La policromía contrarreformista (1580 a 1675), pintura del natural o de la cosa viva, es el reflejo de los nuevos preceptos dogmáticos que influyen en el cambio de moral experimentado durante el siglo XVII. Si en la concepción escultórica supuso un paulatino abandono de los testimonios renacentistas, en la policromía el cambio más sustancial se produjo en la sustitución del repertorio ornamental fantástico por uno de corte más natural. Es decir, se sustituyeron los grutescos y fantasía por rameados o dinámicos tallos vegetales con tendencia a la reducción y depuración del repertorio decorativo, que a modo de candelieri, y en sustitución de los grutescos, se usa como motivo articulador y vertebrador de la composición ornamental, aunque aún sobre imágenes de carácter romanista en su concepción volumétrica en sus inicios, como en el retablo de la Asunción de Astorga en 1569, ejecutado por Gaspar de Hoyos y Bartolomé Hernández, y sobre obras realistas propiamente dichas, posteriormente.
La caracterización de santos y su culto divino se lleva a cabo “en torno a la norma de piedad, gravedad y decoro”[27], reservando las más ricas telas para los personajes de mayor dignidad, en donde se imitan lujosos lienzos de brocados, damascos y gasas con patrones de Italia[28] o recreando modelos de los patrones textiles de los centros más importantes, como Valencia, Toledo, Granada y Sevilla. Los motivos de subientes de naturaleza vegetal con remates de cogollos y cardos se plantean sobre fondos esgrafiados rajados, técnicamente desarrollados a base de estofados a pincel y esgrafiados combinados entre sí. Las siluetas se presentan recortadas, estableciendo varios planos de observación, lo que incrementa el efecto de volumen y naturalismo en la imitación de los tejidos. La técnica de punzonados se incorpora en la decoración. A modo de incisiones sobre la superficie dorada, permite crear efectos de contraste brillo-mate y mayor volumen que los estofados a pincel o esgrafiados. El principal objetivo es la imitación de las labores de relieve mediante sombreados, realzados, picados de lustre y brocados de tres altos. También se representan el haz y envés de los mantos, capas, mangas, etc. Se generaliza el uso de la plata bruñida y corlada para diferenciar dichas zonas, evitando que los colores se encuentren. Se reservan las cenefas que rematan mantos, capas o túnicas para las imitaciones de piedras engarzadas y perlas, o bien, motivos de roleos, cintas de follaje y cartuchos. Destacan particularmente las encarnaciones en semipulimento matizadas en tonos verdosos manufacturadas por Pedro de Raxis[29] para las obras de Pedro de Rojas en Granada, desterrando los platos vidriados (Fig. 3.)
Fig. 3. Cristo Yacente “Descendimiento”, Pablo de Rojas.
Alonso Cano (1601-1667), máximo representante de la escuela granadina, creará a mediados del Siglo de Oro Español un nuevo modelo polícromo. Las indumentarias de sus Inmaculadas se reducen a tonos planos y uniformes, en donde la ornamentación se limita exclusivamente a las cenefas, procurando la calidad de las telas mediante el modelado de sus volúmenes. Aplica la policromía de la misma forma que pinta sus cuadros, limitándose su paleta a colores azules, rojos cálidos, verdes y un amarillo característico[30]. Dicha tradición policroma de tonos lisos será continuada por escultores como Pedro de Mena o Fernando Ortiz (Fig. 4).
Otro de los aspectos interesantes de este periodo es la exploración de nuevos recursos plásticos en aras de obtener un mayor realismo. Destacan las esculturas exentas como el Cristo Yacente, modelo que impulsó Gregorio Fernández en Castilla, al que se le agregaron postizos como dientes de marfil, uñas de cuerno de toro, y cuero o corcho para imitar las heridas y pellejos en la piel[31]. Pedro de Mena recurrió a los ojos o lágrimas de cristal para transmitir comunicativa emoción en sus Dolorosas y José de Mora empleó postizos, encajes naturales, cuerdas o coronas de espinas, entre otros artificios. Este tipo de engaños se extenderán considerablemente durante el siglo XVIII, especialmente en la imagen procesional de candelero, adornadas con postizos de pelo natural para el cabello y las pestañas, ojos y lágrimas de cristal, joyas, encajes, botones, perlas, coronas de espinas, cuerdas, etc. (Fig. 5).
Fig. 4. (izda.) Inmaculada. Alonso Cano. Catedral de Granada.
Fig. 5. (dcha.) Dolorosa atribuida a Fernando Ortiz, mediados del siglo XVIII.
El siglo XVIII supuso una continuación de las tradiciones polícromas anteriores. Destacan las policromías sobrias de tonos planos, pardos, blancos, decorados solamente por las cenefas doradas mate con motivos vegetales, con resalte de sombreados a pincel, como en las obras de Juan Pascual de Mena y algunas de Salzillo. En Andalucía, se continúa con las técnicas y motivos traídos de la centuria anterior, pero adaptándose a las modas difundidas por el comercio de tejidos. Es un siglo de modificaciones en donde se buscan soluciones polícromas, procurando el efecto ilusorio, especialmente en la escuela sevillana, con la implantación de nuevas técnicas que luego se difundirán por toda la región con los maestros Pedro Duque de Cornejo o José Risueño en Granada. Destaca el deseo de teatralidad y vivacidad de las policromías cuya muestra culmen es el templo jesuítico de San Luis de los Franceses.
En el primer tercio del siglo XVIII, predomina una encarnación mixta, combinando una primera mano a pulimento, que le confiere consistencia y perdurabilidad, y una segunda, mate, que se asemeja más a un modelo del natural. En este periodo se utilizan frecuentemente los ojos de cristal en las imágenes para dotarlas de mayor verismo (Fig. 6).
Entre 1730 y 1760, se introdujo en la corte francesa, el estilo rococó, el gusto por las porcelanas chinas con su variado colorido y técnicas refinadas. A través de ella, y desde la corte de Madrid, la influencia por lo oriental se hace eco en España, y es así como tendrá lugar el periodo denominado estilo rococó o chinesco (c.1735-1775). Cromáticamente se decantan por los colores pastel, abundando los rosas, verdes, azules, amarillos, anaranjados y violáceos combinados con blanco. El motivo por excelencia es la rocalla, combinándola con guirnaldas, ramilletes de flores o primaveras, que se ejecutan a punta de pincel sobre fondos planos monocromos o esgrafiados, resaltando los motivos cincelados. También se usan colores planos más intensos como bermellón, azul o verde oscuro, generalmente lisos, cubriendo indumentarias rematadas por cenefas doradas y grabadas a bajo relieve; con decoración incisa en el aparejo y ornamentaciones geométricas y vegetal en resalte, y se juega con la yuxtaposición del oro mate y el brillante, buscando el contraste entre claros y oscuros, entre tonos fríos y cálidos. Se usan las veladuras en forma de corlas sobre oro y plata pulidas (Fig. 7).
Fig. 6. (izda.) “Santo