Para la escultura procesional, la idea de la realeza de Cristo ha sido obsesiva, subrayándose a veces de manera un tanto pintoresca. De hecho, el misterio de la Entrada en Jerusalén brindaba uno de los argumentos más expresivos y precoces para el experimentalismo dramático y paralitúrgico del contexto tardomedieval europeo, dando curso a la participación de esculturas animadas que, desde esa época, cumplían con eficacia un relevante papel actoral en las dramatizaciones litúrgico-procesionales, hasta convivir literalmente con los espectadores y participantes de la función religiosa. En virtud de las instrucciones de la Sagrada Congregación de Ritos, los fieles debían participar en la medida de sus posibilidades en la solemne procesión de Palmas del Domingo de Ramos para rendir a Cristo Rey un tributo público de amor y reconocimiento. Por ello, se recomendaba que, finalizada la Misa de Palmas, se hiciese la procesión por los alrededores del templo, a modo de prolongación natural y externa de la celebración litúrgica, siguiendo un recorrido un poco más largo de lo acostumbrado en otros casos.
En este punto, descuella un buen número de piezas tardomedievales centroeuropeas, datadas a finales del XV, que, aun no siendo tales autómatas en el sentido estricto del término, sí cumplían con eficiencia, conveniente y estratégicamente manipuladas, su papel actoral en las dramatizaciones litúrgico-procesionales descritas, rivalizando en facultades expresivas y conviviendo hasta las últimas consecuencias con los componentes humanos del reparto[10]. Nos referimos a las esculturas de Cristo a lomos de un burro, provistas de una plataforma con ruedas —el popular palmesel, muletta, asinellino, borriquita, pollinica o “asno de palmas”—, empleadas en estas procesiones del Domingo de Ramos, a modo de paráfrasis plástica de la profecía de Zacarías que prefiguraba la entrada mesiánica en Jerusalén[11]. Qué duda cabe que la contemplación de estas piezas hacía partícipe a los fieles de memorables experiencias vivenciales; habida cuenta que, gracias a ellas, podían percibir, sentir y, sobre todo, visualizar la “milagrosa” transfiguración de sus respectivas poblaciones y de ellos mismos en los habitantes de la Jerusalén “histórica”, que se estremeciera aquel día con la llegada de Cristo a lomos del animal y paseara triunfalmente por sus calles. (Fig. 2)
Fig. 2. La liturgia del Domingo de Ramos es una de las más tempranas en incorporar dramatizaciones y elementos paralitúrgicos asociados a la procesión de palmas. Esta procesión de la Pollinica en Málaga, en 1911, recuerda el uso de plataformas con ruedas, a modo de carrito infantil, para imprimir dinamismo a estas figuras.
Desde la Baja Edad Media e incluso todavía hoy, sigue siendo costumbre en muchas ciudades alemanas —y luego de la América hispana— trasladar procesionalmente este tipo de esculturas “motorizadas”, arrojando a su paso hojas de palma y ramas de olivo[12], en inequívoca referencia a las dos antífonas inspiradas en el texto del Evangelio de Nicodemo[13], que el ceremonial del Domingo de Ramos reservaba para el rito de la distribución de los ramos, según la solemnidad prescrita en el Pontifical Romano-Germánico[14].
En su Vita Sancti Uodalrici, escrita a finales del X-principios del XI, Gerhard de Augsburgo refiere cómo el santo mantuvo la costumbre, hasta su muerte en el 973, de bendecir y distribuir las palmas entre el pueblo pro vitando strepitu et tumultu en la iglesia de Santa Afra, a cuya finalización el pueblo salía en procesión cum effigie sedentis Domini super asinum hasta la colina de Perlach. Allí predicaba a los fieles un sermón, antes de proseguir seguidamente el cortejo hasta la catedral de Augsburgo donde se celebraba la misa solemne. Como bien señala Harris, este relato constituye el testimonio de un Ordo auténticamente revolucionario en el modo de conmemorar el Domingo de Ramos, por cuanto presupone la más temprana referencia a la presencia de un Palmesel, al menos desde la segunda mitad del siglo X, con todo lo que conlleva para cuanto venimos tratando[15]. Del arraigo de estas dramatizaciones da fe el gran número de estatuas del Palmesel conservadas en las iglesias y museos alemanes[16]. (Fig. 3)
Fig. 3. Palmesel (s. XV). Museo Diocesano. Colonia.
Por la inspiración atemporal de los “teatros edificantes”, ni siquiera la América hispana supo sustraerse a la capacidad de sugestión de tales dramatizaciones, si bien incentivaba aún más la dosis de “realismo” de la función valiéndose de la ingeniosa estrategia escénica de ubicar la representación escultórica de Cristo sentado sobre un jumento real[17].
4.CRISTOS ARTICULADOS PARA EL DESCENDIMIENTO
Los orígenes netamente medievales de estas piezas ratifican la antigüedad evidente de la ceremonia y su continuidad en la Edad Moderna. Mediante la flexibilidad impresa a las articulaciones, y una vez verificado el acto de veneración (Adoratio Crucis) en la función religiosa del Viernes Santo, el Crucificado pasaba de estar clavado en la Cruz a ser descendido de ella. Seguidamente, los brazos se sujetaban con cintas y se colocaban pegados al cuerpo, se amortajaba la efigie y se depositaba en el sepulcro trasformada en imagen yacente (Depositio), culminando la escenificación con la llegada de las Marías o Mirróforas para continuar el embalsamamiento del Nazareno (Visitatio). En algunas circunstancias, el ritual se prolongaba hasta el Domingo de Resurrección con el levantamiento del sudario y la salida de Cristo de la tumba (Elevatio). Ya desde el siglo XIV, la obligada participación en la ceremonia de actores vivos interpretando a José de Arimatea, Nicodemo y los otros testigos del acontecimiento permitían “confundir” deliberadamente lo animado y lo inanimado, al integrarlos en un mismo cuadro teatral, favoreciendo de paso la compenetración emotiva absoluta de intérpretes y espectadores con la trama y las implicaciones penitenciales del episodio.
No es casual el interés de la escultura románica por componer los monumentales Descendimientos, especialmente los del ámbito catalán, a modo de cuadros escénicos. Diseñados, por lo general, para su colocación en un “escenario” ad hoc como el ábside del templo, estos conjuntos revelan una fascinación especial por un dinamismo al que, como es sabido, se sustrae habitualmente la imaginería religiosa del período. Un exponente paradigmático lo ofrece el célebre Descendimiento de la iglesia de Santa Eulalia de Erill la Vall, datado a finales del XII o principios del XIII, cuya composición —al igual que muchos de sus homólogos posteriores— permite advertir una evidente disociación entre los hieráticos personajes que asisten a la escena en calidad de meros espectadores pasivos y la tensión dramática que sacude los cuerpos de José de Arimatea y Nicodemo al desclavar y sujetar los brazos del Crucificado en pleno clímax de la acción. En este sentido, la movilidad insólita de estas figuras y el brutal contraste que establecen con las restantes, en cuanto al tratamiento de la gramática corporal, plantea una sugestiva intuición teatral claramente anticipatoria de las posteriores ceremonias del Davallament de la Creu, que reproducían con individuos reales cada Viernes Santo la escena que los fieles ya estaban acostumbrados a visualizar pertinentemente en estos conjuntos o “cuadros”.
No en balde, el ceremonial de la Adoratio, Depositio, Visitatio, Elevatio terminaría teniendo cabida, y voz propia, en los directorios litúrgicos del siglo XIV. Es el caso del Liber Ordinarius de la Colegiata de Essen, el Ordo del monasterio benedictino de Barking, Essex, fechado en 1370 y el Ordo procedente de la abadía de Prüfening, cerca de Ratisbona, fechado en 1489[18]. En los dos últimos casos, además de las imágenes, intervienen en la dramatización actores reales. El Ordo de Barking refiere expresamente que se desenclavaba la imagen, se envolvía posteriormente en costosas telas y era