En España, los antecedentes más remotos de la ceremonia se constatan en todo el área levantina —Mallorca, Cataluña y Valencia—, extendiéndose luego por Castilla, Andalucía y otros lugares. A propósito de la catedral de Palma de Mallorca, se tiene constancia ininterrumpida de esta celebración desde la segunda mitad del XV, siendo perfectamente conocida en todos sus detalles, gracias al incidente con el cabildo provocado en 1691 por el obispo Pedro de Alagón y Cardona, quien intentó decretar su prohibición, en connivencia con su política rigorista de imposición de una exacta observancia del ceremonial romano en las funciones eclesiásticas de la catedral[21]. En su apelación a Roma, el cabildo elaboró un exhaustivo informe en el que se incluye una descripción completa de la ceremonia, textos y dibujos que describen la situación de los diferentes escenarios y un interesantísimo estudio gráfico de todos los elementos y personajes que intervenían en la representación, con su epicentro en el Theatrum ubi extat Jesus Crucifixus[22].
Sin duda, el gran golpe de efecto de tales dramatizaciones reside en el impacto emocional que suscita en los fieles ir descubriendo la naturaleza metamórfica de los Cristos articulados y el efecto sobrecogedor implícito por el funcionamiento de sus dispositivos, a base de golpes secos y bruscos movimientos. (Fig. 4) La visualización de la escena acrecienta la sensación escalofriante del rito y su significado como inicio del ciclo iconográfico de la Aflicción, que culmina en la sepultura. De esta manera, la manipulación del cuerpo del Crucificado en diferentes posturas por parte de los fieles termina creando en ellos la ilusión de una participación activa en el suceso histórico, en su inteligente trasposición dramatizada a la secuencia litúrgica[23]. Así las cosas, durante los siglos XIV, XV y XVI, proliferan los Crucificados de cabeza y brazos móviles unidos al cuerpo bien por juntas de rótula o esféricas cubiertas por ropa pintada, a los que solían incorporársele cabelleras de pelo natural y sondas entre la herida del costado y la espalda, de tal manera que al mover la cabeza y las extremidades la herida “sangrase” o “sudase”. Dos casos significativos al respecto vienen de la mano del Cristo de los Gascones, de la iglesia segoviana de San Justo, y el Cristo de las Claras, de Palencia.
Fig. 4. Ceremonia de la Depositio.
El primitivismo del primero, obra del siglo XIII, evidencia el temprano desarrollo de los ritos paralitúrgicos asociados a la Adoración de la Cruz[24] y la secuencia posterior del Descendimiento y Sepultura de Cristo. El segundo delata el interés de la escultura animada del XIII-XIV por el recurso plástico a los postizos orgánicos (implantes naturales de uñas de asta de vacuno, revestimiento de piel de cabritilla, cabello humano), siempre en el afán de poner en valor la visión descarnada y los aspectos más tétricos, incluso repulsivos, de las lesiones de Cristo. La intención no sería otra que explorar en estas obras destinadas a la teatralización de la Pasión las posibilidades de un expresionismo descarnado que se recrea en el rictus agónico del rostro y la profusión de heridas, laceraciones y regueros de sangre, por lo demás muy en consonancia con el proceso de definición y construcción iconográfica, a lo largo de los siglos XIV y XV, de una imagen dolorosa de Cristo Crucificado que aparece, más que nunca, como la víctima de un suplicio brutalmente cruento, asemejando su visión en la Cruz a la de un despojo deshecho y casi putrefacto[25]. Como tantas piezas similares del momento, esta obra presenta un conducto en el torso que comunica con la llaga del costado, por el que se introducía una calabaza comunicada con la herida que se llenaba de vino con el objeto de simular una sangración en el momento mismo del Descendimiento, abundando de esta manera en el realismo del acto religioso[26]. Esa misma obsesión de los agentes implicados en lograr que los Cristos articulados se comportasen como un cuerpo muerto explica que las imágenes de los siglos XIV y XV posean articulaciones en otras partes del cuerpo además de los hombros; a saber en el cuello, dedos, caderas, rodillas o tobillos, por no hablar de su fascinante carácter polimatérico.
En su magnífico trabajo dedicado a la morfología de estas esculturas móviles, Ruth Fernández González[27] distingue hasta seis sistemas diferentes de articulación en los hombros presentes en piezas de los siglos XVI, XVII y XVIII, demostrando la profunda investigación en materia de rudimentos técnicos apropiados, desarrollada por los artistas especializados en su hechura. En concreto, distingue los sistemas de goznes metálicos, las articulaciones de “galleta” —que parten del tórax u hombro, del brazo o en su modalidad de galleta/rótula metálica—, rótulas metálicas, articulaciones de “fosa y bola”, de sistema simple con goma interna y, por último, de bisagras axilares[28]. (figs. 5-6)
Fig. 5. Dispositivos de movimientos de un Crucificado articulado. Siglo XVI.
Fig. 6. Articulaciones con bisagras axilares en un Crucificado. Siglo XVIII.
En otro orden de cosas, no podemos olvidar el peso específico ejercido por las cofradías de la Soledad en la popularización de la Depositio en la cultura religiosa de los Siglos de Oro, al convertirla como novedad respecto a los tiempos precedentes en el verdadero preludio del rito procesional. Acogidas generalmente bajo el patrocinio de la órdenes Agustina y Carmelitana, solían ser las hermandades soleanas las que protagonizaban, cada Viernes Santo, en las grandes poblaciones, la puesta en escena del ciclo de la Aflicción. Terminados los Oficios del Viernes Santo con la Adoratio Crucis y verificada la Depositio y Sepelio del cuerpo de Cristo, todo se hallaba dispuesto para la Estación de Penitencia por las calles del lugar, ya fuese con los dos pasos acostumbrados del Santo Sepulcro y la Virgen de la Soledad, o con el concurso de otros misterios narrativos (Descendimiento) y/o alegóricos (Triunfo de la Cruz o Triunfo de la Muerte), que las corporaciones más poderosas solían integrar en sus cortejos a modo de discurso catequético dedicado a las Postrimerías y el Ciclo de la Aflicción.
Una de las piezas postridentinas más sobresalientes de este género pasa por ser el Crucificado articulado que el escultor Diego de Vega ejecutase, en 1578, para la Archicofradía de la Soledad y Santo Sepulcro, erigida en la parroquia de Santa Ana de Archidona, ya documentada en 1530 con el título de Cofradía de la Madre de Dios[29]. (Fig. 7) Al efecto, el 17 de marzo de 1578, varios hermanos de la misma, desplazados expresamente a Antequera, convinieron con el artista la ejecución de un encargo múltiple que contemplaba los efectos necesarios para el rito del Desenclavamiento y Deposición, al incluir, además de las andas procesionales y las imágenes del Cristo y la Virgen, la propia urna sepulcral y una Cruz erigida sobre un montículo esculpido[30]
Fig. 7. Diego de Vega. Cristo. 1578. Parroquia de Santa Ana. Archidona (Málaga). Es una de las más bellas realizaciones de Cristo articulado de la escultura procesional.
Con todo, ya a principios del Seiscientos, las autoridades eclesiásticas más sensibilizadas con el rigorismo postridentino se propusieron cortar de raíz algunas prácticas con imágenes móviles, permitiendo las de mayor arraigo colectivo y/o las más “inofensivas”, en cuanto menos extrañas o irreverentes. Así lo intentó, al menos, aunque infructuosamente, el cardenal-arzobispo de Sevilla, Fernando Niño de Guevara en sus Constituciones Sinodales de 1604[31].
Al unísono de tales disposiciones, algunos autómatas medievales vieron inutilizados sus dispositivos de movimientos, tal vez por considerarse demasiado “espontáneos”, propiciándose su “reeducación” barroca mediante nuevos atavíos y funciones ceremoniales. Del mismo modo, se intentó conferir una presentación iconográfica estable a determinadas piezas que el capricho y la ocurrencia de sus mentores había dotado de particulares aptitudes mutantes. Hasta tal punto fue así, que les era muy fácil desbordar