Historia de la teología cristiana (750-2000). Josep-Ignasi Saranyana Closa. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Josep-Ignasi Saranyana Closa
Издательство: Bookwire
Серия: Biblioteca de Teología
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788431356477
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pero no resuelto, y que rebrotase con gran virulencia a mediados del siglo IX y, muy particularmente en la modernidad.

      El gran protagonista de la controversia predestinacionista del siglo IX fue el benedictino Godescalco, en alemán Gottschalk. Hacia el año 848, leyendo unos textos de san Agustín, concluyó que había dos predestinaciones similiter omnino, absolutamente equivalentes. Una predestinación de los buenos a la vida eterna, y otra de los malos a la muerte eterna. Negó, por tanto, la voluntad salvífica universal de Dios e incluso la misma libertad humana en respuesta a la gracia. Su obispo, que era Rabano Mauro, al comprobar que Godescalco era de origen francés, lo remitió a su diócesis de origen, que era Reims, donde presidía un prelado llamado Hincmaro. Éste, a la vista de las doctrinas sostenidas por Godescalco, decidió convocar un Sínodo en la ciudad de Quierzy-sur-Oise, que tuvo lugar el año 849. Posteriormente se celebró otro sínodo en la misma ciudad de Quierzy, en el año 853. Ambos condenaron la doble predestinación sostenida por Godescalco y afirmaron una única predestinación: Dios destina de antemano (es decir: pre-destina) a todos los hombres a la salvación eterna, aunque unos acogen la gracia de Dios y se salvan, y otros la rechazan y se condenan7.

      La polémica se endureció y en ella intervinieron algunas personalidades destacadas del mundo teológico y eclesiástico francés, como Ratramnio de Corbie, el obispo Prudencio de Troyes e incluso el teólogo Juan Escoto Eriúgena, que adoptaron posiciones diversas y un tanto ambiguas respecto de la cuestión debatida. Éste último, por ejemplo, sostuvo tesis próximas al pelagianismo, en una obra suya muy importante titulada: De prædestinatione8. Después de afirmar, con gran lucidez, que debe condenarse la doctrina de la doble predestinación, y de distinguir entre naturaleza, libertad y gracia, Eriúgena consideró que sólo están verdaderamente predestinados aquellos que de hecho están preparados para responder a la gracia. Hay, en la doctrina eriugeniana, una cierta confusión entre predestinación y presciencia.

      Los otros teólogos, en cambio, sobre todo Prudencio de Troyes, sostuvieron la doble predestinación, defendiendo así a Godescalco, e incluso hicieron condenar las doctrinas del Sínodo de Quierzy (853) en un sínodo celebrado en Valence, el año 8559. Disipadas las dudas y los problemas terminológicos, se alcanzó la paz y la unidad en el Sínodo de Langres, del año 859.

      El tema de las relaciones de la libertad con la gracia fue bien resuelto en el siglo IX por parte de Hincmaro de Reims y de quienes le siguieron, apelando a un agustinismo atenuado, y se vio confirmado en Quierzy y en Valence (suprimidas algunas líneas del canon 4 de este sínodo). Sin embargo, quedó pendiente la solución de muchos aspectos y por eso habría de rebrotar posteriormente: con Lutero a comienzos del siglo XVI, que apeló de nuevo a pasajes de san Agustín de difícil lectura; con Bayo, cuyas tesis fueron condenadas en 1567 por san Pío V; y finalmente hacia mediados del siglo XVII, como consecuencia de la lectura que Jansenio llevó a cabo de san Agustín.

      La controversia eucarística se desarrolló principalmente en los años medios del siglo IX. Comenzó cuando el monje Pascasio Radberto, benedictino de la abadía de Corbie, escribió, en el 831, un opúsculo titulado: De corpore et sanguine domini10, que no fue hecho público hasta el año 844. Le replicó Ratramnio de Corbie, monje de la misma abadía, quien, hacia el año 859, compuso una obra con el mismo título contra Pascasio11.

      La obra de Pascasio es el primer tratado monográfico acerca de la Eucaristía. En él se defiende explícitamente la identidad entre el cuerpo histórico de Cristo y su cuerpo eucarístico y, al mismo tiempo, se sostiene que hay una diferencia entre el modo de estar y ser de Cristo en la Eucaristía, y el modo de estar o de ser de Cristo cuando vivía en Palestina. En otros términos, que no es lo mismo «estar» en la Eucaristía, que estar físicamente ocupando un lugar en Galilea. Afirma que la presencia eucarística es una presencia espiritual, y lo que se manifiesta al exterior a través de los sentidos (las especies eucarísticas) es el signo o figura de otra realidad profunda que solamente es perceptible por medio de la inteligencia y la fe. «Interius recte intelligitur aut creditur», interiormente se entiende rectamente o se cree, aunque los sentidos nos confundan. Esta doctrina tan precisa sorprende por la época en la que fue formulada y por la herramienta filosófica tan elemental que en aquellos años se poseía, aunque se halle lejos todavía del teologúmeno «transubstanciación».

      Sin embargo, Ratramnio de Corbie no comprendió el alcance de las tesis de Pascasio y pensó que, al afirmar la identidad sustancial entre el cuerpo histórico y el cuerpo eucarístico, se incurría en el error cafarnaítico, en alusión al pasaje del evangelio de san Juan (Ioan. 6:60-66); pues le pareció que afirmar la presencia substancial de Cristo en la Eucaristía significaba sostener que bajo las especies eucarísticas se contenía el mismo Cristo físico, con sus dimensiones históricas, pero «en pequeño». Por ello, sin negar la presencia real de Cristo, Ratramnio quiso acentuar el carácter simbólico de la Eucaristía, para no incurrir en un realismo que él consideraba exagerado.

      Ninguno de los dos bandos contendientes negaba la presencia real de Cristo. La dificultad era expresar la identidad entre la presencia histórica de Jesús en Palestina, la presencia sacramental en la Eucaristía y la presencia gloriosa de Cristo a la derecha de Dios Padre.

      Años más tarde, en el año 1079, en la retractación que firmó Berengario de Tours en el Sínodo Romano convocado por Gregorio VII, se destacó la identidad substancial entre el Jesús histórico (o el Jesús de Palestina) y el Jesús que está bajo las formas eucarísticas, según una presencia sacramental. La presencia de Jesús en la Eucaristía no es sólo una presencia real y virtual, como lo es en todos los sacramentos; sino una presencia nueva, distinta, propia y exclusiva, que se denomina presencia substancial. «El pan y el vino que se ponen sobre el altar, por el misterio de la sagrada oración y por las palabras de nuestro Redentor, se convierten substancialmente en la verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Jesucristo Nuestro Señor» (DS 700). De este modo, al descubrir que el término «substancial» es la palabra más apropiada para explicar esta presencia, propia, verdadera, real y única de Jesús en la Eucaristía, la discusión teológica quedó encaminada.

      La quinta controversia carolingia giró en torno al Filioque. Esta polémica remonta al período patrístico. El símbolo de Nicea, del año 325, al referirse al Espíritu Santo, se había limitado a decir: «et [credo] in Spiritum Sanctum»12, [creo] en el Espíritu Santo. Posteriormente, en el primer Concilio de Constantinopla, del año 381, el tercer ciclo o ciclo pneumatológico sufrió una importante ampliación. Se añadió un texto muy largo al «et in Spiritum Sanctum» de Nicea: «y en el Espíritu Santo, señor y dador de vida, que procede del Padre, que ha de ser co-adorado y con-glorificado con el Padre y el Hijo, el cual nos habló por los profetas»13.

      En el marco de la polémica post-priscilianista, el obispo de Astorga parece haber incorporado, por primera vez (era el año 447), un cambio en el símbolo de Nicea-Constantinopla: «Et in Spiritum Sanctum dominum et vivificantem, qui ex patre filioque procedit», que procede del Padre y del Hijo (filioque), en lugar de la formulación más breve: «que procede del Padre» (ex patre procedentem). Poco más tarde, el Credo del III Concilio de Toledo (589) confesaba también que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (ex Patre et Filio procedentem).

      El añadido visigótico pasó posteriormente a las Galias, donde fue usado también en el siglo VIII. En el Concilio de Friuli (796), Paulino de Aquileya sostuvo que era correcto usar este sintagma modificado y Carlomagno lo hizo incorporar a la liturgia de la misa que se cantaba en la corte de Aquisgrán. También por las mismas fechas lo usaron los monjes francos del monte de los Olivos, junto a Jerusalén, aunque por ello fueron criticados por los griegos y declarados herejes (808). Poco después el sínodo de Aquisgrán (809) se declaró también a favor de la nueva fórmula. Aunque fue estimada ortodoxa por el papa León III (795-816), finalmente desaprobó su uso en atención a los griegos, y aconsejó vivamente a los francos que la quitasen de su liturgia, pero no le obedecieron. Dos siglos más tarde, en 1014, y por consejo del emperador Enrique II, el papa Benedicto VIII la usó por primera vez en