?
Para Connor, aquellas palabras sonaron a marcha triunfal, a Pompa y circunstancia de Edward Elgar. Le entregó su cerveza a Chris y emprendió camino. No se dirigía hacia la chica. Caminaba hacia la universidad, con la banda local tocando el tema de su victoria.
—Hola, Jess.
—Connor, ¿verdad?
Asintió, cautivado por sus sueños, no por los bucles de mantequilla de Jessica.
—Bonita fiesta —observó ella.
—Vayamos a por una copa.
Cuando se trataba de sus sueños, la timidez era solo un rumor lejano para Connor.
Chris los siguió hasta la cocina.
—Eres un cabronazo, Payton —susurró su amigo cuando tuvo la oportunidad.
—Espero ser un cabronazo que sabe bailar, porque pienso invitarla.
Chris volvió a quedarse a solas.
Connor había puesto en marcha su plan maestro: en caso de necesidad, tírese a la hija del decano. Se unió a la masa amorfa de cabezas engominadas con algún que otro brazo alzado en señal de «momentazo» cuando sonaba Burn Out de Martin Garrix y Justin Mylo. Buscó a Jessica en la selva de rostros histéricos y se pegó a ella de tal modo que incluso se arañó el vientre con las lentejuelas doradas de su vestido.
La noche solo precisaba tiempo, el suficiente para que Connor olvidará su tímida personalidad y el justo para que Jessica confiara en que su pareja de baile era un buen partido.
El tercer error…
El clímax perdió el control con el cigarrillo de marihuana que ambos se fumaron en el jardín de atrás, ella sentada en el columpio de Daisy y él en el suelo, admirando la perfección de sus intenciones.
Todo se fue al traste con la visita inesperada de Bethany Brown,