La gigantesca cámara está repleta de vitrinas, la mayoría con criaturas igual de extrañas que la serpiente bicéfala: en una cúpula de cristal incluso hay un ser formado por dos cuerpos de serpientes aladas a las que se les han cosido cabezas de águilas, ambas colocadas en un círculo de tal forma que pareciera que una le muerde la cola a la otra. Debajo de la escalofriante escultura orgánica hay otro letrero, esta vez, escrito en griego:
Ουροβóρος VI
Uróboros.
En otra vitrina, un tanto más pequeña, alargada y semejante a un ataúd, hay una especie de lagarto al que le han puesto la cabeza de un cuervo junto con sus alas; en otra, un cordero con la mitad trasera de un león; un ganso con seis cabezas idénticas; un pequeño ratón con alas de mariposa y muchas criaturas más que parecen haber sido sacadas de alguna retorcida pesadilla. Todo parece viejo y abandonado, ya que huele a encerrado, y gruesas capas de polvo recubren la madera y el cristal.
Estos seres… los he visto antes, en los dibujos y pinturas que hay por toda la casa. ¿Qué carajos…?
De pronto escucho de nuevo el golpeteo carnoso de aquello que estoy persiguiendo. Se aleja a través del laberinto de vitrinas.
Al mirar hacia el suelo encuentro un rastro de sangre salpicado de trozos de lo que parece ser carne quemada, que se pierde en la oscuridad del fondo. Pero no es la carne desprendida lo que me hace arrugar la nariz, sino entender que no son pisadas lo que hay en el camino sanguinolento.
Son huellas de manos.
Despacio, me aventuro en el mar de colas, garras y colmillos, hasta que el rastro me hace llegar al fondo del macabro museo.
Las manos han dejado sus marcas sobre una especie de chimenea cilíndrica de ladrillo en medio de la pared; parece que se trata de la torre que se ve desde afuera de la casa, pero compruebo que tampoco tiene una puertilla por donde poner la leña. El olor a quemado se intensifica, pero no parece venir de la chimenea.
Un gemido humano, proveniente del lado derecho del cuarto, me congela de pronto en la oscuridad; mis huesos castañetean y el monstruo dentro de mí sisea, hambriento.
Estiro despacio la mano hacia allá y distingo, muy apenas, una silueta pequeña y encorvada al pie de una larga vitrina vacía en forma de féretro.
Es una mujer.
—Por los dioses…
Está desnuda, y su rostro, brazos, piernas… toda ella está repleta de quemaduras y costras negras que supuran sangre y pus, mientras que los temblores de su cuerpo hacen que la carne se le caiga a pedazos como a una leprosa. De hecho, sólo puedo adivinar su sexo por los pechos que cuelgan desnudos y la ausencia de un miembro en su entrepierna, porque la cara resulta por completo irreconocible.
—Ayuda… —suplica con los labios a punto de quebrarse.
Pero a pesar de su intenso hedor a quemado y su apariencia espantosa, en realidad no está deforme. No se trata de una criatura del plano medio, tampoco una seguidora de Samedi.
Es sólo un espectro, un fantasma.
La veo agazaparse detrás de la vitrina. A pesar de que no puedo tranquilizarme debido a su atroz aspecto, es fácil entender que, como cualquier otro espíritu, me teme más de lo que yo le temo a ella.
—Ayuda… —suplica de nuevo mientras se abraza con fuerza.
La placa de la vitrina vacía reza la palabra “Homunculus” —homúnculo— grabada en ella.
Me aproximo con cuidado.
—¿Puedes ponerte en pie? —pregunto. Sus ojos hinchados señalan hacia sus piernas para mostrarme que el fuego le ha dejado expuestos los huesos de las pantorrillas. Y bajo las capas de costras y los canales de musculatura, se asoman astillas de hueso enterradas en tendones, como si se hubiese roto las piernas en alguna caída. Al parecer, usaba sólo sus manos para arrastrarse, de ahí las huellas.
Dioses, ¿qué le pasó a esta mujer?
Me pongo en cuclillas a su lado.
—De acuerdo. Vamos —le digo, mientras paso un brazo debajo de sus rodillas y el otro alrededor de su espalda.
Para mi sorpresa, no patalea, no se retuerce ni intenta escapar como suelen hacer todos los espíritus que se topan conmigo, y más al entender que soy capaz de tocarlos. Pero, aun así, se ve aterrada y no deja de mirar sobre mi hombro, hacia las vitrinas, mientras la conduzco a través del laberinto.
Me las arreglo para salir de la habitación y cerrar el pesado candado, amparado por el estruendo de tormenta en el cielo.
Alcanzamos la alcoba de invitados y llevo a la chica al baño contiguo, pero cuando ella ve la tina, comienza a gritar terriblemente:
—¡No, no, no! —se retuerce con violencia en mis brazos mientras yo intento apretarla contra mí.
—¡Eh, tranquila! —le susurro con la mayor calma posible, porque a pesar de que sé que nadie en esta casa puede escucharla más que yo, no quiero dar cabida a un espíritu violento.
Al ser incapaz de sobreponerse a mi fuerza —o a la del monstruo que mora dentro de mí—, empieza a llorar contra mi cuello. Una vez que se serena, abro el grifo y la coloco en la bañera. El agua la traspasa como el ser etéreo que es; sin embargo, esto parece calmarla aún más.
Al contrario de lo que la gente suele pensar, los fantasmas también sienten dolor, tal vez no del mismo tipo o de la misma manera que nosotros, pero sí experimentan algo similar cuando son inducidos a estímulos sensoriales.
—¿Estás mejor? —susurro, mientras le retiro de la cara los escasos cabellos chamuscados que le han quedado en la cabeza. Ella no parece reconocer lo que le digo, ya que tan sólo mira, ausente, hacia la nada.
Cierro el grifo de la bañera y veo restos de piel y costras flotar en el agua, ahora roja.
—Por los dioses, ¿qué fue lo que te pasó? —murmuro sin preguntárselo en realidad, mientras la sujeto con suavidad del brazo para que no se deslice de nuevo dentro de la bañera.
Demonios, Elisse, no puede ahogarse, ya está muerta.
Miro a mis espaldas en busca de una toalla cuando escucho un chapoteo y súbitamente siento mi puño cerrarse en el agua. Extrañado, vuelvo los ojos hacia la bañera y me sobresalto ligeramente.
La mujer ha desaparecido.
La busco por el cuarto de baño, pero sólo me encuentro con rastros sanguinolentos embadurnados por toda la porcelana. Sacudo la cabeza de un lado al otro y me abrazo a la esperanza de que, de alguna forma, ella haya logrado alcanzar el plano medio.
Pero ella ha dejado escrito algo en las baldosas de la pared, con sangre y restos:
CAPÍTULO 13
UNA RESPONSABILIDAD CONVENIENTE
—Ay, flaco, si papá Trueno te ve con esa cara de asco, te va a poner a destapar los baños también.
La burla despreocupada de Julien me hizo levantar la mirada del lavabo de la cocina. Traía yo un desatascador, un par de guantes de látex rosa y la frente perlada de sudor, a pesar del notable frío que hacía en el pantano.
Llevaba una hora