De hecho, no existe expresión definidora más válida de lo que supusieron y continúan suponiendo las esculturas procesionales mecanizadas, que el conocido Deus ex machina (“un dios desde la máquina”) trasposición latina, a su vez, de la expresión griega απò μηχανῆς θεóς, utilizada en el contexto del teatro clásico cuando una grúa (machina) introducía en escena una deidad (deus) para resolver una situación dramática de cierta complejidad. En efecto, son los artilugios mecanizados los que verifican a los ojos de los fieles el súbito “milagro” de “reencarnar” en la imagen escultórica el personaje sagrado a quien representa. Haciendo valer más que nunca su condición de simulacrum, ese “alguien” acaba manifestándose y se hace realmente “de cuerpo presente” ante todos, siendo el mecanismo el agente causal que verifica el prodigio, habida cuenta que lo que anteriormente era visto como simple escultura, pasa a entenderse desde ese momento en toda regla en calidad de “hierofanía” o “aparición”.
Tampoco podemos olvidar el sentido teatral y literario del Deus ex Machina como sinónimo de un acontecimiento cuya causa viene impuesta por necesidades del propio guion, a fin de que mantenga justamente lo que se espera de él por influencia de los factores más dispares, sin dejar de incurrir en una falta de coherencia interna. Los Ordos, libretos, directorios, consuetas y cualquier otro tipo de escrito dramático siempre contendrán en sus acotaciones, ya estén expresamente elaboradas o regidas por la improvisación, múltiples estrategias para jugar con tales supuestos buscando, ya sea de modo consciente o inconsciente, la contradicción, la polémica, la fascinación, la maravilla, el juego y, por supuesto, siempre el artificio[2].
En consecuencia, el estudio de las esculturas procesionales automatizadas se ajustaría a una secuencia histórica fundamental, que hace las veces de sinopsis preliminar, cuyo planteamiento básico sería el siguiente:
a.Cristo de la Entrada en Jerusalén. Las representaciones escultóricas motorizadas de Cristo a lomos del asno (a través, primeramente, del Palmesel alemán) se incorporan a la liturgia del Domingo de Ramos, al menos en torno al siglo X, en calidad de vehículo persuasivo y catequético que enfatiza el profundo significado mesiánico y popular de la Procesión de Palmas.
b.Crucificados articulados. En virtud del proceso de imprimir un sentido vivencial a las ceremonias del Viernes Santo, algunos Ordos litúrgicos del siglo XIV se hacen eco de tradiciones religiosas precedentes, posiblemente del XIII, apostando por hacer revivir a los fieles ad oculos los momentos del Descendimiento y Sepultura del cuerpo de Cristo.
c.Nazarenos automatizados. Constituyen la gran aportación de la religiosidad postridentina. Haciéndose eco de algunas tradiciones teatrales precedentes que escenificaban el Camino del Calvario, la consolidación de la iconografía procesional del Nazareno en el último cuarto del siglo XVI brinda el caldo de cultivo para el surgimiento de la Ceremonia del Paso o del encuentro en la calle de la Amargura, ya a principios del XVII. En este caso, la recreación “histórica” de los hechos que exige la participación de personajes secundarios en el drama arropando al protagonista, coexiste con el sentido penitencial y expiatorio implícito por el rito de la bendición impartida por el Nazareno al pueblo, en señal de reconciliación.
2.DRAMA LITÚRGICO Y EXPERIMENTALISMO MEDIEVAL
A partir del XIII, se impuso una creciente antropologización en el modo de entender las relaciones de la Divinidad con el ser humano. La nueva forma de pensar y, sobre todo, de “comprender” a Dios generó la necesidad de explotar a pleno rendimiento las facultades didáctico-pedagógicas de las imágenes sagradas. Las representaciones visuales comienzan a ser entendidas, cada vez con mayor intensidad, como “herramientas” de persuasión puestas al servicio de la “inteligibilidad” de los fundamentos de la doctrina cristiana, “traduciéndolos” al idioma de la religiosidad popular. En este contexto, los escritos de Bernardo de Claraval configuran una suerte de marco teórico que reconocen su aplicación al terreno de la praxis a través de las acciones (que en los siglos XX-XXI no serían otra cosa que verdaderas performances) del Juglar de Dios, Francisco de Asís. Este último compuso sus teatros edificantes a modo de fragmentos espacio-temporales de irrenunciable vocación formativa y catequética, asimilables a auténticas protocomposiciones de lugar, en cuyo desarrollo dramatúrgico se insistía en la revelación del misterio ad oculos, recurriendo a formas sensibles y a pintorescas puestas en escena orientadas a la puesta en valor de la humanidad de Cristo, especialmente en momentos cruciales que incidían en la pobreza que rodease su nacimiento e infancia y en los sufrimientos de la Pasión[3].
Ni que decir tiene que la nueva religiosidad antropocéntrica y sensible que emana de este proceso destierra los miedos del teocentrismo altomedieval. Asimismo, justifica la presencia utilitaria del autómata en las manifestaciones del culto, a efectos litúrgicos y paralitúrgicos como un recurso dramático-instrumental, muy especial y de impacto psicológico imprevisto a la hora de forzar, despertar y llamar a la vida a la representación material de lo invisible expresada a través de la escultura y haciendo valer toda la inventiva y recursos técnicos ad hoc desarrollados por la creatividad medieval[4].
Lo cierto es que, superada una fase temprana de recelo y reticencia, la cultura religiosa medieval terminó contemplando en el autómata un fenómeno cotidiano, aceptado y asumido sin discusión y absoluta naturalidad por todos. Es más, la Edad Media llegaría a generalizar, casi de manera consustancial, una atracción y afición irreprimibles por las estatuas animadas al servicio de las creencias cristianas, si bien con una gran diferencia con respecto a los autómatas procesionales de los siglos XVI, XVII y XVIII. No en balde, frente al gusto barroco por la aparición imprevista y el factor sorpresa consustanciales al espectáculo taumatúrgico, la actitud medieval ante la estatua animada responde más bien a un trasfondo de íntima convivencia y familiaridad del individuo con lo maravilloso.
Pese a que la visión actual asocia los autómatas procesionales a los ritos de la Semana Santa y sus precedentes de los siglos XIV-XV, lo cierto es que la construcción y especialización medieval en este terreno conseguiría obras maestras del género en piezas escultóricas relacionadas con el teatro sacro ligado a los ciclos de la Epifanía y la Asunción de la Virgen, y justo es decir que, rentabilizando ya —anticipándose nuevamente a las estrategias barrocas— las innegables ventajas para la simulación brindadas por su condición de maniquíes proclives a ser vestidos. Al igual que los Nazarenos de los Siglos de Oro, la morfología de los autómatas medievales se brindaba gustosa a la introducción de tubos y otros artificios, capaces de obrar todo género de trucos y “prodigios” (por ejemplo, hablar o llorar) en el transcurso de cada “actuación” de la imagen, con la carga de fraude y engaño para explotar la credulidad de los ingenuos feligreses que ello implicaba[5]; con lo cual, una vez más, se perciben los diferentes objetivos perseguidos por el autómata medieval y el autómata barroco, según apuntamos más arriba. Especial relevancia dentro del género adquirían las imágenes vestidas de la Virgen concebidas expresamente —cual sucede con la célebre Virgen de los Reyes de la Catedral de Sevilla— para presentar teofánicamente al Niño Jesús, valiéndose de ingeniosos dispositivos de movimientos y articulaciones.
3.CRISTO SIGUE ENTRANDO EN JERUSALÉN
El desarrollo litúrgico adquirido entre los siglos VIII y IX por la