C. H. SPURGEON
Sean avergonzados y confundidos los que buscan mi vida; retrocedan y sean afrentados los que mi mal intentan. David da comienzo sus imprecaciones en este versículo; no obstante, como señala Teodoreto,59 no las plantea en forma de maldición, sino más bien de profecía. Admitiendo que en algún momento y por alguna razón determinada nos veamos en la necesidad de recurrir a la imprecación, ante todo debemos asegurarnos de que nuestra causa sea justa y absolutamente legítima; en segundo lugar, que no responda a motivos personales o de venganza, sino únicamente para la gloria de Dios; y en tercer lugar, asegurarnos de no pronunciar ni una sola sílaba en sentido imprecatorio sin contar con la guía de Espíritu.
JOHN TRAPP [1601-1669]
“A commentary or exposition upon the books of Ezra, Nehemiah, Esther, Job and Psalms”, 1657
Vers. 4, 8, 26. ¿Tenemos que entender estas oraciones imprecatorias como una expresión de venganza?60 Las encontramos básicamente en cuatro Salmos: el Salmo 7, Salmo 35, Salmo 69 y Salmo 109, y en ellos el tono de las imprecaciones sigue un orden progresivo ascendente, con un clímax final ciertamente apoteósico, donde los anatemas sobrepasan los treinta. ¿Se trata de meros estallidos de ira y pasión no santificada o hemos de ver en ellos la expresión legítima de una indignación justa y procedente? ¿Cabe justificarlos como fruto del llamado “espíritu de Elías”,61 no ajeno a la santidad, ciertamente, pero muy alejado de la mansedumbre y ternura de Cristo? ¿Son formas estereotipadas en las que eventualmente puede manifestarse el espíritu de devoción? ¿Hay que entenderlos exclusivamente dentro del contexto del judaísmo o caben también como parte de la fe cristiana? Una escrupulosidad mal entendida y conmiseración mal informada, ha conducido a muchos al rechazo de estos textos sagrados, llevándoles al punto de eludir por entero su lectura. Hay personas a quienes se les pega la lengua y tiemblan los labios cuando se ven en la situación de tenerlos que recitar como parte de la liturgia congregacional, y en consecuencia, bien lo hacen de mala gana, conteniendo el aliento y negando en su corazón la autenticidad de las palabras que pronuncian; o recurriendo a las consabidas reservas mentales, obviando su interpretación literal y entendiéndolos alegóricamente o en sentido figurado. No han faltado quienes hayan tratado de conciliar su contenido interpretando sus frases no como la expresión de un deseo real e inmediato, sino una predicción futura de carácter generalista; pero el texto hebreo, que distingue con la suficiente claridad los tiempos verbales, descarta por completo tal posibilidad. Otros han intentado espiritualizarlos, viendo en sus expresiones la lucha del alma contra sus enemigos espirituales. Y, finalmente, están aquellos que los defienden como expresiones legítimas de un justo celo en defensa del honor de Dios, y nos acusan de que si no simpatizamos con este celo, no es porque nuestra visión de la fe cristiana sea más elevada, más pura y sublime, sino porque nuestros corazones son fríos.
Sin embargo, la verdadera la fuente de la dificultad interpretativa que plantean estos salmos, hemos de buscarla por otro camino, en el hecho lamentable de que con frecuencia no distinguimos correctamente las diferencias esenciales entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. La antigua dispensación era en todos los sentidos mucho más estricta y severa que la nueva. El llamado “espíritu de Elías”, aunque no fuera de por sí un espíritu malo, está claro que no era el espíritu de Cristo, pues: “El Hijo del Hombre no vino para destruir las almas de los hombres, sino para salvarlas”.62 Y sus discípulos se hacen partícipes del mismo espíritu a través de él.
Pero este espíritu tan claramente reflejado en el Nuevo Testamento, no era el del antiguo Israel. La nación judía había sido entrenada en un contexto mucho más difícil, en el que las guerras de exterminio eran habituales; y forjada en una disciplina de aniquilación de los idólatras. Y es evidente que tal disciplina, aunque necesaria en razón del contexto, en nada contribuía a fomentar las virtudes más generosas y humanitarias; por lo que resulta comprensible que educado en sus normas, incluso un hombre justo y recto, sintiendo que era su deber erradicar el mal donde quiera que lo detectara, identificando, como vemos que hace el salmista, a sus propios enemigos con los enemigos de Jehová, utilizara un tipo de lenguaje que a nosotros, nacidos y educados en otro contexto cultural, nos parece inexplicable e innecesariamente vengativo. Pero para las personas formadas en el contexto del Antiguo Testamento, lo que ahora nosotros denominamos «tolerancia religiosa», no tan solo era un concepto equivocado, sino absolutamente inconcebible.
No deja de ser cierto que algunos pasajes del Antiguo Testamento prohíben la venganza de forma tan explícita como el Nuevo Testamento, y así leemos en Levítico: “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo”; pero no pasemos por alto la limitación: “a los hijos de tu pueblo”.63 Y tampoco es menos cierto que en el Nuevo Testamento nos encontramos con casos de imprecaciones, como cuando San Pablo exclama:” Alejandro el calderero me ha causado muchos males; el Señor le pague conforme a sus hechos”;64 o cuando le dice al sumo sacerdote Ananías: “¡Dios te va a golpear a ti, pared blanqueada!”;65 o: “Si alguno no ama al Señor Jesucristo, sea anatema”.66 Pero tales expresiones espontáneas de indignación, son muy distintas en su naturaleza misma, de las imprecaciones detalladas, deliberadas y cuidadosamente elaboradas que encontramos en estos Salmos. Tampoco las denuncias y supuestas amenazas de nuestro Señor a que hace referencia Hengstenberg,67 guardan un paralelo; pues no son maldiciones explícitas sobre los individuos, sino más bien expresiones solemnes de una gran verdad: “si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente”.68 Pero digan lo que digan algunos pasajes en particular, está muy claro que el tono general dominante en ambos pactos, Antiguo Testamento y Nuevo Testamento, es esencialmente distinto. Y negar que esto es así, no redunda en honra a Moisés, sino en deshonra de Cristo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos… más yo os digo”.69 Tampoco hay que olvidar, por otro lado, que las imprecaciones que encontramos en estos salmos, no son fruto del deseo apasionado de venganza personal. El dulce cantor de Israel, sin duda, ve en sus enemigos a los enemigos de Dios y de su Iglesia; su visión es de que aquellos que no están con él están en contra de Dios. Y puesto que el celo por la casa de Dios le devora y consume,70 ora para que todos aquellos que obran maldad sean erradicados. Por tanto, su indignación es justa, a pesar de que a nosotros pueda parecernos errada en sus objetivos o excesiva en sus enunciados.71
El hecho de que una nube oscura ocultara de la visión de los santos del Antiguo Testamento el futuro juicio divino del mundo en los tiempos a venir, cabe como alegación y excusa de su deseo de tomar venganza sobre sus enemigos en el presente. La confusión y apremio que el problema de la equidad en la justicia de Dios ejercía sobre sus mentes, resulta más que evidente a partir de numerosos pasajes en los Salmos.72 Su anhelo era ver la justicia manifiesta cuanto antes. Y no concebían otra forma de manifestarla que en la exaltación evidente e inmediata de los justos y destrucción evidente e inmediata de los malos, aquí y ahora. Puestos como tenían sus ojos de forma permanente y exclusiva, tan solo en la recompensa temporal, sus deseos de destrucción de los impíos, y sus oraciones en este sentido, son absolutamente comprensibles; en tanto que los eventos del porvenir permanecían, en gran medida, ocultos a su mirada. De haberlos vislumbrado, probablemente sus oraciones habrían sido distintas, y en lugar de desear: “el ángel del Señor los acose” (35:6); y “sean borrados del libro de la vida”;73 hubieran más bien exclamado, siguiendo el ejemplo del que colgaba de la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.74
JOHN JAMES STEWART PEROWNE [1823-1904]
“Commentary on the Book of Psalms”, 1864
Vers. 4, 8, 26. En lo que hace a sentimientos de venganza, los de David estaban muy por debajo de los atribuibles a