La mayoría de los días, después del trabajo, se iba al gimnasio o salía a correr. Sin embargo, el médico tampoco le había dado permiso para eso. No le había dado permiso para nada, ni siquiera para lo que hubiera hecho con Molly…
Un momento.
Si hubiera mantenido relaciones sexuales salvajes, ¿no debería dolerle mucho el costado? Se tocó las abdominales. Notó una punzada, pero no demasiado dolorosa. Algo que no resolvía ninguna duda, demonios. Porque lo más seguro era que, con tal de disfrutar del sexo, él se hubiera aguantado el dolor.
Ummm… Abrió el ordenador portátil. Se suponía que él no podía acceder a los datos de sus compañeros de trabajo; nadie podía hacerlo. Sin embargo, a él le habían contratado por sus conocimientos sobre Tecnologías de la Información, así que no le costó demasiado dar con la dirección de Molly.
Salió de la oficina y atravesó el patio del edificio. Todas las ventanas y las puertas estaban decoradas con guirnaldas de abeto intercaladas con lucecitas blancas, y entre la entrada y el callejón había un enorme árbol de Navidad. Entró al callejón y se encontró al viejo Eddie sentado en una caja de madera. Era un viejo hippie de los sesenta, con el pelo largo, blanco y rizado alrededor de la cabeza, parecido al de Einstein. Todo el mundo, incluido Spence Baldwin, el propietario del edificio y nieto de Eddie, había intentado sacar al hombre de la calle, pero todos aquellos esfuerzos habían sido rechazados con dulzura y una resistencia férrea. Aquel día, Eddie estaba jugando a algún juego en su teléfono, seguramente contra el hombre que estaba sentado frente a él, en otra caja de madera dada la vuelta.
Caleb llevaba traje, un traje que parecía muy caro, pero parecía que estaba a gusto en el callejón.
–Cabrón –dijo Eddie, cariñosamente.
Caleb soltó un resoplido.
–Tu problema es que juegas con corazón, viejo.
–Claro –dijo Eddie–. Se me olvidaba que tú de eso no tienes.
Caleb asintió para saludar a Lucas, sin dejar de mirar la pantalla del teléfono. Se dedicaba a las inversiones empresariales y era un genio de la tecnología, además de un antiguo cliente de Investigaciones Hunt. Lucas había sido destinado a su protección en varias ocasiones. En una de esas ocasiones, Caleb había sido víctima de un atraco y se había defendido con algunas llaves de artes marciales muy impresionantes, así que él sentía mucho respeto por el tipo en cuestión.
–¿Te encuentras mejor que la otra noche? –le preguntó Caleb a Lucas.
–Sí, tío, porque el otro día estabas un poco ido –le dijo Eddie–. Seguramente, por eso esa chica tan guapa de tu oficina te acompañó a tu piso para acostarte –añadió, con una sonrisa de picardía–. Pero no se marchó hasta por la mañana, así que supongo que tuviste una buena noche.
Caleb enarcó ambas cejas y miró fijamente a Lucas.
–Espera… ¿Estamos hablando de Molly? ¿Has pasado la noche con Molly? ¿Es que quieres morir, o algo así?
«O algo así».
–¿Cuánto quieres a cambio de no repetir jamás ninguna parte de esta historia? –le preguntó Lucas a Eddie, ignorando a Caleb por el momento. Caleb no le preocupaba, porque sabía que los secretos eran importantes, y él mismo tenía muchos. Sin embargo, a Eddie le encantaban los cotilleos.
Para demostrarlo, el viejo sonrió maliciosamente y extendió la mano.
Mierda. Lucas sacó un billete de veinte dólares.
Eddie siguió sonriendo.
Lucas añadió un segundo billete.
Eddie no retiró la mano.
Así que él añadió un tercer billete y, después, el cuarto.
–Con eso vale –dijo Eddie.
–Vaya, vaya –dijo Caleb, agitando la cabeza.
Capítulo 5
#DefineAgradable
Lucas fue en coche hasta casa de Molly, intentando concentrarse en el partido de fútbol americano que estaban retransmitiendo por la radio. Jugaba California, y él había ido a Berkley, en el estado de California, porque allí era donde le habían dado la beca. Además, su padre también había estudiado en aquella universidad, y allí había conocido a su madre, que trabajaba en una de las cafeterías del campus. A Lucas nunca le había apasionado estudiar, pero sí le apasionaba el fútbol. Había jugado durante un año, aunque casi todo el tiempo se lo había pasado en el banquillo, antes de sufrir una lesión que le había destrozado el ligamento anterior cruzado y tener que someterse a una operación. Sin embargo, todavía adoraba aquel deporte.
Sin embargo, no era capaz de mantener la atención en el partido. Solo podía pensar en cómo iba a manejar a Molly. Era una idiotez ocultarle algo, pero, si le decía la verdad, ella haría lo que quisiera a escondidas. Y él no podía arriesgarse a que sucediera aquello. No podía permitir que ella corriera peligro.
Molly vivía en Outer Sunset, el barrio más populoso de todo San Francisco. Las calles eran estrechas y los edificios eran antiguos y un poco destartalados, pero estaban bien cuidados.
Su edificio no era una excepción. Había ocho apartamentos, cuatro en el piso bajo y otros cuatro en el segundo, que, debido a la densa niebla, casi no se veía. Molly vivía en el bajo, en uno de los apartamentos que daban a la calle. La luz de su casa estaba encendida, pero nadie abrió la puerta. Se dio cuenta de que su vecina, no una del grupo de los elfos, lo estaba observando desde detrás de la cortina con mala cara, así que le sonrió con la esperanza de parecer inofensivo y llamó de nuevo a casa de Molly.
La puerta siguió sin abrirse, pero la voz de Molly sonó por un portero automático oculto.
–¿Qué quieres?
–Hablar contigo –dijo él. Miró a su alrededor y vio una pequeña cámara encima de la lámpara de su porche. Molly siempre le sorprendía–. Qué lista –dijo–. Vamos, abre.
–No.
Él miró a la cámara.
–Tenemos que hablar.
–Pues habla.
–No puedo hablar aquí, en tu porche, con tu vecina mirándome con el teléfono en la mano.
–Es la señora Golecky. Seguramente, está llamando a la policía, porque pareces un tipo muy malo con la ropa negra de equipo de seguridad de elite.
Él apoyó la frente contra la puerta de madera.
–Yo me daría prisa y empezaría a hablar antes de que lleguen los polis.
–¿De verdad me vas a obligar a decirlo aquí fuera?
Silencio.
–De acuerdo –dijo él–. Como quieras. Pero la señora Golecky acaba de abrir la ventana para oír todo lo que digamos.
Más silencio. Desde luego, Molly era muy terca.
Él exhaló un suspiro.
–Necesito saber lo que ocurrió la otra noche.
La puerta se abrió y apareció Molly, con las cejas enarcadas.
–¿Seguro que quieres oírlo? Es decir… no fue algo precisamente memorable.
–No me lo creo –dijo él. Demonios–. ¿De verdad?
–Bueno, es un poco difícil de recordar, porque no fue más que un minuto.
A su espalda, desde el otro lado del seto que separaba las puertas principales de los dos apartamentos, se oyó