Al mismo tiempo que se ensayaban las reformas administrativas y fiscales, e incluso antes y con una minuciosidad que no encontramos en aquellas, la Corona emprendió una política de inversiones de capitales, transfiriendo de manera regular importantes sumas de plata de los virreinatos productores de metales —en los que además la recaudación fiscal proporcionaba ingresos saneados— a las regiones deficitarias en forma de situados. Los situados no solo atendían los cargos de personal civil y militar de las respectivas audiencias y capitanías, sino que también se empleaban en fortificaciones, edificios públicos, astilleros, fundiciones, arreglo de puertos y caminos, avituallamiento de los ejércitos y las flotas, y en la financiación de la Real Factoría de Tabaco (Marichal y Grafenstein, 2012; Sánchez, 2015; Serrano, 2004; Serrano, 2018; Náter, 2017).
Las reformas borbónicas —hoy existe un consenso al respecto— fueron una serie de medidas adoptadas a lo largo de casi un siglo por los monarcas que se sucedieron en el trono, aconsejadas por ministros y arbitristas de diferente orientación, ajenas a un programa común y carentes de una coherencia completa, aunque no exentas de esta, por cuanto persiguieron objetivos similares. No entra entre nuestros objetivos presentar un balance de esas reformas, materia periódica de reflexión desde las perspectivas económica, administrativa, política y cultural2. Nuestro propósito consiste en señalar un punto de inflexión que tendría lugar en las décadas finales del siglo xviii, en un proceso que comienza a acelerarse a partir de la década de 1760. Diversos ensayos han llamado la atención sobre esta etapa de cambios y sobre sus consecuencias que se funden con las alteraciones del ciclo de las guerras napoleónicas (Stein y Stein, 2005; Stein y Stein, 2009; Paquette, 2008; Gelman, Llopies, y Marichal, 2014; Bertrand y Moutoukias, 2018).
Es la época del ascenso al trono de Carlos iii, con el trasfondo de la Guerra de los Siete Años, seguida de la Guerra de Independencia estadunidense, dos grandes conflictos que para España implicaron costos elevados y transferencias territoriales. Es la época del encumbramiento de ministros reformadores movidos, con frecuencia, por proyectos alternos entre sí, con sus respectivos “partidos”, cuyo acceso al cargo llevaba consigo un movimiento de nombramientos en los empleos de ultramar. Son los años en que se introducen las intendencias y se ejecuta una amplia reforma en las milicias provinciales, de la aprobación en 1778 del comercio libre intra-imperial, de la creación de nuevas figuras impositivas sobre el consumo y de una recaudación más celosa, de la política de españolización —mediante funcionarios peninsulares— de los altos empleos en las audiencias reales, el ejército y la alta administración virreinal. Presenciamos asimismo disputas entre los antiguos consulados de comercio y los nuevos actores económicos, de un lado, y entre aquellos y los puertos pujantes que reclamaban para sí instituciones semejantes a las citadas. El siglo había comenzado con la concesión del navío de permiso a los ingleses, que fracturaba el monopolio mercantil español, y acabó recorrido por el auge imparable del comercio de contrabando que penetraba la interminable porosidad de las fronteras imperiales y seducía la inclinación de no pocos funcionarios que debían velar por la integridad de la Real Hacienda.
El desarrollo de la agricultura con una orientación comercial —y, por extensión, de las actividades pecuarias— estuvo unida a circunstancias diversas. Las grandes haciendas y chacras que tenían por finalidad abastecer las ciudades próximas y en particular a los centros mineros que concentraban un número importante de trabajadores y una ausencia casi completa de diversificación de producciones, respondieron a dinámicas muy distintas a las que gobernaron el empuje de las plantaciones de azúcar y de cacao, y estas a su vez se diferenciaban de los cultivos asociados a la obtención de tintes (añil, palo de Campeche, cochinilla del nopal) y del algodón. Hasta finales de siglo conservó su importancia la exportación de cueros, y hasta esa misma época el tabaco mantuvo la primacía en cuanto valor de las exportaciones: el monopolio real hizo de su renta la segunda en importancia de la monarquía. Hacia 1796, las producciones agrícolas, tintes, cueros y maderas representaban el 44 % del valor de las importaciones peninsulares de América (Fisher, 1993, p.26).
Esto en cuanto a exportaciones atlánticas, porque además se hallaban las producciones para los mercados internos y regionales: maíz, trigo, mandioca, hierba mate, carnes secas, reses vivas, sebo, aparte de los fríjoles, la patata y el arroz que con los anteriores proporcionaban el alimento popular. Y estaban las salidas de frutos de contrabando o las autorizaciones temporales de exportar a naciones aliadas en coyunturas de guerra. Luego vino el declive del comercio colonial a partir de 1797.
El fomento de la agricultura había sido una constante de la colonización impulsada por los ingleses en el siglo xvii en el Caribe y en las colonias del Norte. Cesiones de tierras, tributos moderados y ventajas en la extracción de los frutos hacia la metrópoli fueron medidas implementadas en 1651 por las Actas de Navegación, que imponían el monopolio inglés en el transporte entre colonias y metrópoli y reservaban la provisión de manufacturas a esta última; las Actas tenían otra consecuencia: debido a los privilegios concedidos a compañías exclusivas, abrían mercados externos a los frutos coloniales, facilitando el papel reexportador de Inglaterra.
La exclusividad acompañó a Francia en su introducción en el Canadá y en su descenso por el Misisipi y en las colonias de las Antillas que, como las posesiones inglesas, carentes de minería, se ofrecían como espacios idóneos para el cultivo de plantas tropicales cuya demanda y precio en Europa no cesaban de crecer. La expansión neerlandesa en el noreste de Brasil, alguna pequeña isla caribeña, Nueva Ámsterdam y los territorios que darían lugar a la Guayana, creando el modelo de compañías privadas con privilegio luego seguido por ingleses y franceses, constituía un imperio basado en el tráfico de mercaderías, pero básicamente descansaba en frutos, maderas, esclavos y tejidos.
La exclusividad en las transacciones mercantiles había sido la norma en el imperio español desde su establecimiento en América. Sin embargo, muy pronto la monarquía española reveló que carecía de la capacidad de acaparar el tráfico naval atlántico y el suministro de bienes manufacturados, de los capitales para financiarlo y del aporte de esclavos africanos que demandaban los dominios ultramarinos. La historia de la carrera de Indias lo ejemplifica desde sus inicios (Bernal, 1992; García-Baquero, 1988; Bustos, 2005, Vilar, 1977; Fernández, 2011).
Las doctrinas mercantilistas establecidas al unísono de la creación de los imperios de ultramar habían heredado del siglo xv y xvi la teoría bullonista o metalista que asimilaba la fortaleza de un reino a la acumulación de metales preciosos, bien por acaparamiento de los recursos mineros, como sucede con los Habsburgos tras la conquista de América, o mediante un comercio activo que proporcione crecidos superávits, lo que bien podía lograrse mediante la reducción de importaciones por la autosuficiencia interna, o por el fomento de las manufacturas destinadas a la exportación. Fue en la Escuela de Salamanca, a mediados del siglo xvi, donde primero se elaboró una crítica a estas teorías al considerar que los metales no tenían un valor intrínseco sino que, en cuanto mercancía, contenían un poder adquisitivo variable en razón de su escasez o abundancia, por lo que su mera acumulación no implicaba mayor riqueza y su valor decrecía si había escasez de cuanto se precisaba; por lo tanto, se hacía necesaria mayor cantidad de metal para adquirir esos bienes (Grice-Hutchinson, 2005. Lluch, Gómez y Robledo, 1998).
Se ha interpretado, asimismo, que varios autores de dicha escuela desarrollaron principios “modernos” de tributación al sostener que las cargas impositivas no debían desincentivar el consumo al incidir en exceso en el precio, que habían de ser justas y debían de favorecer la “prosperidad temporal” (el crecimiento), y su cobro tenía que ser organizado bajo criterios económicos y públicos (Perdices de Blas y Revuelta López, 2009, pp.1-28).
Las teorías del valor-dinero, del valor-escasez y del