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PAREDES, Javier (dir.), Diccionario de los Papas y Concilios, Ariel Referencia, Barcelona 1998.
CAPÍTULO 1
La Teología en el período carolingio
1. QUÉ SE ENTIENDE POR «TEOLOGÍA MONÁSTICA»
La expresión «teología monástica» comenzó a usarse después de la segunda guerra mundial para calificar la teología que en el occidente latino desarrollaron los monjes, desde el renacimiento carolingio hasta finales del siglo XII. Al comienzo fue practicada principalmente en cenobios benedictinos. Ya en el siglo XII fue, además, la teología de los canónigos regulares, sobre todo de la Abadía de San Víctor, fuera de París y al sur, pero pegada a la muralla denominada de Felipe-Augusto y muy cerca del Sena, y fue también la teología de algunos monjes cistercienses.
¿Qué se pretende designar con el citado sintagma? ¿Acaso una teología que tuvo una especificidad propia? «Creo que sólo se puede hablar de teología monástica en el sentido de que estuvo hecha por monjes, en una época de transición entre la patrística y la escolástica», ha escrito Evangelista Vilanova (vid. Bibliografía). Fue, pues, el lógico desarrollo de la teología patrística. Echó mano de un utillaje técnico de carácter neoplatónico y se concentró sobre todo en el comentario de la Sagrada Escritura (no tanto literal, cuanto alegórico), siguiendo las pautas marcadas por los grandes autores del período anterior1.
La herramienta filosófica de la teología monástica fue una abigarrada síntesis cultural en la que entraron elementos tomados de Platón, del neoplatonismo, de las escuelas estoicas y de los primeros pasos especulativos de los cristianos.
De Platón y del platonismo medio tomó el binario psicológico cuerpo-alma o la tricotomía cuerpo-alma-espíritu; algún desapego hacia el cuerpo físico y el mundo material; el paralelismo preestablecido entre pensar y realidad, que a veces abocó a cierto ocasionalismo gnoseológico; la prioridad del bien sobre el ser y de la voluntad sobre el entender.
Del estoicismo, la noción de virtud y, en parte, la negativa actitud ante las pasiones (los movimientos violentos de la sensibilidad o emociones), consideradas malas, frente al ideal de ataraxia o estado de ánimo totalmente calmo.
Del neoplatonismo, la doctrina de la emanación (más o menos purificada de contaminaciones pan-enteístas) y la consideración de los predicables (sobre todo los géneros y las especies) en términos hiperrealistas, o sea, tomados como subsistentes incorpóreos separados del mundo sensible.
Del cristianismo patrístico, como es obvio, fue asumido casi todo, en la medida en que los medievales tuvieron las fuentes a su alcance.
En principio, y centrándonos en la patrística, la teología monástica no tuvo problemas con las fuentes latinas, aunque unas fueron preferidas a otras, por su calidad o por la facilidad de consulta. Las fuentes patrísticas orientales, sin embargo, tropezaron con la barrera del idioma, pues escasearon las traducciones del griego y del siríaco al latín. Aquí es preciso reconocer el influjo del Dionisio Pseudo-Areopagita, autor entonces identificado con el ateniense que se convirtió al oír la predicación de san Pablo (cfr. Act. 17:34) y que ha resultado ser, después de largas investigaciones histórico-críticas, un cristiano del siglo VI, de orientación monofisita, quizá Pedro Fullo († ca. 488), discípulo del neoplatónico Proclo. De ese «corpus dionisiano» se tomó sobre todo la idea de que el bien se difunde por sí mismo y la jerarquización de los seres, principalmente las jerarquías angélicas. Sin embargo, fue san Agustín, con mucho, el autor más influyente. De él la teología monástica asumió su doctrina de la gracia y de la libertad, la explicación del pecado original y su transmisión, vía naturaleza, que se ligó a la libido que acompaña el acto matrimonial2; asimismo también se tomó de san Agustín la doctrina del hilemorfismo universal (todo cuanto existe, aparte la esencia divina, es potencia y acto y, por consiguiente, materia y forma); también la doctrina de los sacramentos in genere, o sea, la definición de sacramento como signo que se compone de palabras y gestos o cosas; y muchos otros temas, que encontraremos a lo largo de los próximos capítulos de esta exposición, hasta bien entrado el Renacimiento (Martín Lutero fue todavía un agustiniano convencido). El agustinismo fue el gran piélago doctrinal en el que bebieron todos los teólogos del medievo, con interpretaciones a veces dispares e incluso contradictorias entre sí.
El esplendor de la teología monástica tuvo dos momentos de gloria: durante el renacimiento carolingio, y desde la segunda mitad del siglo XI a finales del XII.
2. EL RENACIMIENTO CAROLINGIO
La teología medieval comenzó su andadura al agotarse el ciclo patrístico, coincidiendo con el cambio dinástico en el reino franco, que pasó de los merovingios a los carolingios. En efecto: el año 751, Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel, se hizo coronar rey, con el consentimiento del romano pontífice, destronando así a Childerico III, último rey merovingio. A la muerte de Pipino el reino se dividió entre sus dos hijos. Carlomán falleció prematuramente, quedando su hermano Carlomagno como único soberano.
Carlomagno (768/771-814), Imperator Augustus desde el año 800, fue el fundador de la Europa medieval, desplazando la vida comercial, política, artística y cultural, que había radicado en el mediterráneo desde tiempos antiguos, a tierras interiores y norteñas, por encima de los Alpes. Ante todo, promovió la expansión territorial de su reino, superando la frontera del Rin, llegando por el noreste hasta el Mar del Norte y el río Elba. Por el este, a la actual Hungría, sometiendo Baviera. Pasó los Pirineos, conquistando una amplia franja al sur de esta cordillera (que se amplió hasta Barcelona, ya en tiempos de su hijo Ludovico Pío), estableciendo así una marca que protegía el Imperio franco de la expansión del Emirato de Córdoba. Por el sureste penetró en la Lombardía y extendió su influencia hasta Roma, convirtiéndose en protector del papado, como ya lo había sido su padre Pipino.
Al mismo tiempo, puso las bases para un importante renacimiento cultural, fruto del mestizaje entre la cultura greco-romana y las mejores tradiciones germanas. Al norte tenía las islas británicas, que no habían sido ocupadas por el Islam, sobre todo Inglaterra, donde se registraba cierto desarrollo cultural en torno a algunos monasterios benedictinos. En los territorios escotos (Irlanda y Escocia) se mantenían, además, los últimos destellos del ciclo cultural promovido por san Patricio y sus discípulos. Al sureste, en Italia, se mantenía el rescoldo del renacimiento ostrogodo, que había cultivado los valores de la cultura clásica grecolatina. Carlomagno invitó a su corte a intelectuales de estas áreas. Su corte no estaba en un lugar determinado, aunque su sede preferida fue la ciudad de Aquisgrán, en la confluencia de los Países Bajos, Bélgica, Alemania y Luxemburgo.
3. PRIMEROS TEÓLOGOS CAROLINGIOS
Entre los colaboradores de Carlomagno destacó Alcuino de York (ca. 730-804), un clérigo llegado de Inglaterra, donde había sido maestro en la escuela catedral de York. Dirigió la escuela palatina introduciendo en ella el estudio del trivium y el quadrivium, según la inspiración de Casiodoro (ca. 477-562/570). Preparó distintos opúsculos teológicos, sobre todo, contra el adopcionismo hispano y contra la iconoclasia, escribió importantes comentarios