–Mira, Joe –le dijo, suavemente, con la esperanza de conseguir que la entendiera y terminar de una vez por todas con aquella conversación–. Soy inteligente, tengo recursos y soy fuerte.
Él asintió.
–Todo eso lo he aprendido de ti –le dijo ella, y le apretó una mano. Sonrió al ver que él se quedaba sorprendido–. Tú siempre me has cuidado, Joe. Siempre. Y te lo agradezco muchísimo. Pero estoy bien, ¿de acuerdo? Estoy muy bien. Y ya es hora de que me sueltes, de que me permitas tomar mis propias decisiones.
–No sé si puedo –reconoció él–. Pero lo voy a intentar.
–Inténtalo con todas tus fuerzas –le sugirió ella.
Capítulo 3
#SantaMalvado
Cuando Molly llegó a casa, aquella noche, estaba agotada. Vivía en Outer Sunset, a veinte minutos del trabajo si no había tráfico. Pero siempre había tráfico.
Cuando subió los pocos escalones que había hasta su apartamento, se encontró a tres elfos esperándola. Se habían multiplicado.
El elfo de menor estatura era la señora Berkowitz, su vecina. El otro elfo era la señora White, la compañera de tricot de la señora Berkowitz. Ella no conocía al tercer elfo, que debía de tener unos diez años menos que los otros dos.
–Buenas noches, señoras –dijo Molly, sonriendo con ganas por primera vez en todo el día–. Qué buen aspecto tienen.
–Gracias, querida –dijo la señora Berkowitz–. Pero tu jefe ha dicho que no aceptaba nuestro caso.
–Sí, ya me he enterado. Lo siento mucho…
–Necesitamos que nos ayudes. Nuestro jefe nos está robando.
Molly se apoyó en la barandilla de su porche.
–¿Saben con certeza que es así?
–Sí. Dice que no hay beneficios y no puede pagarnos, pero tiene dinero. Solo con el bingo ya gana bastante. Yo he visto los fajos de billetes. Necesitemos que nos ayudes –insistió la anciana, con tanta vehemencia, que le temblaron las orejitas de elfo.
Molly miró a la señora White, que asintió. Y, después, miró al tercer elfo.
–Te presento a Janet –dijo la señora Berkowitz, señalando a su amiga, que era una mujer de aspecto amable, un poco rellenita–. Nos oyó hablando del dinero y quiere unirse a la causa.
–¿A la causa? –repitió Molly.
–Sí, a la causa de Santa Claus –respondió la señora Berkowitz, con una expresión muy seria–. Hemos trabajado mucho durante todo el año. No vamos a quedarnos de brazos cruzados mientras nos roban, eso no está bien.
Si era cierto, no estaba bien en absoluto. Los hombres que formaban parte de su vida no entendían su necesidad de involucrarse, pero deberían. Había aprendido de ellos que había que actuar con ética, aunque nadie más lo creyera.
–Vamos a llegar al fondo de esto –les prometió a las ancianas.
La señora Berkowitz se quedó aliviada.
–Oh, gracias. Te lo agradecemos muchísimo. Y, por supuesto, vamos a pagarte, pero hasta que no tengamos nuestro dinero…
–No se preocupe –dijo Molly–. De todos modos, yo no tengo licencia de detective. Pero, si llegamos al fondo de este caso, tal vez pueda convencer a mi jefe para que me permita conseguirla, así que, ya ven, nos estamos ayudando las unas a las otras.
–Gracias –dijo la señora Berkowitz con fervor–. Eres una bendición.
Varias horas después, Molly estaba sentada en su cama, mirando el ordenador portátil. Había investigado sobre el pueblo de la Navidad, sus propietarios y el salón de bingo. El local del bingo estaba alquilado por la misma empresa que alquilaba el terreno contiguo y el aparcamiento del pueblo de la Navidad. St. Michael’s Bingo. A pesar del nombre de la empresa, no tenía relación con ninguna iglesia ni con ninguna organización caritativa en concreto. Y la señora Berkowitz tenía razón: según las puntuaciones en Yelp y otras críticas, parecía que el bingo tenía mucho público y era muy célebre.
Así pues… ¿por qué no había podido Santa Claus pagar a sus elfos?
¿Y por qué no encontraba los nombres de la gente que dirigía St. Michael’s Bingo? En la página web solo aparecía una fotografía del pueblo y el horario de apertura, además de la dirección. No había otras formas de contacto, ni un número de teléfono.
Molly llamó a la señora Berkowitz.
–¿Quién dirige el pueblo y el salón de bingo?
–Santa.
Molly se frotó el entrecejo.
–¿Y se llama de alguna manera ese Santa Claus?
–Santa.
Molly se echó a reír.
–El tipo que se pone el traje de Santa Claus. ¿Cómo se llama?
–Ah. Nosotras le llamamos Nick el Loco.
–¿Por San Nicolás? –preguntó Molly.
–No, porque está loco.
–¿Y por qué está loco?
–Bueno, para empezar, ha tenido ya cuatro mujeres. Y todas trabajan para él, aunque lo odian. Por eso está loco. Siempre está de mal humor. Si yo tuviera cuatro exmujeres, no querría que trabajaran para mí.
–¿Y este señor tiene algún apellido?
–Seguramente, pero yo no sé cuál es. Podría preguntárselo a alguna de sus exmujeres en el próximo turno. Pero ahora tengo que colgar, cariño. Estoy viendo Jeopardy!
Molly colgó. Tenía que investigar más, pero, para poder hacerlo, necesitaba su ordenador del trabajo y programas informáticos más específicos. Con idea de levantarse muy temprano, se acostó.
Y soñó con unos ojos de color marrón, cálidos y profundos, del mismo tono que su cosa favorita del mundo: el chocolate. Soñó con la deliciosa sonrisa que los acompañaba, y con unas manos que la acercaban a un cuerpo, pero no para dormir…
A la mañana siguiente, Lucas estaba mirando por los prismáticos y, al mismo tiempo, observando la pantalla de su tableta, en la que podía ver a tiempo real las imágenes del edificio que estaban vigilando, en el que habían instalado cámaras ocultas. Hacía todo lo posible por concentrarse en el trabajo, en vez de en lo cruel que era la vida, que le había dado la oportunidad de acostarse con Molly pero le había negado la posibilidad de recordar ni un solo minuto.
¿Era su cuerpo tan curvilíneo y suave como parecía con aquellos trajes de oficina tan sexis que llevaba siempre?
Y ¿qué llevaba debajo? ¿Encaje? ¿Seda? Él no tenía ninguna preferencia. Le encantaba todo. ¿La habría desnudado lentamente y le habría pasado las manos por todo el cuerpo? ¿La habría besado? ¿Tendría ella aquel sabor tan delicioso que él se imaginaba?
–Aquí hace un calor insoportable –murmuró Joe.
Como su amigo llevaba horas quejándose, Lucas no respondió. Además, Joe tenía razón: allí hacía mucho calor.
–Tengo hambre –dijo Joe.
Lucas bajó los prismáticos y se quitó el auricular de uno de los oídos.
–¿Algo más?
–Se me ha dormido el trasero.
–¿Y qué quieres que haga yo, exactamente? –le preguntó Lucas.
–Era por decir algo –respondió Joe, y exhaló un suspiro–.