Otro ilustrado criollo, cuyas propuestas son importantes para ser sacados “del silenciamiento impuesto”, del que habla Ernesto Bassi, es Antonio Sánchez Valverde, nacido en la isla La Española en 1729. Su contribución al pensamiento económico americano es estudiada por Johanna von Grafenstein. La autora desarrolla tres aspectos del pensamiento del clérigo de Santo Domingo, primero en su participación en el discurso reformador que se estaba formulando en ambos lados del Atlántico español. Valverde, al igual que Narváez para el Nuevo Reino de Granada, enumera las riquezas sin explotar en la parte española de la isla de Santo Domingo; aboga por la introducción masiva de esclavos para hacer producir la colonia e incrementar “su utilidad” para la monarquía.
Valverde sugiere que la corona adelante inversiones en la colonia que atraerán a la postre las de particulares; pide un mayor compromiso de los “ministros del rey” con el fomento de la colonia más antigua de la monarquía, mediante una decidida apertura comercial, mayores estímulos al poblamiento y sobre todo la introducción masiva de esclavos, que ve como la “llave” para tener acceso a los “tesoros” recónditos de la isla. El segundo aspecto que desarrolla von Grafenstein es la participación de Valverde en debates referentes a América. Estaba al tanto de las visiones sobre el continente que figuras destacadas de la ilustración estaban sosteniendo en Europa. Critica las posiciones del conde de Buffon y de Cornelius de Pauw, quienes juzgaban el clima, la flora, la fauna y los habitantes de los territorios americanos como subdesarrollados, degenerados e inferiores al mundo europeo. Apoya su crítica en Francisco Xavier Clavijero cuya defensa de la cultura indígena y la sociedad criolla suscribe. El tercer tema abordado por Grafenstein es la reacción de Valverde a un tratado del comerciante y proyectista francés, Weuves el joven, cuyo desprecio por la cultura criolla del Santo Domingo español combate vivamente.
El discurso reformador de Francisco Arango y Parreño, representante y principal promotor de la élite cubana comprometida con el desarrollo del azúcar, es estudiado por José Antonio Piqueras. En sus cabildeos en la corte de Madrid, Arango logró importantes concesiones para su “clase” en la Antilla; escribió informes y pareceres, entre los que destaca el llamado Discurso sobre la Agricultura, una representación ante el rey, entregada en 1792, que fue “guía teórica y pragmática de la emergente clase cubana de plantadores”, sostiene Piqueras, quien ofrece un detallado análisis de las fuentes doctrinales de Arango en el contexto de los escritos de economía política de importantes figuras del pensamiento económico español, entre ellas Uztáriz, Campillo y Cosío, Arigorri, Campomanes, Floridablanca y Jovellanos. Como ellos, Arango criticaba los monopolios y privilegios, abogaba por un papel importante de los particulares en la economía. Sin embargo, no en todo coincidía con los principales representantes de la ilustración española, por ejemplo, en cuanto a la apertura del comercio, difiere de ellos ya que sostiene la necesidad de una apertura mucho más amplia de la que se concebía en España. Cuba necesitaba que el comercio de la isla se abriera a extranjeros, refiere Piqueras del pensamiento de Arango, puesto que la metrópoli no podía absorber toda la producción azucarera de la colonia. Además, con el fin de abaratar el costo de vida, Arango apoyaba la compra de harinas y víveres a comerciantes estadunidenses; defendía la especialización de una economía dada, así como el libre cambio; admiraba los adelantos que se estaban haciendo en Europa en la industria y promovía la introducción de la maquinaria más moderna de la época para el procesamiento de la caña. En estos aspectos, dice José Antonio Piqueras, el criollo cubano se acercaba bastante a los planteamientos de la economía clásica, bien que probablemente no conociera La riqueza de las naciones, obra que se dio a conocer en su traducción española después de la entrega del Discurso. Piqueras califica a Arango como un hombre práctico que buscaba soluciones prácticas que pudiesen favorecer los intereses de los plantadores cubanos, por encima de la defensa de planteamientos teóricos.
La primera de las tres contribuciones sobre el Río de la Plata, escrita por María Inés Moraes y Lucía Rodríguez Arrillaga, se ocupa del tema de la propiedad agraria en las últimas dos décadas del periodo virreinal y de las propuestas para solucionar las disputas sobre la apropiación de los recursos. Dos textos reformistas están en la base del análisis: uno primero dirigido al virrey en 1794 por un funcionario anónimo, y un dictamen emitido en 1796 por el fiscal de la Real Audiencia de Buenos Aires y protector de indios, Francisco de Herrera. Ambos textos concluyen un expediente abierto en 1787 sobre la cuestión de la propiedad de tierras y ganado en la región. Las autoras ubican los dos textos en el contexto del “movimiento intelectual y político que animó el discurso reformador monárquico”, en los “debates sobre la utilidad pública”. Ambos funcionarios defienden la necesidad de la privatización de los campos para “poner orden” en la situación caótica de la propiedad agraria. Las medidas propuestas obedecen a convicciones generalizadas en la época de que había que desamortizar la gran propiedad estancada y crear pequeñas y medianas propiedades. Especialmente aguda era la crítica del autor anónimo a la gran propiedad en manos de hacendados-comerciantes que se había creado a partir de una real instrucción de 1754. Habían sido concesiones desmedidas de tierras que, además, se dejaban sin producir. Moraes y Rodríguez Arrillaga destacan del documento de 1794 la intención “pedagógica” del reparto de estas tierras ociosas, la voluntad de solucionar un “problema moral” que se combatiría con la construcción de iglesias y un esfuerzo por evangelizar la población que se consideraba indolente y vaga. Del segundo documento analizado, las autoras del capítulo destacan la intención de crear un “antemural” en las tierras fronterizas de la llamada “banda norte” para impedir el avance de los portugueses. Por medio de la creación de la propiedad individual, el fiscal Herrera esperaba desarrollar la zona, con base en la línea doctrinal del derecho natural y de gentes. A la reforma proyectada subyacía también la convicción de que la propiedad privada fomentaba el bienestar general y que la defensa del interés personal iba a servir como “motor del progreso.” También el fiscal, dicen Moraes y Rodríguez, entendía el “arreglo de los campos” como una tarea moral, cuyo fin era terminar con los desórdenes y la apropiación indiscriminada de tierras y ganado por la población. Las autoras advierten, sin embargo, una contradicción en la actuación de Herrera, quien, por un lado, criticaba las prácticas depredatorias que seguían los indígenas en las tierras comunales de las antiguas misiones jesuíticas y, por otro, defendía los derechos de los indios misioneros sobre los pastos y el ganado cimarrón.
Argumentos y proyectos similares a los analizados por Moraes y Rodríguez encuentra Julio Djenderedjian en su contribución sobre el mundo rural rioplatense en los últimos años virreinales. El autor explora la publicación periódica El Semanario de Agricultura de Buenos Aires, entre otras fuentes, que contiene información sustanciosa sobre los diagnósticos ilustrados del campo rioplatense. En el debate sobre posibles mejoras e innovaciones intervinieron burócratas, intelectuales, comerciantes, productores rurales, juristas y militares. Julio Djenderedjian encuentra en esos debates la preocupación por la “felicidad pública”, por la transformación de los vastos territorios despobladas en comarcas “útiles” para la monarquía, donde había que crear nuevas actividades agropecuarias además de aumentar la seguridad ante posibles agresiones externas. A pesar de sus críticas a las condiciones vigentes, dice el autor, los ilustrados rioplatenses “modularon su voz para que coincidiera sutilmente con los objetivos de la monarquía”. No se criticaba la fe católica, ni la opresión de los indígenas a través de diversas formas de trabajo forzado, ni la esclavitud. El combate al contrabando y el aumento de los ingresos fiscales, vía cobro de derechos al comercio exterior, estaban en la mira de los reformadores, como Manuel Belgrano, quien promovía una mayor valorización de las producciones locales. Djenderedjian llama la atención sobre proyectos que se promovían con insistencia a pesar de su reducida incidencia en el orden social, como la domesticación de la vicuña, mientras que se descuidaban otros desarrollos como una mejora en la cría y producción de lana de oveja que tenía una alta demanda en el exterior, especialmente en Gran Bretaña. Una innovación importante fue la creación de la Academia de Náutica para la formación de marinos mercantes que se usarían también para buques de guerra. Belgrano era su principal inspirador y defensor de una buena educación matemática en ella. Para reforzar la capacidad de reparación y aprovisionamiento de buques en los puertos de Montevideo y Buenos Aires, los ilustrados rioplatenses promovían la producción de lino