–Eres un malvado –dijo Molly, riéndose.
–Así es la vida –respondió él con seriedad–. No permitas que se aprovechen de ti por ser una blanda.
–¡Eh!
–Lo digo en el mejor sentido posible –dijo Caleb, y se puso en pie de un salto, sin tener que apoyarse en las manos.
Alguien silbó en voz baja, y los dos se dieron la vuelta. Sadie estaba dentro del ring.
–Gracias por recomendarme este gimnasio. Acabo de comprar un pase para un día –dijo, mirando a Caleb con una expresión indescifrable.
Él también la miró, pero no dijo nada. Que Molly supiera, ellos dos no tenían demasiada relación, lo cual hacía que toda aquella interacción fuera fascinante.
–Hola, Sadie –dijo Caleb.
–Hola, Trajes –le dijo Sadie.
En aquel momento, Caleb llevaba unos pantalones cortos y una camiseta deportiva de manga larga, pero era cierto que, fuera del gimnasio, casi siempre llevaba traje.
–Ese insulto se está quedando viejo –respondió él.
Sadie encogió un hombro.
–Solo quiero asegurarme de que sabes que con lo que vale uno de tus trajes se podría dar de comer a todos los sin hogar de San Francisco durante un año.
La expresión de Caleb se volvió severa.
–¿Estás sacando conclusiones sobre mí? –preguntó en voz baja.
Sadie se encogió de hombros.
Caleb la observó un largo instante.
–Creo que deberíamos terminar con este jueguecito. ¿Hay alguna posibilidad?
–Yo diría que no –respondió ella, y se marchó hacia las pesas.
–Vaya –dijo Molly, observando a Sadie mientras se alejaba–. Normalmente es muy tranquila. ¿Qué has hecho para que se enfade tanto?
–Respirar.
Ella no se lo creyó. Claramente, había algo en el pasado de aquellos dos, y ella entendía perfectamente aquellos asuntos, porque su propio pasado también la había afectado profundamente. Fue pensando en ello mientras se duchaba e iba a trabajar.
Se había criado con dos hombres autoritarios, así que siempre estaba dispuesta a resistir y a luchar. En realidad, aprender a retirarse a tiempo había sido una lección que había aprendido a los catorce años.
Joe se había unido a un grupo de chicos malos, y uno de esos chicos había sido el primero de quien ella se había enamorado. Darius era encantador y demasiado mayor, dieciocho años, pero flirteaba con ella, y ella estaba completamente deslumbrada. Lo que no sabía era que los amigos de Darius querían que Joe robara un coche para ellos, y que, como él se había negado, habían decidido chantajearlo.
Secuestrándola a ella.
Al principio, no había entendido la gravedad de la situación. La habían atrapado de camino a casa desde el colegio, y Darius estaba entre ellos. Todavía sentía el terror, el sabor de la sangre, porque se había mordido el labio para no llorar ni demostrar miedo. La habían metido en una furgoneta y se la habían llevado a una casa abandonada, le habían ordenado que se sentara y que mantuviera la boca cerrada.
Pero ella no había sido capaz de hacerlo.
Sencillamente, la pasividad no formaba parte de ella. Era una adolescente que no había podido mantener la boca cerrada ni siquiera para salvar la vida. Tenía que luchar.
Pero no le había salido tan bien. Se apartó de la cabeza aquellos recuerdos. Pero allí seguía, quince años después, intentando resistir.
Media hora más tarde estaba en el Edificio Pacific Pier, abriendo la oficina de Investigaciones Hunt para comenzar la jornada.
A los tres minutos entró Archer con un traje negro de equipo y tácticas especiales, y con armas suficientes como para defender un país entero.
Habían estado investigando una estafa a una compañía de seguros. En aquel caso, se trataba de un fraude en la manufactura y distribución de medicamentos. El fraude consistía en entregar documentación falsa a los proveedores de seguros de salud y en hacer pagos ilegales a cómplices y profesionales de la medicina, generando más de cinco millones de dólares de beneficios de procedencia criminal.
Molly vio entrar a un impresionante grupo de tipos guapos y en forma, a los que el traje y el equipamiento de operaciones les sentaba como un guante, cada uno de ellos sexy y peligroso a su manera.
Aunque para ella solo destacara uno.
–Buena información –le dijo Archer, cuando ella lo miró–. Buen trabajo.
Vaya. Dos cumplidos en una semana. Molly se sintió orgullosa.
–¿Habéis tenido algún problema para orientaros en Hunters Point?
Hunters Point era el basurero radiactivo de San Francisco. El Astillero de Hunter’s Point y las zonas colindantes no eran exactamente el tipo de lugar donde uno quisiera entrar sin conocer todos los rincones escondidos y partes más oscuras.
Joe y Molly lo sabían muy bien, porque se habían criado allí. La nave industrial en la que habían estado operando estaba, literalmente, en un laberinto de naves, y la zona era muy peligrosa.
–No hemos tenido verdaderos problemas –respondió Archer.
No era una respuesta muy clara, pero parecía que habían podido resolver lo que hubiera sucedido allí. De todos modos, ella sabía que habría sido muy valiosa en la operación.
–Si me hubieras dejado ir, habrías tenido a otra persona, además de Joe, que conoce ese sitio como la palma de su mano.
–Tal vez la próxima vez –dijo él.
–Mentiroso.
Al oír aquello, Archer le lanzó otra de sus escasas sonrisas.
–Te encontraré el caso adecuado.
Ella le devolvió la sonrisa. Ya tenía un caso adecuado. Cuando él pasaba por delante del mostrador, le puso un montón de correspondencia en el pecho para que se la llevara.
Tras él iba Lucas, que aminoró el paso para mirarla.
Ella le devolvió la mirada. Llevaba una gorra negra, una camiseta negra de manga larga y unos pantalones de estilo militar, además de unas botas reforzadas. Estaba tenso y tenía una mirada muy aguda. Era alto y tenía un aire peligroso, y transmitía nerviosismo. Ella nunca hubiera querido eso en un hombre, si hubiera querido estar con alguno, pero el corazón se le aceleró de todos modos.
Al ver que él sonreía ligeramente, Molly notó un calor líquido en las venas.
Joe iba detrás de Lucas, hablando por teléfono. No alzó la vista y empujó hacia delante a su amigo, que se apartó para dejarle paso.
Molly respiró profundamente y se dijo a sí misma que estaba en el trabajo, y que tenía que dejar de devorar a Lucas con la mirada.
–Eh –dijo Joe con el ceño fruncido–. Estás muy roja.
Ella se puso las manos en las mejillas.
–He estado… haciendo ejercicio.
Lucas enarcó una ceja, y ella apartó la mirada.
Archer asomó la cabeza por la puerta de su despacho y la miró.
–¿Estás enferma?
Joe trató de tocarle la frente, pero ella le apartó la mano.
–No, claro que no estoy enferma –dijo.
–Tiene fiebre. Está caliente –dijo