De otra parte, el mercantilismo sobre unos principios básicos careció de una doctrina constante y unitaria a lo largo de su extensa duración. Teóricos y arbitristas se disputaron los remedios a los males de la monarquía (Fuentes, 1999a, pp.359-622).
A mediados del siglo xviii, con la obra de Montesquieu, se introduciría una corriente que desde finales del xix sería bautizada como “utilitarismo neomercantilista”. El neomercantilismo enfatizaba el papel civilizador del comercio y la utilidad común concebida como un conjunto de obligaciones recíprocas, anclada todavía en las esencias del Antiguo Régimen, en lugar de abogar por el simple individualismo; utilitarismo del que se extraen consecuencias para la filosofía y el gobierno, que a su vez ha de asumir la tarea de promover el fomento económico y contempla la persecución de la felicidad por los individuos. Ese “utilitarismo neomercantilista” enlaza con la vertiente colonial del programa colbertista en cuanto este alienta el desarrollo dirigido de la agricultura en ultramar y la colonización, para ello, de nuevos territorios, a fin de alimentar el volumen de intercambios y la acumulación de ingresos mercantiles y fiscales en manos del Estado, base de su grandeza. José Enrique Cobarrubias ha analizado sus fundamentos programáticos y su adopción —y adaptación— en la Nueva España, asociándolos a la colonización del norte por Escandón (Nueva Santander), entre otros, y a las ideas defendidas por el visitador José de Gálvez sobre los proyectos para la Alta California, propuestas que se completarían en la época del virrey Bucarelli con políticas asistenciales y la difusión de saberes útiles. En cuanto al pensamiento “utilitario”, Covarrubias señala las figuras de Juan Benito Díaz de Gamarra y de José Antonio de Alzate; del primero destaca sus ideas próximas a las de Feijoo, pero también la similitud con los principios de Antonio Genovesi (Cobarrubias, 2005).
A efectos de identificar la transición al liberalismo, desempeñó un papel más destacado el llamado “mercantilismo liberal”, aparente contradicción de términos que encierra la liberalización de las prohibiciones y las exclusividades comerciales, monopólicas. El “mercantilismo liberal” comenzaría a despuntar en Inglaterra y alcanzaría difusión a medida que se extendían las críticas hacia las compañías privilegiadas y se percibían sus desventajas. Antonio Genovesi sería uno de sus difusores mejor aceptado en la Europa meridional y a través de España en los dominios de América. Si algún eco trasciende del pensamiento de Adam Smith, las ideas que prevalecen son las sustentadas por Genovesi y otros autores tenidos por menores o por divulgadores en el panorama intelectual europeo del xviii.
El “mercantilismo liberal”, diferenciado del colbertista, que se definía por la exclusividad, vendría a ocupar un pensamiento intermedio entre el fomento de la agricultura en las colonias, convertidas en mercados reservados de las metrópolis, con un comercio reglamentado por el Estado y administrado mediante compañías privilegiadas, y esa misma función de los territorios de ultramar, pero basada esencialmente en el interés de los agentes económicos y la libre circulación de mercancías, como sostendría la economía política “clásica”, liberal. Con la finalidad de auspiciar la afluencia a Europa de materias primas y de alimentos a bajo precio, y de conseguir simultáneamente la extensión de los mercados para los productos de la metrópoli, debían crearse las condiciones para la expansión de la producción agraria y de la población de las colonias, sin renunciar, en consecuencia, al monopolio mercantil de la metrópoli. El plan incluía abrir los puertos de uno y otro lado del Atlántico al comercio interno del imperio, que implicaba dejarlo en manos particulares, lo que con una expresión equívoca se llamó comercio libre (Llombart, 1992, pp.117-118).
En la práctica mercantilista clásica de las potencias europeas que no tuvieron acceso a las regiones mineras, en la reformulación colonial colbertista, en el llamado “utilitarismo neomercantilista”, en el “mercantilismo liberal”, la expansión de la producción agraria destinada al comercio trasatlántico se convirtió en un objetivo preferente. Para llevarlo a cabo, se hacía preciso un aumento de la población de las colonias mediante la emigración europea y la mejora de las condiciones para lograr un crecimiento vegetativo sostenido. No obstante, el modelo de plantaciones en el trópico y zonas subtropicales introducía una variante singular: la emigración forzada en calidad de esclavos de centenares de miles de ellos, de millones en medio siglo.
Fue frecuente —y subsiste entre algunos historiadores— identificar estas políticas con la fisiocracia, interpretada como una mera reorientación de la acumulación de metales y del intervencionismo que promovía las manufacturas para la exportación y, con ello, la acumulación de superávits comerciales, sustituidos por una atención preferente hacia la agricultura, creadora sostenible de riqueza y base de la expansión de la población. Hace tiempo se llamó la atención sobre el equívoco. En la historiografía española lo señalaron Ernest Lluch y Lluís Argemí en su libro Agrarismo y fisiocracia en España, cuando nos recordaban que las ideas resumidas por nosotros en los párrafos precedentes formaban parte de las ideas agraristas que se extendieron durante el siglo xviii, mientras la fisiocracia —una variante del agrarismo— implicaba un determinado sistema cerrado de ordenación económica y política que apenas llegó a ser sostenido por una escuela de pensadores (Lluch y Argemí, 1985).
En la América del último tercio del setecientos y la primera década del ochocientos circularon ideas que reaccionaban en contra de los monopolios exclusivos de la metrópoli, plagados de reglamentaciones y de privilegios que encarecían los precios y dificultaban los intercambios comerciales.3
Asientos, compañías privilegiadas, consulados reforzados en su aspecto jurisdiccional, grandes intereses agremiados, itinerarios mercantiles casi imposibles y muy costosos, todo cuanto representaba el antiguo mercantilismo perjudicaba las manufacturas de la propia metrópoli al condicionar la adquisición de materias primas y limitar sus mercados, y de otro lado restringía la expansión y la prosperidad de las colonias en una época en la que se sucedían las novedades en el mundo atlántico. Son los tiempos de la prosperidad de las Indias Occidentales británicas y la todavía más prodigiosa de las Antillas francesas, de los intercambios de colonias por conquistas que se libraban en el mar Caribe y en sus costas próximas, de las protestas de los colonos franceses de Saint-Domingue que arrancaron en 1767 a su metrópoli el exclusif mitigé, de la independencia de las Trece Colonias y la apertura limitada al comercio con ese nuevo e inesperado aliado de la monarquía española, con la que los franceses contrabandearon cuanto pudieron después de la formación de los Estados Unidos, del incremento de la demanda en Europa de los frutos tropicales, de la revolución francesa en el Caribe y de la revolución de los esclavos en Haití, de las guerras napoleónicas que a partir de 1796 abrieron los puertos hispanoamericanos al comercio con aliados y neutrales por espacio de dos décadas.
La emergencia y el desarrollo de un pensamiento crítico con los privilegios, prohibiciones y restricciones de diferente grado, abierto al fomento agrícola para la exportación que impulsara el comercio en general e insertara por fin, o lo hiciera de manera plena y decidida, a las economías americanas en la economía mundial predominante que se articulaba en torno al atlántico norte, en el capitalismo que asistía al nacimiento de las sociedades industriales y a la expansión del comercio como nunca antes se había conocido, tuvo lugar en diferentes ciudades del imperio español por los mismos años, con argumentos coincidentes en muchos casos, con matices claros en otros. La presentación de estas ideas tiene cursos diferentes. Así, por ejemplo, encontramos a un sujeto, Juan Francisco Creagh, natural de Santiago de Cuba, en cuyo cabildo ocupa el cargo de regidor, que había hecho del contrabando su actividad ordinaria, por lo que llegó a ser apresado y confinado en la villa de Trinidad, de la que logra